“¿Rencores? ¡De qué sirven! ¡Qué logran los rencores!
Ni restañan heridas ni corrigen el mal”.
(Amado Nervo, Si una espina me hiere…)
Los recientes atentados en Estocolmo, en Egipto, en el metro de San Petesburgo, o el del puente de Westminster en Londres, vuelven a recordarnos que nuestro mundo vive sometido a episodios de violencia en los que conviven situaciones de guerra tradicional como en Siria, con otros en los que la asimetría de los recursos disponibles por los contendientes conlleva la aplicación de tácticas distintas, de las que los atentados terroristas son su expresión más notoria. Estos últimos suelen ejecutarse por pocos individuos altamente comprometidos con su causa no solo ideológicamente, sino personalmente, hasta el punto de estar dispuestos a perder la vida, si con ello logran el castigo del enemigo.
Ya la mitología griega distinguía entre una venganza irreflexiva, encarnada por Atea, y una venganza que era expresión de la justicia distributiva y de restablecimiento del equilibrio universal, y que representaba Némesis. Salvando las distancias, una mezcla más contemporánea de las dos podría ser la que interpreta Clint Eastwood en la película Cometieron dos errores, donde su condición de comisario le permite solventar su venganza personal y aplicar la justicia institucional, para resolver el doble error: ahorcar al hombre equivocado, y no acabar con su vida.
No sabemos a cuál de esos dos componentes predomina en la mente del terrorista, pero sí que su acción es expresión de una de las emociones primarias: la ira. En efecto, en ella se concitan desde la rabia, el enojo, el resentimiento, la exasperación, la indignación, la acritud, la animosidad, la irritabilidad o la hostilidad, hasta sus formas más extremas como el odio, la violencia y la venganza. Ya San Agustín afirmaba que “la ira engendra el odio, y del odio nacen el dolor y el temor”. En cuanto a su origen, la psicóloga Laura Rojas-Marcos recuerda que el odio a veces surge por situaciones en las que uno se siente traicionado o dañado por otro, pero también puede ser inculcado a través de la manipulación psicológica (lavado de cerebro), y en uno y otro caso el odio puede ser proyectado tanto sobre aquél al que se ha querido previamente, como sobre un desconocido o una comunidad por razones religiosas, territoriales, étnicas o políticas.
Todas estas variantes de la ira son manifestaciones evidentes de la agresividad típica de un primate territorial como es el ser humano; agresividad que está en la base de muchos conflictos a lo largo de la historia. Además, tiene el agravante de que la ira es muy contagiosa, especialmente si perdemos el referente humano del otro, si lo despersonalizamos y deshumanizamos, en una estrategia también bien conocida y habitualmente empleada en conflictos bélicos en los que el enemigo es apodado y cosificado: los vietcong, los rojos, los moros… Porque como advertía Eric Fromm “un modo distinto de despojar a otro ser humano de su calidad de persona es cortar todos los lazos afectivos con él”.
Por eso para desactivar esos procesos de polarización creciente se trata de no perder de vista que al fin y a la postre toda comunidad se compone de personas con cara y ojos, iguales a nosotros, que no pueden ser adscritas sin más clasificaciones generalistas interesadas y producidas en una coyuntura concreta espacio-tiempo. Ante esa tentación recordemos el aforismo de Marco Aurelio: “la mejor manera de vengarse de una mala persona es no parecérsele”.