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la opinión publicada / OPINIÓN

Albert Rivera: como pollo sin cabeza

Foto: EDUARDO MANZANA
22/06/2019 - 

Ciudadanos está haciendo todo lo posible, desde hace más de un año, por ubicarse en la derecha del tablero político. Adquirir pedigree conservador y hacerse acreedor de la confianza de los votantes tradicionales del PP. Todo con el objetivo de obtener el ansiado premio, apuesta estratégica de Albert Rivera: ser el nuevo PP. Lograr la hegemonía en una derecha más escindida que nunca.

Sin embargo, les guste o no (y está claro que al menos a Albert Rivera no le gusta), Ciudadanos se ubica en el centro del tablero. De las tres opciones de derechas, es la menos conservadora (al menos, en el plano de los derechos sociales) y la más moderna. Junto con los partidos nacionalistas, es el único que puede funcionar eficazmente con pactos a su izquierda y su derecha.

El problema, para Rivera, es que esto implica consolidarse como "partido bisagra". Y eso, en España, con el sistema electoral y la tradición política que tenemos, supone verse fagocitado por los grandes partidos. Que Ciudadanos acabe como el CDS de Adolfo Suárez, igual que Podemos puede acabar como acabó Izquierda Unida o el PCE cada vez que pactaba con los socialistas: en los huesos.

Sin embargo, la apuesta de Rivera conlleva dos serios problemas para llegar a buen puerto, esto es: para sustituir al PP. El primero, que Ciudadanos no ha logrado superar al PP, ni en las Generales, ni en las Autonómicas en ninguna comunidad autónoma, ni en las Municipales, ni en las Europeas... En ningún sitio, salvo en las ya lejanas elecciones catalanas de 2017. La noche electoral del 28 de abril, en la que Ciudadanos se quedó a un punto del PP (tanto en España como en la Comunidad Valenciana), fue un espejismo inducido. Un espejismo, porque las elecciones de mayo demostraron que el PP comenzaba a recuperar posiciones, a costa de sus socios de tripartito. Inducido, porque fue Albert Rivera quien se proclamó a sí mismo como "Líder de la oposición". Una vez más, y cada vez va a peor, Albert Rivera confundió sus deseos con la realidad.

Foto: KIKE TABERNER

Con Ciudadanos como socio fiel, cuya lealtad es casi obligatoria por la decisión de aspirar a la hegemonía en la derecha, el PP tuvo muy claro que, a pesar de su mal resultado electoral, podía aspirar a gobernar en cualquier parte en la que las derechas sumaran. Con dos socios que afirman no hablarse entre ellos, y que no tienen más remedio que votar a los candidatos del PP (uno porque es ultraderechista, el otro porque aspira a acaparar todo el voto de la derecha, que no perdonaría veleidades con el PSOE), este partido ha maximizado sus votos como pocas veces se ha visto en España. En todas las comunidades autónomas en las que gobernarán las tres derechas lo harán con un presidente del PP. Lo mismo cabe decir de casi todos los ayuntamientos.

Esto incluye comunidades autónomas en las que el PP lleva décadas gobernando, jalonadas a veces con escándalos de corrupción, como la Comunidad de Madrid, Castilla y León o Murcia. En las tres, Ciudadanos ha obrado como un auténtico pagafantas, apuntalando al PP a cambio de figurar en un segundo plano en los gobiernos autonómicos. Con la desvergüenza que comienza a ser marca de la casa, en Ciudadanos llaman a esto "apostar por el cambio" y la "regeneración". Pero, verdaderamente, no les queda otra salida, si es que siguen pensando que tienen futuro en la disputa por el liderazgo de la derecha. Otra cosa es que verdaderamente lo tengan, claro.

El segundo problema para Ciudadanos es que formar parte del trío de las derechas (del trifachito) implica, necesariamente, pactar con Vox y demostrar "convicciones" al electorado conservador. Pero Ciudadanos es aquí víctima de su pasado reciente, en el que se ha aliado en el escenario europeo con partidos de la órbita centrista-liberal. Partidos que, en la inmensa mayoría de los casos, rechazan de plano cualquier tipo de componenda con la extrema derecha. Particularmente en Francia, donde la amenaza del Frente Nacional, persistente y en aumento desde hace casi treinta años, ha unido a todos los demás partidos contra ese enemigo común.

De manera que Rivera se ha encontrado con que su ridículo juego de espejos para pactar con Vox mientras afirmaba que nunca pactaría con Vox, que ya chirriaba al respecto del pacto en Andalucía, ha tenido que extremarse y retorcerse ante la evidencia de que dichos pactos se estaban extendiendo a múltiples comunidades autónomas y ayuntamientos, en situaciones que no tenían parangón con el caso andaluz (donde los 36 años de régimen socialista funcionaban como aval de la necesidad de que hubiera un cambio). Y en algunos casos (la mayoría, en la práctica; al menos, en los ayuntamientos) con Vox integrando no sólo la coalición de investidura, sino también el Gobierno. También aquí el PP ha jugado hábilmente su condición de intermediario privilegiado entre dos socios mutuamente hostiles, por la vía de decirle a cada uno lo que quiere oír (a Vox, que estará en el Gobierno; a Ciudadanos, que Vox no estará en el Gobierno) y, en definitiva, conseguir el poder en casi todos los lugares en donde podían hacerlo.

Si las trolas de Albert Rivera y Ciudadanos (no hay otra forma más precisa de denominar a estas obvias mentiras de trilero que vienen desplegando) al respecto de su vinculación con Vox no resultan nada convincentes en España, ya hemos podido ver qué sucede con el vecino francés. Probablemente no haya ninguna trola de Albert Rivera desbaratada con mayor rapidez que la de "Macron nos felicitó por nuestras alianzas". El desmentido de Macron ha sido estruendoso.

Hubo un tiempo, hace apenas un año, en el que Rivera se hacía llamar "El Macron español", una estrategia, como vemos, muy habitual en el "Líder de la Oposición": autoinvestirse de títulos que designan no lo que Rivera es, sino lo que querría ser. En esa luna de miel con Macron, presidente francés y líder indiscutible de los liberales europeos, Rivera presentó como un éxito y un aval que el ex primer ministro francés Manuel Valls aceptase coaligarse con Ciudadanos para aspirar a la alcaldía de Barcelona. Ya sabemos cómo ha acabado la cosa: Valls, que desde el principio vio claramente que no tenía nada que ganar asociándose con quienes pactan y se manifiestan con Vox, ha seguido una agenda propia, culminada con su decisión de votar la candidatura de Ada Colau como alcaldesa de Barcelona. La ruptura ya es total, y Valls y Ciudadanos se dedican mutuos reproches y críticas a través de los medios.

Es interesante pensar en las motivaciones de la decisión de Valls: impedir que ERC consiguiera la alcaldía de Barcelona, de enorme importancia (simbólica y presupuestaria) para asentar el proyecto independentista. Lo hizo Valls en contra del criterio de Ciudadanos, un partido supuestamente surgido para impedir que el independentismo logre sus objetivos. En particular, en Cataluña.

El partido, ahora, fiado al supuesto olfato de Albert Rivera, sólo sirve para dos cosas: por un lado, para apuntalar el poder del PP y aportarle respiración asistida para que dicho partido se recupere (curiosa forma de disputarle la hegemonía en la derecha). Por otro, merced a su cordón sanitario al PSOE, que tanto contrasta con sus "no-pactos" con Vox en todas partes, para que los independentistas y los nacionalistas sean cruciales para la gobernabilidad en el Gobierno español y en muchos otros lugares. Y ambas cosas, además, asentadas para los próximos cuatro años.

Habrá que ver cómo evalúan los votantes dichas decisiones estratégicas, pero no se preocupen: seguro que Albert Rivera, aunque saque un pésimo resultado, dirá que todo ha ido mejor que nunca y que suya es la victoria, como Líder de la Oposición y Nuevo Macron.

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