VALÈNCIA. ¿Son conscientes los energúmenos de las caceroladas de banderas y Lacoste de que sus héroes de ficción les despreciarían profundamente si les vieran? ¿Que si Clint-alégrame-el-día-Eastwood les viera ultrajar así la palabra libertad les mandaba de un bramido a la cama, por comportarse como niños pijos malcriados? ¿Que hasta para el buenazo del Capitán América serían objeto de risa? ¿Que Tony Soprano les eliminaría del mapa sin pestañear, por cansinos, y que Tyrion Lannister les dedicaría todo su desdén?
Desde su misantropía o su desorden de personalidad, cualquiera de los superhéroes que admiran en las pantallas les miraría con desagrado. Por niñatos y frívolos, por malas personas y poner en peligro a tanta gente, por egoístas, por su incapacidad para entender la situación, por ser parte del problema y no de la solución y por demostrar que lo único que saben hacer es odiar.
Siempre me ha llamado la atención la distancia que hay entre los comportamientos que admiramos en series o películas y nuestra forma de actuar cotidiana. El respeto al adversario, por ejemplo, tan ausente hoy en día en la vida real. O la importancia de la colaboración mutua, base esencial de todo el Universo Cinemático Marvel o de El señor de los anillos y su defensa del trabajo en equipo, donde cada uno aporta según sus capacidades y suma desde su diversidad; enseñanza elemental que una parte de sus seguidores han debido perderse, visto el panorama. Admiramos o nos sentimos identificados con los valores que mueven a nuestros personajes favoritos, su viaje de redención, cuando se muestran vulnerables, el aprendizaje que obtienen al final del relato. Pero esa identificación se esfuma en la vida real y se la negamos a cualquiera.
En la ficción nos gusta ver seres complejos y entenderlos; admirar su capacidad de cambiar cosas de sí mismos, o de opinión, o de forma de actuar; verles aprender con los desafíos que les pone delante la trama. Nos encandila su grandeza en la derrota pero también en la victoria. Nos encantan sus recovecos, sus debilidades y fortalezas, sus contradicciones. Nos gusta ese Toni Soprano capaz de llorar y de tener ataques de ansiedad, que Don Draper se enfrente a todos sus demonios aunque eso le destroce y rompa su imagen de macho alfa triunfador, que Alicia Florrick salga de su rol de mujer florero y emerja como abogada implacable y ambiciosa. Sin embargo, en la realidad, esto de que la gente evolucione y cambie y que aprenda por el camino, lo llevamos fatal. Si opinaste A, ahora no puedes decir B. Si dijiste que no, no vengas ahora con un sí.
En estos tiempos de pensamiento binario, blanco o negro, sí o no, positivo o negativo, llevamos fatal el matiz, los grises, lo relativo. Qué buenas son las series y películas que muestran esto, pero no me pidas que lo aplique en la realidad, quita, qué complicación. Ponerme en el lugar del otro, intentar entender por qué hace lo que hace, admitir que la realidad, el mundo y las personas son complejos, y que verdad y mentira no son tan rotundas como pensaba. Uf, cuánto trabajo.
Las series procedimentales que nos gustan, e incluso las que no, ahondan en dilemas éticos constantemente, unas más burdamente y otras de forma más sutil. Personajes que han de elegir entre varias lealtades sabiendo el precio que van a pagar elijan lo que elijan. Detectives que deben escoger entre la fidelidad al cuerpo o la justicia. Policías que cruzan las líneas rojas y acaban siendo espejo de los criminales que persiguen. Criminales con corazón. Doctoras que deben sacrificar sus principios por salvar una vida. Abogadas que saben que el sistema no funciona y han de decidir si se saltan las normas o no a favor de un inocente, aunque eso suponga vender su alma al diablo. Espías indistinguibles de traidores, que protegen una patria que les ignora.
En las sitcoms vemos convivir a personas muy diferentes entre sí. Lo que nos cuentan, a través del humor, The Big Bang Theory, Friends, Cheers, Frasier, Las chicas de oro o Modern Family es cómo aprender a vivir con gente diferente, cómo aceptar al otro y respetarle, descubrir que lo que nos une es más que lo que nos separa. Y fuera de las sitcoms es de lo que van Mujeres desesperadas, A dos metros bajo tierra, This is us y tantas otras.
Quienes amamos las ficciones, sean novelas, películas o series, sabemos que, entre otras cosas, sirven para explicar el mundo y comprenderlo mejor. Vivir vicariamente las peripecias de esos seres imaginarios nos enseña cosas, nos coloca ante la diversidad, desafía nuestro sistema de valores y nuestra visión de la condición humana. Pero es desesperante cuando descubres que no a todo el mundo le pasa, que hay quien es refractario a cualquier complejidad. La empatía que somos capaces de desarrollar con los personajes de las series, cómo les entendemos incluso cuando hacen idioteces o se comportan mal, la negamos alegremente a las personas de carne y hueso.
Es asombroso y escalofriante cómo, en estos tiempos de pandemia y crisis, hay gente que se sitúa en la irreflexión constante y, por ende, en la confrontación permanente, incapaz no ya de entender, sino simplemente de escuchar lo que otros dicen. Seguro que admiran a los superhéroes que forman Los vengadores, a Toretto y Hobbs (Fast and Furious), a Harry Callahan (Harry El Sucio), a Tyrion, Cersei o Daenerys (Juego de tronos) o a Carrie y Saul (Homeland), sin darse cuenta de que ninguno de ellos les tendría en la más mínima consideración y despreciaría su comportamiento por estúpido y dañino. No se percatan de que están en las antípodas de aquello que admiran.
Así que si no eres capaz de estar a la altura de la situación, si el miedo te atenaza y no te deja pensar, si solo sabes conjugar el odio piensa en lo que dirían de ti tus héroes y heroínas. Efectivamente: cállate y deja de estorbar. Es bien fácil: si no vas a remar, por lo menos no ayudes a hundir la barca. Palabra de Nick Furia.