Para que la revolución tecnológica pueda cambiar realmente nuestras vidas es necesario que estemos abiertos a descubrirla y utilizarla para algo más que hacer fotos o mandar 'mensajitos'
Desde siempre he sentido curiosidad por las innovaciones y no he experimentado el vértigo que supone ser el primero en mi grupo de trabajo o entre mis amigos en utilizar una nueva técnica, un procesador de textos alternativo o el más reciente aparato electrónico. También me leo las instrucciones de mis adquisiciones, aunque debo confesar que, en ocasiones, me precipito a usarlas antes de haber terminado. Además, mantengo actualizada mi biblioteca de música y de libros en mi ordenador, que sincronizo de manera puntual con el reproductor de música, el teléfono y el iPad. Y si uso la tecnología de manera activa es porque pienso que me resulta beneficiosa tanto en el ocio como en mi trabajo. En términos económicos, creo que soy más productiva gracias a ella. No me siento esclavizada por haberla incorporado a mi vida. Continúo olvidando de forma regular mi móvil por la casa y consulto el correo electrónico sólo de vez en cuando. Sin embargo, de lo que sí estoy segura es de que hago más o menos lo que hacía antes pero más rápido y mejor.
Aunque es cierto que no es fácil ser consciente de cómo la tecnología ha cambiado nuestra vida, pues su incorporación es paulatina y se ha ido desarrollando a lo largo de muchos años. Por eso, a veces, debemos comparar lo que podíamos hacer 10 ó 20 años atrás y la forma en que trabajamos o nos relacionamos ahora. Los que utilizamos métodos cuantitativos en nuestro trabajo sabemos cuán importante es que la capacidad de computación vaya aumentando de forma tan rápida como lo hace, tal y como predijo Moore en su famosa ley. Justamente hace unos días pude comparar el funcionamiento de dos ordenadores, uno portátil y otro más profesional. En el primero tardé 100 horas en realizar unas simulaciones estadísticas, mientras que con el segundo sólo 10. La diferencia, entre ordenadores de la misma generación pero con diferente configuración, era cuadrática. Esta misma simulación hace 20 años sólo la habría podido realizar recurriendo al centro de cálculo de mi universidad.
Por todo lo anterior he sentido la necesidad de escribir hoy sobre las herramientas tecnológicas y los que las hacen posibles. En los últimos días y de manera inesperada, me he encontrado con un par de artículos de opinión que, de manera bastante furibunda, cargan contra las nuevas tecnologías y, lo que es más sorprendente, contra los que las crean o las desarrollan.
El primero de ellos, a pesar de su título, 'La gran estafa de la revolución tecnológica', es de mayor profundidad y escrito por un periodista científico, Nicola Nosengo. Su principal argumento lo basa en un libro Auge y caída del crecimiento estadounidense publicado por Robert Gordon profesor de la universidad de Northwestern a principios de 2016. Según ambos, la revolución tecnológica no habría sido tal, puesto que no es comparable con la revolución industrial. A pesar de los cambios generados por las tecnologías de la información y la comunicación, el crecimiento económico se ha moderado y la productividad está estancada. De ahí que mantenga una postura pesimista sobre el papel de la tecnología en los próximos años, fundamentalmente por sus efectos negativos sobre el empleo.
El segundo de los artículos apareció en ICON, con el título ‘Ningún algoritmo lleva bigote’. En su columna semanal (donde sustituye a Eduardo Mendoza), el polifacético y enfant terrible Frédéric Beigbeder, presume de agitador cultural y, prueba de su habilidad como polemista, insulta sin ambages a los informáticos y los acusa de ser los que actualmente controlan nuestras vidas. Su columna ha encontrado (como él mismo esperaba) una respuesta acalorada en las redes sociales, con múltiples contestaciones e, incluso, con referencia en Wikipedia (en su versión en español donde, de paso, se ha “modificado” su biografía indicando que no pudo acceder a estudios de informática, quizá en un triste intento por justificar su violento ataque a los programadores).
Son éstos dos ejemplos recientes de una corriente de opinión que está ganando adeptos y que está triunfando en el mismo ambiente en el que lo hacen los detractores de la globalización. Dejando al margen el experimento sociológico de Beigbeder, creo que se pueden dar algunos argumentos (apuntados, con desgana, por el propio Nosengo al final de su artículo) que maticen el catastrofismo de estas predicciones.
Al leer los argumentos de los que piensan que la actual revolución de las comunicaciones y la información es inferior a otros saltos tecnológicos, como la introducción de la máquina de vapor o la electricidad, creo que es necesario, para rebatirlos, hacer un esfuerzo por adoptar una perspectiva histórica. Siempre existe reticencia al cambio: tanto por parte de los que usan argumentos con fundamento económico o científico, como las dudas surgidas sobre los efectos que sobre el empleo tendría la introducción de las tejedoras en el sector textil, a los bulos o leyendas urbanas de la época. Por ejemplo, mucha gente creía que era peligroso viajar en tren por los efectos perniciosos de la “elevada” velocidad sobre el cuerpo humano; o, al inaugurarse el Flatiron Building, primer rascacielos de Nueva York, se pensaba que formaría corrientes de aire que levantarían las faldas de las señoras.
En una sociedad compleja, donde las tecnologías que se están introduciendo son muy sofisticadas, es lógico que transcurra un lapso temporal relativamente largo hasta que sus efectos se perciban y lleguen a todos los ámbitos de nuestra vida. De forma superficial es cierto que hay muchos usuarios que han adquirido aparatos electrónicos avanzados. Sin embargo, ello no significa que sus usuarios, tanto consumidores como trabajadores, estén aprovechando todas las posibilidades que ofrecen. Disponer de la tecnología y asimilarla son dos cosas bien distintas. Por otro lado, dada la rapidez del avance técnico, la consecuencia de la Ley de Moore es que a la vez que aumenta la capacidad de procesamiento y almacenamiento de la informática, los precios de estos productos bajan. El PIB o su crecimiento no refleja, a buen seguro, los cambios cualitativos (aunque no en precio) de los bienes tecnológicos. Que no aumente la productividad de los que los usamos me parece mucho más cuestionable.
Muchas veces se teme lo que se desconoce. Para que la revolución tecnológica pueda cambiar realmente nuestras vidas es necesario que estemos abiertos a descubrirla y a utilizar los medios que nos ofrece para algo más que hacer fotos y mandar mensajitos. Ser joven en una sociedad digital no es garantía de desenvolverse con solidez en el mundo de las nuevas tecnologías. Lo siento, hace falta un esfuerzo adicional: hay que “leerse el manual”. El sistema educativo debe adaptarse (y lo está haciendo en muchos casos) para que las nuevas tecnologías sean herramienta de aprendizaje pero también de desarrollo de ideas, que se conviertan, en las manos de nuestros hijos, en instrumentos para crear nuevo conocimiento y mejorar el mundo en el que vivimos. Y ello exige esfuerzo y aprendizaje. De la misma forma que no nacemos sabiendo hablar, leer y escribir, los niños de hoy en día deben aprender a manejar las nuevas tecnologías puesto que, a pesar de todo, sigue sin existir la ciencia infusa.