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¡No es el momento! / OPINIÓN

¡A las barricadas!

Foto: KIKE TABERNER
17/10/2021 - 

Vivimos en un mundo complejo, sin duda. Muchas y muy diferentes capas se superponen para acabar de componer la realidad que determina cómo son nuestras vidas y cómo puedan evolucionar en el futuro. Las dimensiones territorial, social, política, económica, ambiental, se combinan, entretejen y proyectan de modos que son difíciles de aprehender en su integridad y que además es inevitable que percibamos desde nuestra concreta posición, problemas o privilegios, a partir de unas coordenadas propias. Siendo esto así, y sabiendo que, por ejemplo, el debate público y político más habitual y ordinario, vehiculado a través de los medios de comunicación y las instituciones representativas, no va necesariamente por las mismas sendas que las discusiones a otros niveles, no deja de llamar la atención hasta qué punto es a día de hoy inmensa la distancia entre las preocupaciones que enhebran ese debate y cómo son los análisis, en cambio, que vienen de ámbitos académicos o científicos.

En el día a día de la política importa mucho una décima más o menos de paro, quién se va a llevar la mayor parte de los fondos NextGenerationEU y, por supuesto, si las restricciones a la hostelería y al ocio nocturno decaen del todo y para siempre o pueden acabar volviendo a restringir la libertad absoluta, tan esencial, de ocupar toda la vía pública para sus negocios. Son cuestiones, sin duda, importantes. Pero resulta llamativo lo poco o nada que logramos por lo general integrarlas en los debates más de fondo de tipo social y político que ocupan a quienes se dedican a la reflexión y análisis más pausados centrados, desde hace ya unas décadas, en analizar el posible colapso productivo del actual modelo capitalista debido a la imposibilidad de continuar quemando (a veces literalmente) capital productivo no reemplazable, las previsibles consecuencias ambientales catastróficas de un modelo como éste que lo hace además peligrosísimo para la estabilidad de nuestras propias sociedades… y cómo además, y al menos desde la década de los ochenta del siglo pasado, el modelo en cuestión está derivando en un incremento de las desigualdades que somos incapaces de detener y que en lo que llevamos de siglo va a más, al menos, en todas las sociedades occidentales avanzadas.

Esta disonancia no es nueva. Basta recordar que quizás la primera gran obra verdaderamente influyente (y sorprendentemente vigente en prácticamente todos sus análisis y postulados), por ser la primera que logró llegar al gran público, la reflexión de Schumacher sobre la hermosura de lo pequeño anticipando la necesidad de decrecimiento, Small is Beautiful, data nada menos que de 1973. Desde entonces, mucho se ha escrito, y cada vez mejor y con evidencias más incontestables sobre esta cuestión. Uno de nuestros grandes sabios, Ernest Garcia, escribió ya hace casi veinte años su esencial Medio ambiente y sociedad: La civilización industrial y los límites del planeta, una fantástica recopilación detallada, cuidada y realmente difícil de desmontar que expone con claridad todas las dimensiones del problema y su enorme gravedad. Estamos avisados, sin duda, desde hace tiempo.

Íntimamente relacionada con esta cuestión, la preocupación por el cambio climático como fenómeno de origen antrópico destinado a causar enormes problemas sociales hace también décadas que dio el salto al debate público dejando de ser sólo asunto de los científicos dedicados a su estudio. Por ejemplo, la primera COP (reunión/conferencia de los distintos miembros) de Naciones Unidas dedicada al cambio climático se celebró en 1995, hace casi tres décadas. E incluso un aspirante a presidente de Estados Unidos como Al Gore batalló contra George W. Bush (eso sí, para perder la presidencia aun teniendo más votos que su rival tras la paralización del recuento en Florida en una muy controvertida decisión de la Corte Suprema del país) haciendo bandera de cuestiones ambientales, para reconvertirse en portavoz internacional de la causa, activismo que alcanzó cotas como su conocida película An Inconvenient Truth en 2006 (cuya revisión es muy recomendable para entender que sabemos todo sobre el tema desde hace década y media… pero que nada o casi nada hemos avanzado), seguida del Premio Nobel de la Paz que le fue otorgado en 2007.

George W. Bush. Foto: JEFF SWENSEN

Lo mismo puede decirse sobre la constatación de cómo la revolución thatcheriana de finales de los años setenta en el Reino Unido, seguida y ampliada después en los Estados Unidos por Ronald Reagan y asumida con entusiasmo por la OCDE, el Banco Mundial, el FMI, la Unión Europea y sus Estados Miembros ha logrado lo que parecía a priori bastante difícil de conseguir: que una trayectoria de crecimiento económico y mejora en todos los ratios de lucha contra la desigualdad, tímidamente iniciada a principios de siglo XX en América y Europa pero que desde el final de la II Guerra Mundial había sido enormemente exitosa, haya sido revertida. No debe ser minusvalorado el enorme mérito que tiene abandonar una senda que estaba permitiendo un indudable avance social y económico, constado y percibido por todos, por algo mucho peor, pero a veces estas cosas pasan cuando aún no se es del todo consciente de las consecuencias de ciertos cambios, inicialmente introducidos para intentar ir a mejor, no a peor. 

Sin embargo, pasadas unas décadas, cuando la evidencia sobre estos efectos, así como sobre qué los ha propiciado en gran parte, se ha acumulado de tal forma que obviarla requiere de un esfuerzo consciente y, obviamente, interesado, seguir por este camino como sociedad empieza a ser de una estupidez difícil de concebir.  ¿Será por falta de datos y evidencia? No parece, porque los trabajos al respecto son numerosos. Y conocidos para el gran público también, al menos desde 2013, con la impresionante recopilación de Thomas Piketty en Le Capital au XXIème siècle, de enorme repercusión. Desde ese momento es difícil obviar que todos somos perfectamente conscientes de cuál es el problema, qué medidas en el pasado habían permitirlo atajarlo y cómo, lógicamente, en cuanto hemos dejado de aplicarlas la cosa no sólo se ha reproducido sino que está en curso de agravarse, dibujando un inquietante panorama sobre la previsible evolución futura de la igualdad en nuestras sociedades. No olvidemos que los inquietantes incrementos en la desigualdad nunca se quedan allí, sino que tarde o temprano llevan a problemas de todo tipo. De nuevo, no puede decirse que no estemos más que avisados. Y no por oscuros trabajos académicos de genios  desconocidos, sino por un debate académico y científico que a día de hoy nos permite a todos, gran público incluido, conocer a grandes rasgos la existencia, causa y posibles consecuencias de estos problemas.

Estas disonancias entre el debate político a corto plazo y la reflexión académica a más medio y largo plazo o entre las preocupaciones que hay que atender en lo inmediato y su encuadre en problemas más globales y de largo aliento no son, en cualquier caso, y como ya he comentado, nuevas. Quizás sí pueda extrañar hasta qué punto, eso sí, son presentes en la actualidad y, dada la gravedad de las cuestiones de fondo, que sigan tan desatendidas. Desatención tanto más sorprendente cuanto a poco que uno analice la realidad del día a día es claro que están mucho más conectadas con ella de lo que pueda parecer a primera vista. En todo caso, probablemente, no es este contraste algo nuevo bajo el sol.

Sin embargo, algo más nuevo es constatar cómo la incapacidad de nuestras sociedades para reaccionar y atender estos problemas, la ceguera institucional y política en que vivimos instalados, está provocando que poco a poco los más pacíficos académicos y teóricos de entre nuestros estudiosos empiecen a abogar, de forma cada vez más abierta, por la necesidad de soluciones que han de pasar por la lucha directamente protagonizada por la población en muy diferentes ámbitos, más allá de lo que unas instituciones paralizadas sean capaces o no de cambiar. Empieza a ser cada vez más frecuente leer a los grandes expertos en muchos de los problemas de nuestro planeta, nuestras economías y nuestras sociedades para descubrir que acaban sus análisis concluyendo en la conveniencia o imperiosa necesidad de soluciones no convencionales, desde la revolución al ejercicio de diversas formas de violencia, como única vía factible realista para lograr reencauzar una situación que, manifiestamente, los actuales mecanismos institucionales y políticos se demuestran día tras día como incapaces de afrontar.

El economista Thomas Piketty (izquierda). Foto:EUROPA PRESS

Estas a veces sutiles, pero continuas, apelaciones a la necesidad de retomar los actuales Palacios de invierno de nuestras elites económicas aparecen cada vez con más frecuencia en casi cualquier análisis. Si la obra de Schumacher de 1973 era acertada y atinada en casi todos sus análisis, leída hoy, medio siglo después, sorprende por cierta ingenuidad y confianza en la posibilidad de que por medio del mero debate público se produzca una toma de conciencia general que provoque un cambio relativamente sencillo de activar para evitar el desastre. Un cierto optimismo que hoy se ha trocado en pesimismo. Basta acudir al último libro de Ernest García (en colaboración con Mercedes Martínez Iglesias y Peadar Kirby), Transitioning to a Post-Carbon Society. Degrowth, Austerity and Wellbeing, para detectar cómo el análisis académico se ha vuelto mucho más conflictual, consecuencia de que se ha extendiendo la conciencia de que sin lucha, sin conflicto, contra los poderosos no va a haber manera de parar un colapso que, si no se logra detener a tiempo, dejará grandes destrozos sociales. Desde otra perspectiva, más didáctica, leer a Antonio Turiel y su Petrocalipsis da buena idea de este cambio de actitud.

Directamente conectada con esta primera cuestión está la asunción de que la quema de combustibles fósiles y sus consecuencias sobre el cambio climático no vamos a ser capaces de detenerla sólo con los mecanismos institucionales al uso. Andreas Malm, quizás el máximo especialista en el análisis económico de la transición a la economía de los combustibles fósiles  y sus consecuencias sociales y ambientales a partir de su tesis doctoral sobre Fossil Capital: The Rise of Steam Power and the Roots of Global Warming, donde documenta con rigor los entresijos económicos de la transición a una economía basada en el carbón durante el siglo XIX, ha publicado recientemente opúsculos de batalla como How to Blow Up a Pipeline: Learning to Fight in a World on Fire donde documenta cómo todos los grandes cambios frente a los intereses creados, desde el fin de la esclavitud, la consecución del derecho al voto de las mujeres, el fin del colonialismo o del apartheid, han requerido normalmente de lucha y acciones más allá del plano institucional… y a partir de ahí quien quiera seguir la línea de puntos que entienda a dónde conduce. 

Quien prefiera no hacer la reflexión en solitario, eso sí, puede leerse el último libro, una novela en este caso, de Kim Stanley Robinson, The Ministry for the Future, publicada este mismo año, donde el afamado autor de ciencia ficción nos describe un futuro cercano, a una o dos décadas vista, en el que tras alguna catástrofe climática derivada del calentamiento global y la incapacidad de las instituciones para reaccionar, bancos centrales y gobiernos mundiales sólo se ponen las pilas tras acciones de ecoterrorismo que van desde secuestrar a los participantes en el encuentro anual de Davos y someter a sus participantes a unas semanas de reeducación a directamente abatir cualquier avión que funcione con queroseno que surque los cielos, incendiar y sabotear refinerías o grandes instalaciones fabriles, así como hundir cuantos grandes barcos dedicados al frete a gran escala sea posible.

Pero quizás la llamada a las barricadas, por mucho que sutil y elegante, más notable de las habidas recientemente es la que ha realizado Thomas Piketty en su última obra. Tras El Capital en el Siglo XXI ya comentado, muy centrado en un análisis económico puro y duro sobre el funcionamiento del capital y sus rendimientos respecto del trabajo, unos años después publicó otra obra inmensa más orientada al estudio de las consecuencias del actual modelo sobre la igualdad, con muchos datos y soporte cuantitativo, pero también exponiendo la batalla ideológica subyacente: Capital et Idéologie, publicada hace sólo dos años, en 2019, y elaborada antes de la pandemia. Sólo dos años después, movido por la voluntad de acercar este debate de fondo al gran público, acaba de publicar Une brève histoire de l’égalité (de la que ya hay edición tanto en catalán como en castellano), obra abiertamente política y de batalla, e interesantísima en muchos planos.

Kim Stanley Robinson. Foto: GAGE SKIDMORE

Thomas Piketty, a quien no parece que el Banco Mundial que entrega anualmente los Premios Nobel fake de Economía destinados esencialmente a galardonar (y fomentar la difusión de sus ideas) a señores que trabajan en Universidades anglosajonas y hacen mucha econometría para demostrar que el sistema más o menos funciona y que gracias a ello vamos detectando y descubriendo cada vez más “técnicas” que permiten ajustes “científicos” para garantizar un aún mejor funcionamiento del tinglado, parece tener claro, en cambio, que a pesar de tanto avance científico y de tener cada vez más datos y técnicas de intervención en la economía muy precisas para lograr una constante mejora, oh sorpresa, vamos bastante mal, constatación documenta con abundancia de datos, series históricas y todo el aparataje empírico al uso, extraído de sus obras anteriores, para que no quepa discusión posible sobre cuál es la realidad. A la postre, como explica de modo irrefutable, desde 1980 hemos iniciado una carrera hacia la desregulación y la liberación (y rebaja o eliminación de la fiscalidad sobre el mismo) del capital (y, sobre todo, de quienes lo detentan, claro) que no hacen más que garantizar que éstos cada vez tengan más y que hayamos detenido la tendencia hacia lograr una mayor y mejor redistribución, al haber ido eliminando, o reduciendo, uno tras otro, los instrumentos que habíamos puesto en marcha entre todos a lo largo del siglo XX que sabíamos y teníamos comprobado que sí funcionaban y que, de hecho, llevaban haciéndolo varias décadas con éxito constatado.

Las soluciones propuestas por Piketty, expuestas resumidamente, impresionan si tenemos en cuenta que vienen de un señor que, a fin de cuentas, se sitúa en el carril central de la socialdemocracia europea ilustrada… pero que no está en el debate político del día a día sino en el análisis de fondo puede permitirse extraer consecuencias lógicas del análisis obviando las miserias y modas del debate al uso: estado social más potente con más educación pública y más servicios sociales públicos pagados con más impuestos, que no pasa nada porque lleguen al 70 u 80% en sus tipos marginales más altos; impuestos a las grandes fortunas y a la riqueza, a los grandes poseedores de inmuebles y a las transacciones internacionales; cierre de mercados a empresas que trabajen en paraísos fiscales, con sanciones incluidas; umbrales con impuestos mínimos comunes al capital y a las sociedades a escala global e incluso apelación al uniletarismo por parte de los países que los quieran poner en marcha en defecto de acuerdo mundial; eliminación de facto de gran parte de la deuda externa para compensar por el colonialismo y sus destrozos; tasas de carbono de todo tipo que desincentiven el uso de combustibles fósiles, internalicen completamente costes ambientales y de paso compensen a los países menos desarrollados por emplearlos y haberlos empleado menos…  y así una sucesión de propuestas que sólo una de ellas ya bastaría para poner los pelos de punta a todo nuestro establishment y al supuesto saber convencional que normalmente nos vehiculan los medios de comunicación.

En el fondo, a poco que uno se detenga a pensarlo, estas propuestas no dejan de ser el programa inevitable que se deriva de una visión socialdemócrata moderada como la de Piketty y tantos otros, a poco que declinada de modo coherente. Pero su mera enunciación, y ya no digamos pensar en su aplicación, contrasta enormemente, por acudir a nuestros ejemplos más cercanos, con el día a día del gobierno valenciano del Botànic y su por el momento huera retórica de transformación verde y de nuevo transición hacia un nuevo modelo económico hasta la fecha poco o nada acompañadas por hechos… por no mencionar el choque incluso en el plano de las ideas que suponen estos planteamientos con los del Gobierno del Reino de España “más social, ambiental y redistributivo del Historia” y su obsesión por ampliar el puerto de Valencia sin evaluación de impacto ambiental, cueste lo que cueste, por poner en marcha políticas de vivienda recentralizadas que impidan a las Comunidades Autónomas tomar medidas ambiciosas que no gustan mucho a los grandes propietarios o con su apoyo a todos los países extractores de nuestro entorno en sus conflictos con minorías oprimidas, desde el Sahara Occidental a las componendas con las monarquías saudíes tan amigas de nuestra Casa Real.

Puerto de València.

El libro de Piketty, en concreto, resulta imprescindible, y muy interesante, no tanto por lo que explica e ilustra, que también, como por este salvaje contraste que hace aparecer a un académico socialdemócrata moderado medio, en contraste con nuestros supuestos gobiernos “más sociales”, como un radical de tomo y lomo. Lo que nos dice mucho más de nuestros gobiernos e instituciones que del académico en cuestión. Normal, por ello, que Piketty empiece su obra, y también la concluya, recordando, como Andreas Malm, que todos los grandes avances se han conseguido no sólo gracias a quienes han documentado, estudiado y entendido los problemas, sino también a que además ha habido quienes han ampliado el campo de batalla, si hacía falta, a las calles y las barricadas. Expone la imperiosa necesidad de que entre todos participemos de un debate público informado y ambicioso que ponga estos problemas y sus posibles soluciones sobre la mesa, con una optimista confianza en que ésa haya de ser una vía posible de mejora, pero también deja claro que históricamente con esto no ha bastado cuando había enfrente una gran coalición de intereses que obtenía pingües réditos de oponerse a cualquier modificación del statu quo.  

De nuevo, la línea de puntos la puede seguir quien quiera entender. Piketty deja también claro que una cosa es la labor del revolucionario y otra la del académico, que ambas han sido históricamente necesarias casi siempre, combinadas, pero que la suya es la que es. Y, aun así, impresiona leer cada vez a más señores moderaditos, burgueses, parte de nuestras instituciones y elites, abogando casi abiertamente, a falta de otra vía que parezca mínimamente factible de ir logrando avances reales, llamando a las barricadas. Más que nada, porque cuesta argumentar que no tengan razón.

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