VALÈNCIA. Entre acusaciones de abuso sexual por parte de una modelo, Madonna, la solista más importante y poderosa de la música pop, la estrella que reivindicó el derecho femenino a expresar su sexualidad en el pop, cumplirá 60 años el próximo 16 de agosto. De momento, celebramos el 35 aniversario de la edición de Madonna, su primer álbum recordando aquellos maravillosos años.
Hace unos días leí un artículo en The Guardian donde Thurston Moore contaba cosas de Madonna que me hicieron recordar mis veinte años. Decía, por ejemplo, que Madonna, en su etapa previa al estrellato, se había pateado la misma escena neoyorquina que otros muchos artistas de la ciudad que a mí me gustaban mucho. Madonna, recordaba Moore, procede de ese circuito en el cual, a finales de los años setenta y principios de los ochenta, coincidieron nombres como los de Vincent Gallo, Klaus Nomi, Talking Heads, Glenn O’Brien, Jim Jarmusch, Afrika Baambaata, Basquiat, Kid Creole, ESG o Lydia Lunch, en locales como el Max’s Kansas City, Club 57, Mudd Club, CBGB o Danceteria, el club donde ejercía de dj Mark Kamins, primer productor de Madonna. Moore cuenta que tocó con músicos que poco después acabarían en Swans. Peter Crowley, el hombre que programó en Max’s Kansas City desde 1975 me contó durante una entrevista que cerró un concierto con el grupo que Madonna tenía entonces, Emmy, antes de que el club cerrara en 1981. Cuando volvió a contratarlos ya se había deshecho de la mitad del grupo. Crowley se reía al recordar lo que pensó al escuchar su música. Que no llegaría muy lejos.
Madonna pertenecía a la rama abiertamente bailable de toda aquella escena. A la de los grafitis y los maxi singles que alargaban las canciones para las discotecas. El territorio de Keith Haring y Grandmaster Flash. Creo que la diferencia entre ella y el resto es que Madonna siempre fue ambiciosa y los estilos y las escenas eran un medio para llegar al lugar en el que quería estar. Podía estar asociada al productor Jellybean Benitez, pero si tenía que prescindir de él para acceder a otro nivel, no había problema. Hace unos años le preguntaban a Debbie Harry por Lady Gaga. Se habían conocido, decía, y se cayeron bien, algo que, explicaba a continuación, jamás ocurrió con Madonna. Harry, con su imagen sexy de Marilyn Monroe punk, preparó el terreno para que Madonna pudiera existir. Y eso es algo que a la Ambición Rubia no debe de tener muchas ganas de reconocer.
La primera vez que escuché a Madonna fue en primavera de 1983, cuando llegó el single de ‘Everybody’ a Harmony. No tenía ninguna referencia suya. Me pareció música pop festiva y poco más. Luego vino el paréntesis para prestar el servicio militar. Cuando volví a la realidad, Like a Virgin, el segundo álbum, el que la catapultó a la fama, estaba a punto de aparecer. Para entonces Jorge Albi y yo hacíamos radio juntos y por separado en la misma emisora. A Jorge le gustaba mucho la foto de la portada del álbum, Madonna en lencería, y creo que llegamos a poner el single en alguna ocasión. Pero lo que realmente a mí me dejó turulato fue ‘Into The Groove’. Esa canción, placer culpable o no, me volvía loco. En InterValencia teníamos el maxi single americano. La portada era una imagen de la película Buscando a Susan Desesperadamente. Madonna y Rosanna Arquette mimetizadas la una con la otra.
Esa película hizo que me replanteara mi interés por la cantante más allá del estrellato del que comenzaba a disfrutar. La película estaba dirigida por Susan Seidelman que antes había firmado Smithereens, (titulada aquí posteriormente La chica de Nueva York) una película adscrita el cine alternativo neoyorquino en la que Richard Hell tenía un papel importante. Y si Richard Hell había trabajado con Seidelman, eso significaba muchos puntos de credibilidad para Madonna. En Buscando a Susan Desesperadamente había cameos de Arto Lindsay, Adele Bertei y el propio Richard Hell, nombres míticos para mí todos ellos. Así que más credibilidad aún para Madonna. Pero sobre todo, ‘Into the Groove’. Esa canción era tan condenadamente buena que no necesitaba ningún pretexto intelectual para disfrutarla.
Y volvemos a Thurston Moore. En 1985, Sonic Youth se transformaron durante un rato en Ciccone Youth e hicieron precisamente una versión de esa canción, pero a su manera. Usaron el tema original como base y le metieron encima todo el ruido posible. La música original emergía cada tanto en medio de toda aquella avalancha de perversiones. En la cara B del maxi single estaba ‘Burning Up’ convertida en tema punk y cantada por Mike Watt, de Minutemen y fIREHOSE. Qué conceptualización artística más buena, dije yo, que siempre he sido así de esnob. En el fondo estaba feliz al ver que un grupo que me parecía tan transgresor como Sonic Youth se apropiara de un tema tan diametralmente opuesto a ellos como aquel. Dos elementos tan dispares, tan disfrutables por separado, colisionando en un mismo disco. En las entrevistas, el grupo hablaba de un inminente disco de Ciccone Youth que tardaría un par de años en llegar y que, al final, poco más tendría que ver con la intérprete de ‘Material Girl’.
Sonic Youth incorporaron a Madonna como parte de su iconografía en una época en la que casi todo lo que hacían aspiraba a ser el negativo de la cultura oficial de Estados Unidos. La época de Reagan y los grupos de censura, el pop insoportablemente blando y domesticado por capas y capas de teclados que dominaba las listas de éxitos. Madonna era parte de eso pero también era su reverso. En aquel momento –y durante mucho tiempo después- siguió jugando ese papel. Era una figura transgresora. Desafiaba unas reglas que decían que la mujer tenía unos límites en el mundo del espectáculo y que, de traspasarlos, corría el peligro de ser vista como una puta. Ella ignoró todo eso y jugó a ser lo que le apeteció. Rebelde y reivindicativa, perseguida sin cesar por los medios de comunicación. Sexy y desinhibida como pocas mujeres –recordémoslo: Debbie Harry fue la gran excepción-, hizo de su sexualidad una fantasía global diseñada y controlada por nadie más que ella. Las chicas querían vestirse como Madonna y ser desafiantes como Madonna. Los chicos la deseaban. Medio planeta bailaba a su ritmo.
Luego haría ‘La isla bonita’, que era una horterada resultona y más tarde se redimiría con el álbum Like a Prayer, que a mí me sigue pareciendo una de sus obras cumbre. Fuese como fuese, ahí estaba ella, en aquel segundo tramo de la década de los ochenta. Ofendiendo a los puritanos y también a los guardianes de la autenticidad del pop, seduciendo a descreídos como yo. Nunca me ha fascinado excesivamente. A nivel profesional valoro su obra pero a nivel personal sólo me interesan algunos tramos. El inicial, el que la vincula a esa escena neoyorquina de la que se olvidó en cuanto comenzaron a cumplirse sus expectativas (incluso siendo una superestrella gracias ‘Heart of Glass’, Debbie Harry siempre mantuvo sus vínculos con el underground de una manera más que evidente), es uno de mis preferidos.