VALÈNCIA.- La humedad que viene del mar Mediterráneo cala en los huesos en este frío domingo de enero, pero en el interior de la Iglesia Evangélica Filadelfia de Alboraia hay calor humano. Vecinos de Malvarrosa, Cabanyal y Alboraia tienen esa tarde su cita cotidiana con el Culto, el rito evangélico con el que estos protestantes valencianos loan a Dios. Un oficio que no tiene nada de misa católica, ni de secta, como algunos pretenden con mala fe tildarla: es religiosidad y devoción puras. La intensa participación de los creyentes —y la música— marcan la diferencia. Es flamenco, cante para alabar a Jesús.
Hombres, mujeres y niños van entrando con tranquilidad en la vacía nave industrial; sillas, una barra con refrescos, pasteles y golosinas, unos servicios, y al fondo, un atril para el predicador y una solitaria cruz de madera en la pared. Nada más. En el Culto evangélico, protestante, no hay imágenes, la espiritualidad va por dentro.
El pastor es José Motos, un hombre trajeado, afable y serio. Ha llegado, acompañado de Paco, el obrero, que abrirá la celebración evangélica. El joven Farru, con llamativa indumentaria de rapero, espera frente a su brillante batería, Aarón templa la guitarra y Anaís, la cantaora principal, ensaya sus bulerías para cantar la gloria de Dios, acompañada de Amparo y Marisol. Los jóvenes, que forman el coro evangélico, van a poner cante y ritmo al acto. Ni una sola iglesia puede prescindir de ellos, son el alma del Culto. En ocasiones se pueden incorporar vientos: saxofones y flautas, como las de Ginés y Juan Antonio de El Clot. O más voces de cantaoras, como los de Meli, Elena, Domi, Coral, Vanessa y Nieves, de la Iglesia de Filadelfia de El Cabanyal.
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No hay ni un solo barrio popular que no cuente con su comunidad evangélica y gitana. Benimamet, La Plata, Barona, Monteolivete, La Coma, La Yecla y Poblats Marítims. Todas las tardes de la semana. Todos los días del año.
Hay alegría en esta humilde iglesia evangélica fronteriza entre València y Alboraia, anónima en un gran polígono, que este domingo, y pese al frío, congrega a más de un centenar de vecinos, sin contar la chiquillería que recorre libre el espacio entre los adultos, ajena al fervor de sus mayores. También hay un piano electrónico. Los chicos y chicas de la música arremeten sin más preámbulos con sus fandangos; el coro evangélico en acción en el que resuena sobre todo la batería del entusiasmado Farru.
A un gesto se hace el silencio. «Bendito sea el nombre de nuestro Dios, Jesús». Proclama Paco, el pastor que introduce hoy la sesión. Las madres, con sus hijos en brazos, las abuelas, los hombres, discretamente separados —no es preceptivo—; todos atienden y asienten. Una exclamación que se repite sin cesar, en voz bien alta, «¡Amén!», y esa palabra es protagonista incesante, porque el Culto es cosa de todos, y se basa en el diálogo entre el predicador y los creyentes. Una catarsis colectiva muy eficaz.
En un extremo, los pastores más veteranos. Esta tarde festiva viene invitado Ubaldo, pastor de La Coma; también ha venido un hermano de Sabadell para preparar una visita. Antes de que el pastor titular, José Motos, inicie su prédica sobre el Evangelio, Paco, su ayudante esta tarde, expone a la audiencia cuestiones prácticas de intendencia y organización.
Pronto vendrá una delegación de hermanos de Cataluña y habrá que organizar bien la recepción, recuerda. Hay que comprar doscientos pollos para el condumio de todos y solicita colaboración. «¿Cuánto nos costarán doscientos pollos?», pregunta a la gente; se barajan cantidades; al igual que recuerda el costo del alquiler de la nave, que asciende a seiscientos y pico euros. Una fortuna para aquellos que no tienen mucho; y el Culto lo financian los creyentes a duras penas. El Estado y el Ayuntamiento son rácanos, ni sombra de subvención, sobre todo en València, lamentan los pastores.
«¡Emociónate, hermano!»
«Y la luz resplandeció en medio de las tinieblas». Las chicas del coro se arrancan por bulerías y palmas; los asistentes acompañan y ejercen de palmeros con entusiasmo. En pocos minutos el acto se convierte en una alabanza a Dios generalizada, un rezo cantado, una fiesta espiritual.
«¡Emociónate hermano!, la Iglesia es un lugar de descanso, para el caído y el afligido, es un lugar que aleja de la delincuencia, la droga y la violencia doméstica», salmodia el pastor. Ese podría ser un eslogan clave de los creyentes, porque la iglesia evangelista valenciana ha hecho mucho por la marginada comunidad gitana. No solo ha alejado a decenas de jóvenes, sin oficio ni beneficio, de la delincuencia y el narcotráfico, también ha mejorado la relación con la sociedad de las comunidades en las barriadas, en el peor de los casos, auténticos guetos que salpican el hinterland valenciano, habitados por familias en altísimo peligro de exclusión.
Cesa de nuevo la música de los chicos y las chicas, y se apaga la luz. En la penumbra, creyentes de ambos sexos se levantan de sus sillas y, con la mano extendida, dialogan con Jesús, dan gracias a Dios por diversos asuntos personales. «Sin ti no soy nadie, Señor». En la oscuridad, los rezos murmurados y los coros de los músicos crean una atmósfera única. Se pide por los enfermos, se alaba por las cosas buenas, se hace autocrítica por las transgresiones y los pecados. Solo hay una estufa, nadie parece notar el frío. Los niños corretean y arman follón, pero nadie les hace caso.
Es cuando entra en escena el pastor José Motos, micro en mano, se mueve como un cordial animador, sin pompa, como uno más. Es el predicador evangelista en acción.
«¡El poder del Señor se encuentra en este lugar. Jesús está aquí, ahora!», exclama con voz recia y enérgica. Motos pide un aplauso para Dios y abre la Biblia por el versículo uno, capítulo tres, del Libro de Samuel. La metáfora del falso beneficio. Las enseñanzas consiguientes. Jesús es el verdadero refugio frente a la ambición.
«Esta tarde Dios está diciéndote, ¡vacíate! ¡En el nombre del Señor, amén, Aleluya!». Canta el coro evangélico, las palmas, la guitarra de Aarón, que desgrana un fandango, y las cajas del joven baterista Farru retumban en la nave, como en un concierto pop.
La prédica de Motos sobre el Evangelio es fácil de entender para todos. De ahí su éxito. Pone ejemplos de la vida cotidiana y los ilustra con metáforas. Lo suyo es lo menos parecido a un sermón, es un mitin. Como si fuera un político de Dios. «¡Jesús está hoy aquí!», repite, y un «Sííííííí» alargado resuena en la nave. «¡Aleluya! En el nombre del Señor». El Culto de ese frío domingo en el polígono de Alboraia entra en su recta final. Un joven pasea por entre las sillas recogiendo el óbolo de los hermanos. No más de un euro, y el que no tiene, no da. El Culto ha durado no más de una hora. Comenzó a las siete pasadas y acaba a las ocho y media, hoy más tiempo, porque es domingo. Otras iglesias se ubican en bajos de las barriadas, pero aquí hay que venir aposta y en coche. Es un sitio ideal porque no hay problemas con los vecinos, como sucede en los barrios, por culpa de la música.
El Culto evangélico es ruidoso; su espacio exige insonorización, que es muy cara. Los distintos poderes municipales no parecen preocuparse mucho por la comunidad evangélica. Las familias se las apañan solas, como pueden. Como la Iglesia Filadelfia del Cabanyal, que se pasó todo el verano sin templo, celebrando el Culto al raso, en un descampado. Consiguieron un bajo en la calle Rosario, aún están esperando que les instalen la luz.
Es de noche en el polígono de Alboraia, las familias de la Iglesia Evangélica Filadelfia se rejuntan y comienzan a dispersarse hacia casa, para hacer la cena. Desprenden una sensación de pureza, de paz consigo mismos. Hasta mañana, se dicen, porque muy pronto se van a volver a encontrar.
*Este artículo ser publicó originalmente en el número 42 de la revista Plaza