Acapulco es, posiblemente, uno de las aperturas más infravaloradas de la ciudad, en un año por lo demás poco fértil en novedades lustrosas.
Abrió va a hacer casi un año en Pintor Salvador Abril, el sector de referencia del mexicano Jose Gloria, por donde han ido circulando, como en un juego de sillas, La Llorona y Casa Amores. En el local original de la primera, Gloria -cuyo gusto siempre diferencia las propuestas que acomete- se reunió con algunos de sus ‘pastores’ de confianza, como Daniel Espino, desde Saiti.
La sencillez de Acapulco no debe confundirse con simpleza. Es un bar de vinos donde se come bien. Con capacidad de sorpresa, sin demasiados clichés: como sucede con la mayoría de ingenios de Gloria, el México que está presente busca separarse (no tanto como le gustaría) de las imágenes mentales heredadas sobre su país.
Como en un buen bar, hay pocas cosas regladas. Escaso corsé. La idea es sentarse e ir recibiendo hasta que las cosas, ay, se nos vayan de las manos. Platillos como el ceviche de pescado azul, el steak sobre patacón, los huaraches (unas sandalias de maíz), el mole poblano, las ostras aguachile o la tarta milanesa (ésta de platillo tiene poco) son satelitales de la propuesta, entregada al vino, pero no por ello residuales o descuidadas.
El corresponsal en la bodega, Ferran Salas, dijo de su carta de vinos que “es una oda al buen gusto a precios modélicos”. Para quienes profundizamos menos, permite hacer descubrimientos luminosos.
En mi primera visita, un turista en solitario con un listado finísimo de buenos lugares para comer y beber en València, entró a Acapulco de refilón y a punto estuvo de no salir de allí. Solo falta un poco de arena enfrente y unas olas para rematar las sensaciones y perder las horas.