VALÈNCIA. Aquel comienzo se hizo reconocible de inmediato. Igual que los riffs de guitarra de Satisfaction o el de Rebel Rebel, los acordes sintéticos, que anunciaban el comienzo de Tainted Love eran una advertencia, que brotaba subrayada por latidos de sónar. Aquella canción apareció de súbito, entre los coletazos de los new romantics y el asentamiento del tecnopop. Provenía de Inglaterra, pero en cuestión de meses infectó a millones de personas como un virus. No deja de ser curioso, además de terrible, que Tainted love, que más o menos quiere decir “amor contaminado”, apareciera justo cuando la pandemia del sida empezó a tener nombre y cobrar forma ante los ojos de la sociedad.
Soft Cell, el dúo que interpretaba aquel tema, apenas era conocido fuera de Inglaterra, pero estaba destinado a convertirse en inmortal. Lo formaban dos músicos del norte del país, el teclista Dave Ball y el vocalista Marc Almond. Unidos ambos por su devoción por el Northern Soul y por otro dúo exclusivamente electrónico llamado Suicide, revivieron una vieja canción a la que el éxito había estado esquivando desde que Gloria Jones la grabara por primera vez en 1964. Su versión se convirtió en un éxito instantáneo. Se comió al original de tal manera que, hace unos años, Almond me contó en una entrevista que estaban negociando que se les incluyera a Ball y a él como coautores, puesto que fueron sus arreglos los que sacaron a la canción del olvido y la convirtieron en imperecedera.
No había local moderno en València donde no sonara Tainted love durante el otoño y el invierno de 1981. Bastaba escuchar aquellos acordes sintéticos para que el cuerpo y la mente reaccionaran. Con ellos comenzaba un viaje hacia las entrañas del desamor, pero esta vez tenía una iluminación diferente. Normalmente, las canciones de baile, aunque hablen de abandonos y traiciones, intentan sonar jubilosas. Escuchar Tainted love equivalía a deslizarse por un malévolo tobogán. La alegría se acababa y uno quedaba envuelto por sombras, rodeado de pitidos, sonidos serpenteantes, percusiones cibernéticas que golpeaban en seco. Un placentero descenso a los infiernos.
Dave Ball arrastraba el patrón rítmico propio del soul festivo – se dice que la versión original fracasó por ser demasiado dinámica- por un suelo de fango electrónico. Como contrapunto, la torrencial voz de Almond, proyectaba toda la pasión que los sintetizadores eran incapaces de articular. A causa de eso, la canción discurría con una torpeza que fustigaba el corazón y a la vez daba placer. El Tainted love de Soft Cell era una combinación de elementos que hacían de ella un delicioso tormento, sobre todo si en el momento de escucharla padecías mal de amores, y creedme, en mi adolescencia el amor nunca resultó un juego fácil de jugar.
Soft Cell alteraban así el feliz hallazgo que cuatro años antes había realizado Giorgio Moroder al poner todo su arsenal de plugs y teclados al servicio de la sensualidad vocal de Donna Summer. Ella cantaba como si fuese una enviada de los dioses en una nave espacial (quienes hayan leído mi novela Porque ya no queda tiempo saben que esto de lo que hablo es mucho más que un mero recurso literario, es una cuestión de fe) para mostrar a los terrícolas una nueva forma de erotismo.
El hit de Soft Cell era el reverso de I Feel Love. Expresaba el malestar anímico que se apodera del cuerpo cuando el amor se transforma en lo opuesto a sí mismo. Sonaba como una enfermedad y ese sonido, coronado por la voz apasionada de Marc Almond, no parecía surgir del cielo sino de las mismísimas alcantarillas. La diferencia entre Soft Cell y otras formaciones de pop electrónico que nacieron y se hicieron populares a la vez que lo hacían ellos, es que disfrutaban siendo perversos. Porque, además, lo eran, igual que sus amados Suicide. Pero a diferencia de estos, que bebían de la desesperación urbana neoyorquina, Soft Cell emanaban decadencia europea. Tenían cosas de Baudelaire y de Jacques Brel, de Lotte Lenya y de Cabaret, de Peeping Tom y de Passolini.
Con Tainted love también nació una estrella llamada Marc Almond, voz amiga de los excesos, que escandalizó al gran público al aparecer en el programa Top Of the Pops, con pestañas postizas y cargado de pulseras y colgantes. Más de uno le avisó de que, si comparecía de esta guisa ante las cámaras, iba a parecer gay. Así pues, y puesto que Almond era gay, apareció ante las cámaras como le dio la gana. Rindiendo homenaje a los artistas que en aquel mismo programa le habían descubierto, a él y a otros millares de adolescentes británicos, lo tremendamente subversivo que podía resultar un hombre maquillado y vestido con lamé. En el caso de que se tratara de un homosexual, estaba ocupando un espacio y usando una estética que rompía con los límites de lo convencional. Y en el caso de que fuera heterosexual, demostraba que la imagen no necesariamente tenía que ir acorde con la orientación sexual. Una imagen femenina en un hombre heterosexual podía ser una manera de diferenciarse y nada más que eso.
El pop electrónico inglés recogió, en ese aspecto, el testigo del glam. Le regaló al mundo una serie de ídolos juveniles que iban maquillados y hasta usaban pendientes de señora y tacón de aguja, como Phil Oakey. Martin Gore de Depeche Mode se ponía arneses de cuero y se peinaba como si fuera un caniche, pero tenía novia. Marc Almond era uno de los pocos artistas de pop electrónico que cuando escenificaba esa puesta en escena ambigua, estaba expresando su propia sexualidad. Y eso también le confería un subtexto a la letra de Tainted love, que dejaba de referirse exclusivamente a la relación entre hombre y mujer, acercándose más a Genet y alejándola de la satisfacción del pop. La versión maxi single la fundía con Where did our love go?, de The Supremes, convirtiéndola en una fascinante mala digestión amorosa de nueve minutos. El inquietante puente instrumental que unía ambas canciones era como iniciar sesión en la noche oscura del alma, peor sin misticismos, con la carne muy presente. Eso era Tainted love en aquel otoño de 1981, y eso sigue siendo, millones y millones de reproducciones después, una portentosa elegía que a su vez inauguraba el comienzo de una nueva era para la música popular.