El colaborador de Cultur Plaza repasa cómo surgió el programa y se conformó el equipo, cuáles fueran las reacciones de la prensa y los intelectuales y cómo la monarquía aupó -fortuitamente- su existencia
VALENCIA. No había ninguna necesidad de crear el Caiga Quien Caiga en 1996 ni la idea fue recibida con entusiasmo, pero salió. El exitoso productor José María Irisarri, entonces en la productora Globomedia de Emilio Aragón, llegó de Argentina con el programa bajo el brazo y lo depositó en un equipo creativo formado por los periodistas Montse Fernández Villa (ex jefa de prensa del ministro Serra), Juanjo de la Iglesia y el productor Víctor Martín, cada uno con ideas muy distintas pero que se fueron complementado poco a poco.
A partir del programa piloto tuvieron que crear uno propio en España en una cadena que hasta el momento había basado sus éxitos en contenidos como las Mama Chicho o las chicas del Telecupón. No era precisamente el humor político lo que más se valoraba en una época donde los Morancos se llevaban la audiencia compitiendo con la 'telerealidad' de la Cita con la Vida de Nieves Herrero; de modo que, tras muchas influencias para convertirlo en un programa de humor blanco, los castings de donde fuimos saliendo los reporteros cada cual más peculiar que el otro (Pablo Carbonell, Javier Martín, Sergio Pazos, Mario Caballero) fueron dando forma a un contenido crítico y guasón, cómplice con el espectador, dirigiéndose a lo que buscaba de una forma análoga la revista La Codorniz: lo más audaz para un público inteligente. Y aún llegaba más allá, gustando a jóvenes y mayores, o uniendo a las familias ante el televisor, cosa poco habitual desde la llegada de las televisiones privadas.
Más difícil y tardía que los reporteros fue la elección del presentador, ya que aunque todos no concebíamos a otro más idóneo y brillante que El Gran Wyoming, algún productor llegó a decir entonces que estaba acabado. Finalmente llegó la cordura y la cadena se convenció de que era el idóneo. Las primeras pruebas se hicieron durante los últimos meses de gobierno del PSOE -casualmente yo realicé una de las mías con la entonces ministra de Cultura Carmen Alborch, que se quedó atónita ante unas preguntas inusuales relacionadas con unos pololos- pero las elecciones giraron dando la primera victoria electoral del Partido Popular.
La llegada del nuevo gobierno de Aznar produjo muchos momentos de estupor, hilaridad y frustración. En primer lugar, la prensa del momento, en general, no estaba nada de acuerdo con la aparición de aquellos personajes con gafas oscuras vestidos de negro que se salían de madre en las ruedas de prensa y realizaban preguntas incómodas. Cuando después de recibir el premio de la Academia Sueca le preguntamos a Cela si seguía opinando que el premio Cervantes estaba cubierto de mierda como había afirmado cuando aún no se lo habían dado, algunos periodistas temían que se negara a responder más preguntas. No fue así, y simplemente negó haberlo dicho, encantado con el revuelo del Nobel. A los intelectuales de la época, tanto los de izquierdas como los de derechas, les parecíamos poco menos que unos payasos que se tomaban todo a la ligera y, lo más importante en la televisión, la audiencia no acompañaba. De competir en prime time el programa paso a 'cambiar de ubicación' hasta quedarse en una hora marginal donde no molestara –los domingos después de comer- y fuera muriendo poco a poco.
Pero unas Navidades el equipo echó toda la carne en el asador y decidimos abordar en grupo al entonces Rey. Algo que siempre había sido imposible por las medidas de seguridad que le rodeaban. A la desesperada, pero con humor. Debido a la alegría de esa recepción en San Fernando (donde quién sabe si hubo un largo vino de honor) don Juan Carlos se saltó el protocolo y se puso nuestras gafas después de que Pablo Carbonell hiciera corear a todo el pueblo un peculiar villancico. El éxito se materializó allí mismo y tuvimos que escapar de una multitud que quería abrazarnos como si fuéramos los Beatles.
A partir de ese momento el programa se revalorizó mágicamente: fuimos invitados a comer a La Moncloa, los intelectuales se dejaban entrevistar encatados y ponerse nuestras gafas se convirtió en moda. Secciones que fueron muy criticadas como poco populares por su contenido político como el "Curso de ética periodística" o "Las peores noticias" pasaron a tener gran éxito.
Pero a pesar de la buena audiencia y los premios conseguidos por el programa y su presentador, Telecinco decidió repentinamente dejar de emitirlo a finales de 2002. Habíamos pasado por la caída de la Unión Soviética, el ataque a las Torres Gemelas, el polémico gobierno Clinton, la reunificación de Alemania, las primeras reuniones del G8, las primeras manifestaciones internaciones anti-globalización, la decadencia de Castro, los melocotones de Yeltsin, las visitas de Arafat cuando aún existía aquello del “líder palestino” y todos los momentos históricos que preconizaban esta nueva era que estamos padeciendo.
La suspensión del programa y las malas formas en las que fue llevada a cabo queriendo rehacer exactamente el mismo con otro equipo (cosa que nunca se consiguió, sencillamente porque el programa era el equipo) creó entonces una gran curiosidad que algún día alguien valiente debería satisfacer a varias generaciones. Aunque visto lo que estamos viendo, periodistas y público, hasta la fecha quizá tampoco sea algo completamente imprescindible: podemos parecer despistados, pero no tontos veinte años después.