Su agenda fue una guía telefónica de lo más granado del artisteo patrio. Ahora, casi jubilado, sigue cerrando tratos cuando la ocasión lo requiere. Mientras, Emilio García Tani sigue siendo una página importante de la historia de la música española
VALÈNCIA.- «Yo no me iba de fiesta. No salía. Nunca». Es necesario dejar muy claro que quien habla fue músico porque no le dejaron ser torero. La misma tarde que el cartel anunciaba su presencia en la arena, se suspendió el estreno por incomparecencia del novillo: se le olvidó al ganadero llevarlo. Tenía un capote y un toro de cartón y los tiró a la basura. Luego se compró una batería y eso le permitió sobreponerse al chasco e insistir con cuajo hasta que los escenarios le fueron procurando historias personales y compartidas. Hoy todas ellas cuelgan de la pared de su despacho como ‘pescao’ puesto a secar. De las tablas lo sabe todo: empezó en la trastienda, donde se ubica la batería y no cae una mala foto ni por descuido, y acabó de maestro de ceremonias, dirigiendo el cotarro. La carambola no la hubiese podido predecir una gitana escrutando la palma de la mano. Claro que no salía de fiesta. No salía porque la fiesta era él. Y él es Emilio García Tani (Albacete, 1955).
Aprendió el oficio de promotor, representante, mánager y sofisticaciones equivalentes de la nada. «No tenía ni idea. Ni miedo tampoco», asegura con descargo. Grabó su nombre en la canción melódica en los setenta con el grupo Los Sullivans y desde los ochenta continuó con una carrera que solo ha ido aparcando hace unos cuantos años. Juan Bau, Noelia Zanón, Carmen Flores, Emilio el Moro, Los Chichos, Luis Aguilé y Camilo Sesto (al que cuenta que se negó a representar) son algunos de los rostros que aparecen inmortalizados junto al bigote que aún se gasta Emilio en un extenso álbum que haría las delicias del más bizarro de los gourmets de gasolinera. Si Martin Scorsese, Terence Winter y Mick Jagger hubiesen sido mediterráneos, habrían rodado Vinyl —la serie que cuenta cómo, allá por los 70, el rock and roll juntó a directivos, productores, artistas, musas, colgados y parásitos en las mismas oficinas y bajo el mismo humo— basándose en la vida de este hombre. Pero, ya ves, la ficción de HBO acabó antes de que algún episodio incluyese una trama española.
Las escenas congeladas en los retratos conceden a todo lo que Emilio explica un pálpito de vida al que no se hubiese podido llegar de otra forma si no es por pura casualidad. Y esto lo asegura el último rey de la fiesta justo cuando, convertida su biografía en materia monumental, la calle no le tira como antes, pero sigue cerrando galas cuando el teléfono suena. Hay, sin embargo, más satisfacción que melancolía de los tiempos en que el espectáculo se llevaba en un maletín y al abrirlo se desparramaban decenas de nombres (vedettes, copleros, mariachis, melódicos...) sobre la mesa de un concejal. El apoderado de artistas salpica la conversación con detalles que subrayan lo que va contando, como un realizador de televisión. Si habla de quienes le han acompañado, apunta con el dedo a una foto, un disco o saca un desplegable tan grande como para forrar la terminal de un aeropuerto.
«Estuve dos años con Tony Bernan. Se me acercó y me dijo: ‘Oye, tú tienes madera de representante. Vente conmigo’. Y así empecé. Cuando vi que me estuvo engañando durante todo ese tiempo, decidí independizarme. Quería algo más que las típicas variedades: se trataba de acercar a grandes figuras al público que no podía asistir a recitales en los grandes teatros. Te hablo de Juanito Valderrama, Rafael Farina, Luis Aguilé, Carmen Flores... Aquello la gente lo veía con mucho cariño. Cuando llegaba el equipo de sonido, ya estaba la plaza llena, con un ambiente fabuloso». A pesar de que España se relaciona con su pasado entero de una forma avergonzada, Emilio presume que estas juergas populares no han cambiado tanto porque haya gustos y preferencias diferentes —que también—, como por tacañería. De aquella frontera entre dos épocas, mantenida en pleno auge de las tribus urbanas que acaparaban salas y barrios enteros, apenas queda algo en pie. También el esnobismo convirtió los acontecimientos populares en algo despreciable.
Esta idea también la remacha el ejecutivo discográfico Adrian Vogel en su documentadísimo libro Bikinis, fútbol y rock & roll, un ensayo (mitad de historia, mitad musical) sobre la España en la que el régimen franquista pretendía ser moderno, pero en el No-Do ridiculizaba a Elvis. «Es imposible que un género sobreviva y se regenere si no hay talento fresco, obras nuevas. Los nuevos autores (y compositores) abandonaron la copla y el cuplé (y la zarzuela). Algo parecido está sucediendo con los tangos. El fenómeno de la picardía y las revistas musicales forma parte de una tradición de principios del siglo XX. Pero ojo, en el franquismo es algo urbano. Propio de las ciudades. A los machos alfa del régimen les gustaban las picardías, eran zafios y puteros», zanja.
«critiqué que rosa representara a españa en eurovisión por ganar ‘operación triunfo’. ¿cómo va a representar a un país si no sabe hablar?»
A pesar del tedio que le provoca el panorama actual, Emilio permanece en el mundillo. «Lo que veo no me gusta. Y elijo mucho lo que hago. Vamos a tener que seguir muchos años soportando que la palabra crisis aparezca cuando hay que firmar un contrato».
Además de empresario, Emilio García fue locutor de radio y derrochó horas por los platós de televisión. «En un programa critiqué que Rosa representara a España en Eurovisión por haber ganado Operación Triunfo. Recibimos muchas llamadas; no entendían por qué decía aquello. Pero es que, ¿cómo vas a representar a un país si no sabes hablar? Ganar un programa no significa que alguien sea artista: ella tenía muchas cualidades, pero otros muchos defectos que corregir y pulir».
En esas, recuerda que unas amigas insistieron mucho en que tenía que escuchar en Godelleta a una niña «que cantaba muy bien. Pensaba que sería otro coñazo», se sincera. Aquella voz le dejó claro de qué va la naturaleza humana cuando busca atención, o al menos, un chispazo que lo redima todo. Así que la cogió: «La apunté a clases particulares con la gran soprano Amparo Dorado. Aprendió, mejoró en la voz, pero le faltaba la interpretación; no la veía preparada. No es que yo supiera demasiado, pero tenía a quién preguntarle: a los más grandes. Veía que tenía posibilidades y empecé a grabarle discos, que costaban una pasta». Aquella joven estuvo con Emilio García veinte años trabajando en España, EEUU y Latinoamérica. Era Noelia Zanón en el momento en que nada podía existir de forma más categórica que aquello que conquistaba la pantalla de un televisor. «A través de Luis Aguilé, la llevamos a Buenos Aires, donde estuvo dos años y se convirtió en ‘la novia de España’. En el programa La música es la pista también tuvo mucho éxito y luego se fue. No sé por qué. Pero fue por teléfono».
— De mala manera, parece que quieras decir, pero no acaba de salirte.
— «Bueno... Fría. Pero sigo diciendo que es una de las mejores cantantes que podría tener este país. Canta lo que le echen y es interpretativa. No tengo ningún resentimiento. Lleva en México tres años y come de cantar. Así que... perfecto».
Emilio García tiene la capacidad de hacer de lo más nimio un acontecimiento salvado por el estilo. Y eso vale para cualquier circunstancia. «Un artista tiene que saber comportarse. Esa es la verdadera educación y me lo enseñó Luis Aguilé, una persona que me sentó a la mesa con los más ilustres que haya conocido. Muchas veces se cree que esto del artisteo es una casa de prostitución. No. Hay mucho mangante que se aprovecha de las circunstancias, pero es un porcentaje muy bajito».
— ¿Nunca ha sido la farándula una casa de putas?
— [Se lo piensa] Una vez, en la firma de un contrato, un tipo me dijo: ‘Vale, vamos a firmar, pero me tienes que asegurar que me voy a poder acostar con la vedette’. Entonces, me callaba porque había que aguantar el tipo, no como ahora. Y le dije: «Hecho. Yo le pongo otra condición. Usted me tiene que asegurar que si se acuesta con la vedette, yo me acuesto con su mujer». ¡Qué cara dura! Le exigí respeto por esa mujer y no se firmó el contrato. Prometí que no volvería y no lo he hecho.
El veterano promotor musical se conduce por la vida con un lema inalterable («no soy el mejor, pero sí el más noble de este negocio») y vuelve a su memoria a galopadas, como para comprobar que el tiempo no lo ha cambiado y que sigue entregado a su causa, duro como el junco que se dobla, pero sigue siempre en pie. «En las variedades introduje el género de la revista, con mucho diálogo entre actuaciones y desfile final, que me acabaron copiando. Salía el ballet con mucha elegancia, luego presentaba a todo el plantel y el público se ponía en pie. Buscaba un final explosivo, espectacular». Otra de las innovaciones fue colocar a la orquesta sobre el escenario, que hasta entonces ocupaba un foso oscuro, a la manera de los teatros. «Luce mucho más un escenario repleto. Fíjate ahora, con tanto playback, qué pobretones se quedan. Lo mío era más caro: es que llevaba muchísimo personal».
— ¿Cómo se manejaba un ‘ganado’ tan numeroso y tan egocéntrico?
— Los egos se pueden manejar. Lo peor es que el representante haga quedar mal al artista. Hay que tener presente que no cabe cualquiera en cualquier lugar. El artista tiene que serlo las 24 horas del día. Hasta para ir a comprar el pan. Antes veías por la calle a Pepe Blanco y pensabas que ese tío era alguien. ¡Con qué porte, qué elegancia!
— ¿Alguna vez le han hecho un ‘simpa’?
— He cometido algunos errores y me sabe muy mal. Pero con el dinero hay que aprender muy pronto que se debe pedir cuanto antes. Fíjate, una vez, llegamos con Juan Bau a Nueva York y había que pagar el hotel. Nuestro contacto me decía: ‘Mañana cobráis, Emilio, cuando volvamos de la televisión’. Llega el momento de la gala y Juan ya estaba poniéndose nervioso. Le dije que se tranquilizara. Cuando llegó el que pagaba le dije que Juan estaba afónico. Cundió el pánico, con todo el mundo pensando lo que se podía hacer para evitar el desastre. Le dije: ‘La pasta. Sácala y se le va la afonía enseguida’. Y la trajo.
— Un remedio eficaz... También te habrás reído lo tuyo con algunas anécdotas.
— Tengo muchísimas. Una muy graciosa con Chiquetete. Teníamos una cena a la que acudían Braulio, desde Miami, José Vélez, Jeanette… unos cuantos. A Chiquetete le apetecía más quedarse en la habitación que venir a la cena, y de camino al restaurante, en el distrito de Queens, me dicen que me tengo que hacer pasar por él. Así que me puse en el papel. Al día siguiente, nos marchábamos a Nueva Jersey y se acercaron las dos típicas que se enamoran de los artistas. Una se arrimó a Juan Bau y la otra a mí: ‘Ay, Chiquetete, qué ilusión conocerte —me decía— Me gustaría fumarme un cigarro, ¿me acompañas?» Como soy un caballero, la acompañé. Me pongo el abrigo, se lo pongo a ella y no paraba: ‘Ay, Chiquetete’. Al día siguiente, que era el concierto, se presenta en el camerino: ‘Ay, Chiquetete’. Y ya llegó un momento en el que tengo que decir la verdad. ‘Pero ¿en qué me parezco a Chiquetete? Soy el representante de Chiquetete, no Chiquetete’. Se quedó impactada. Pero es que, al salir cuando había acabado el festival, se había quedado muchísima gente esperando por la puerta de atrás. Y otra vez venga a decirme: ‘Ay, Chiquetete’. Nos metimos en el coche y le dije al chófer que se diera prisa, porque las mujeres llegaron a meter la cabeza por la ventanilla y de un tirón me iban a sacar. Los artistas, a veces, son muy caprichosos y también he vivido momentos de una extremada rareza. Con peticiones raras, caprichos. Es verdad que el representante debe ocuparse de todo, pero hay cosas que no sabes cómo tomarte. Recuerdo que una vez Loquillo solicitó un lavavajillas.
Emilio García defiende que cualquier artista tiene la obligación de regirse por un código de valores basado, por encima y por debajo de todo, en la dignidad. Si algo le queda del torero que no fue son los andares al compás de un paseíllo imaginario y un aura entre galán de cine y maestro severo. «Soy feliz. Lo que tengo claro es que a estas alturas no me puedo permitir fracasar ni arrastrar a nadie conmigo. Me hubiese gustado hacer mil cosas más, pero he logrado hacerme un nombre, aquí y en la otra punta del planeta». A sus 62 palitroques sigue considerando cada propuesta como la oportunidad perseguida durante toda una vida. Eso sí, pensando más en la puerta grande que en la enfermería.
Sigue con la convicción de que posee algo que conviene transmitir a las generaciones que ahora gallean en el mundo de la copla («ahí no me pueden engañar, porque es lo que he mamado desde siempre»). Y quiere, además, explicarles que siempre hay un lado desesperanzador, en el que se quedan aparcados quienes se dejaron el sueño por cumplir. «Soy duro, pero no tanto. No me gusta llegar a herir la sensibilidad a nadie. Salvo con los que se pasan de listos...».
— La mayoría de las historias de derrumbes son casi tan fascinantes o más que las de los éxitos. Habrá habido malos tragos.
— Sí, lo son. En mi caso, puedo decir que hasta 2013 las cosas iban realmente bien, con muchísimos bolos: entre cincuenta y sesenta asegurados. Costaba vender más los espectáculos, pero salían contratos. Un año más tarde, presentaba a mis artistas, pero sin tener su exclusividad comprada. La última a la que tuve en exclusiva fue Charo Reina, con quince fechas.
«Hay overbooking en el cementerio de artistas fallecidos en la miseria. Suelen caer en el olvido popular y la pobreza por sus excesos: ya sea derrochando lo ganado, por mala administración y consejeros avispados, no sabiendo invertir y siendo estafados, o por drogas y alcohol», comenta Vogel, que responde mientras anda metido en la escritura de su próximo libro: Rock’n’ roll (el ritmo que cambió el mundo) .
Emilio García Tani se describe a sí mismo como un resistente. Para dejarse inspirar, sigue recurriendo al mismo santuario, su despacho, donde una estirpe poco corriente, fatal y artística, le devuelve el orgullo. La mayor certeza que lleva consigo es que hagas lo que hagas, te dediques a lo que te dediques, hay que tratar de ser el mejor. A estas alturas, ya le basta con que, solo por la pinta y por los andares, piensen de él: ese tío que va por ahí es alguien. El último rey de la fiesta española.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 38 de la revista Plaza