Por mucho que València se empeñe en mirar hacia otro lado, sus fiestas turbomasivas están deslizando caminos valiosos sobre cómo aprovechar las ventajas de una ciudad entrenada
VALÈNCIA. Resultaría insólito, si no fuera que es habitual, la escasa ligazón entre el componente organizativo de las Fallas y la gestión urbana, la influencia sobre el pensamiento de una ciudad. Por su recurrencia a la vez tan efímera; por su capilaridad, a la vez tan jerarquizada; por su concepción masiva, al mismo tiempo sumatorio de la ciudadanía estable y la ciudadanía de visita. Y sin embargo, ¿qué queda en la conceptualización de València, más allá de saber que durante 19 días y no sé cuántas noches una porción de plaza central estará blindada para espectáculos pirotécnicos?
Es probable que esa mezcla, entre desdén e indolencia, al respecto del poder transformativo de las Fallas sobre la ciudad compacta tenga mucho que ver con aquellas cosas que, por una parte, se dan por hecho y por otra se afrontan desde el prejuicio. Desde luego como espectáculo acumulativo ofrece unos costes críticos, repletos de molestia y sobresalto. Es cuestión de evaluar el balance de daños para concluir hasta dónde alcanza su beneficio. Pero, desde esa misma certeza, hay aportes cualitativos que tendrían que estar presentes, más allá de evaluar el acabado del último monumento, la indumentaria del vecino y de saber en cuántos balcones te han invitado este marzo para realce de tu posición dominante sobre la plebe.
En estas últimas Fallas, las que más he disfrutado en mucho tiempo, tomé algunas lecciones:
1. La conexión entre espacio público y espacios interiores
Si València, en las últimas semanas, hubiera sido una enorme falla (un poco es lo que fue), hubiese sido una de aquellas con visitas interiores, en las que puedes adentrarte por sus conductos hasta sentirte en el estómago de la ballena. La conectividad entre el territorio a la vista y el territorio tras las puertas fortalece la vivencia, hace que las ciudades fluyan con armonía. Poder recorrer las calles como ejes que se introducían entre los edificios: la Plaza del Ayuntamiento y las expos del Centre del Carme y las Naves, dedicadas todas ellas al proceso creativo del artista Dulk, eran como un mismo corredor con distintas puertas. Visitar las expos falleras del IVAM (con el prodigioso laberinto hecho de llibrets por Ricardo Ruiz) o del Colegio de Arquitectos, formaba parte de un mismo andar. No se trata solo de alianzas estratégicas entre centros, sino de la gran capacidad que tiene la ciudad compacta cuando concibe la vía pública y los espacios cerrados como elementos compatibles y no como realidades aisladas entre sí. Más ciudad híbrida.
2. La reformulación de los horarios: nada es inamovible
Las latosas apelaciones a la tradición sacrosanta, tan rígida, se vuelven mucho más transigentes cuando derivan de la necesidad. Si por los efectos de una pandemia los horarios de la cremà se adelantaron, este año han seguido el mismo ‘horario europeo’ de combustión. ¿La demostración? Es un pequeño símbolo que ejemplifica cómo los hábitos de una ciudad no deben ser tan estrictos como a menudo creemos. La flexibilidad del junco como mejor vía hacia la resiliencia. Por muchas veces que un mismo uso haya tenido lugar, conviene preguntarse de vez en cuando (al menos cada lustro) si sigue respondiendo a una razón basada en la evidencia o es solo producto de un seguidismo perezoso.
3. El uso local de la plaza
Las plazas centrales hace tiempo que suelen ser ese espacio paradójico que supuestamente ejerce de paradigma de la ciudad mientras la ciudad apenas lo vive. Sin embargo, mascletà mediante, la Plaza del Ayuntamiento volvió a encarnar la lucha feroz por la que la sociedad ambiciona poder ver los espectáculos desde un balcón. Fachadas donde comunidades locales ejercen de anfitrionas para exhibirse emocional y jerárquicamente. Qué contraste con lo que ocurre el resto del año debajo de los balcones: una ristra de comercios franquicia, la mayoría desubicados, extractivos y sin raigambre propia. Sin que nadie sepa muy bien cuál es el camino, este experimento anual da pistas de cómo ante una oferta icónica, tan fuertemente asimilada, la población hace suyo espacios habitualmente ajenos.
4. Una gran capacidad de improvisación
El jueves 17 de marzo, los fuegos artificiales de Caballer previstos para la 01h se adelantaron a las 00h, con un aviso de apenas unas horas antes. Por supuesto, la afluencia fue masiva y puntual. La lección: la ciudad es capaz de improvisar y articularse con apenas margen de antelación. Tienen algo de mágico esos movimientos pendulares por los que miles de personas desconocidas entre sí son capaces de organizarse en minutos. València dispone de una comunicación interna bien poderosa, musculada y a prueba de sucesos de última hora. ¿Cómo podría hacerla converger para muchos otros fines?
5. Relaciones de interés entre lo grande y lo pequeño
Sucedería en muchas otras demarcaciones, pero yo lo viví entre la cremà de la falla de Dulk en la Plaza del Ayuntamiento y una hora después la de la Universitat Vella, junto a la Plaza del Patriarca. El juego de plazas y la tipología de relaciones simbióticas entre monumento grande y monumento pequeño. En lugar de que la competencia mayúscula, a unos pasos, ensombreciera y se comiera a la demarcación modesta, el mutualismo de una buena coordinación horaria permitió que los pequeños se llevaran los beneficios del oleaje: un buen número de quienes volvían de la gran cremà se detuvieron espontáneamente ante la de la Universitat. Ejemplo y lección de la importancia de inducir conexiones innatas que permitan la colaboración entre desiguales, y no faciliten la destrucción a manos del más fuerte.
Quizá las Fallas, más que de arte, son un festival de reflexión urbana…