el callejero

Ana, la curandera cuántica

19/01/2025 - 

Cuando Ana Carrión era una adolescente de 13 o 14 años y pasaba a ver a su madre al trabajo, su tío Gerardo, uno de los mejores veterinarios de la ciudad, la llamaba y le pedía que metiera sus manitas dentro de una Schnauzer gigante para comprobar si ya habían salido todas sus crías. Así que unos años después, cuando le tocó elegir una carrera, no tuvo dudas: Veterinaria. Pero entonces tenías que salir de València y no era fácil conseguir una plaza, así que su madre, Pilar, consiguió empadronarla en Zaragoza y que estudiara allí la carrera. Cuando acabó y volvió a casa, compartir el segundo apellido, Rojo, con Gerardo, le abrió muchas puertas y le facilitó abrirse paso en la profesión.

Tres décadas y media después, Ana está sentada en el salón de su casa, todo de blanco y rojo, y se toca nerviosa el anillo de uno de sus dedos. Ana ya no es veterinaria, es algo así como una curandera cuántica. O, más bien, una terapeuta que se vale de las energías para curar y tratar al paciente como una suma de cuerpo, mente y energías, pues todo está relacionado, para atinar con la manera de sanarlo. En su casa, dentro de un cuartito, tiene una camilla. “Pero este tipo de terapia permite curar a distancia. A mi hija Patricia la he tratado por teléfono”.

Ana avanza con pies de plomo. Es una persona muy cerebral que selecciona cada palabra con cuidado. Sabe que una mala elección equivale a que alguien la considere, por pura ignorancia, como una pirada. Pero detrás de sus manos hay ciencia y muchas horas de formación. Y, más que eso, una mente abierta.

Pero estábamos en los años 90, cuando su tío Gerardo le dio un busca para que cubriera las urgencias de tres de las ocho clínicas veterinarias y cuando, además, empezó a hacer sustituciones de algunos conocidos. Por aquel entonces, Javi, un vizcaíno de Getxo con el que se casó, se vino a València para trabajar con perros antidroga de la Guardia Civil de Torrent. Allí, en Torrent, surgió una oportunidad que asentó a Ana Carrión como veterinaria. 

Una amiga le habló del Vedat y de la cantidad de perros que había allí de gente que no quería desplazarse a València, así que esta joven veterinaria decidió montar una clínica en el centro comercial que acababa de abrir un indiano que llamó a aquello Las Américas. Su hija le propuso a Ana compartir uno de los locales para, además, lavar y cortarle el pelo a las mascotas. “Pero yo pensé que se iba a cansar de lavar perros y que me iba a tener a mí entre dos clínicas, así que la puenteé, me fui a hablar con su padre y le propuse que abriera yo la clínica. El hombre me dio la razón. Eso fue fenomenal. Tuvimos muchísimo trabajo”.

Un hijo con síndrome de Down

Aquella veinteañera llena de energía se puso a trabajar como una burra. De lunes a sábado, que era el día que la gente iba a los chalets y aprovechaba para visitar a la veterinaria. Y, además, un teléfono de urgencias las 24 horas del día. Muchas veces le tocaba cubrir a los clientes de Juan Tamatit, “el veterinario de los futbolistas”, que llamaban a las tantas por cualquier minucia. Muchas noches salía a cenar con los amigos y antes del postre tenía que irse a atender una urgencia.

Cuando cumplió 30 años, nació Álex, su primer hijo. Nada más dar a luz, todavía en el paritorio y cogida de la mano de su tía Asun, escuchó a su marido hablar con el pediatra. Algo pasaba. Su hijo tenía síndrome de Down. Ana, en ese preciso instante, tomó una decisión y la verbalizó mientras apretaba la mano de su tía. “Me acuerdo que dije que era lo que había y que las cosas siempre pasan por algo, así que teníamos que asumirlo cuanto antes porque era lo mejor para todos y lo más práctico. Pero te quedas en shock y tienes que hacer una especie de duelo y crearte unas expectativas nuevas. Mi familia cerró filas. Javi se desmoronó y me tocó a mí darle la noticias a mis suegros”.

En aquella época, la veterinaria ya tenía interés por todo aquello que se saliera de lo tradicional, Su amiga Carolina le había hablado del ‘rebirthing’, del renacimiento, esa filosofía de que las cosas pasan por algo. Asindown les enseñó una lección vital: los niños con ese síndrome tardan más en aprender a hacer determinadas funciones, pero aprenden. “Eso te da seguridad”. Así fue como comprendió que si quieres estimular a un niño Down has de organizarle una agenda de ministro. “Los tres primeros años de vida son vitales. Vas anticipándote a todo lo que le va a pasar. Yo dejé de trabajar por las mañanas porque iba con él a natación, logopedia, estimulación… Y por las tardes iba a la clínica”.

Poco después llegó su hermana Patricia. “Era una niña muy despierta y ayudaba mucho. Estaba muy espabilada, no era lo habitual”. Álex empezó a estar más triste y a coger más enfermedades. Se convirtió en un niño más vulnerable. La tía Asun le aconsejó que lo llevara a La Fe. Siempre tuvieron un vínculo muy fuerte. Álex, en cierto modo, se convirtió en el hijo que no tuvo Asun y al niño se le caía la baba con ella. Días después, recibió las analíticas y escondían una palabra demoledora: leucemia.

La familia se organizó para ir al hospital. Ana iba por las mañanas y por la tarde atendía a su hermana. Asun pasaba las tardes con Álex. Y las noches eran para Javi, la abuela Pilar y Eva, la hermana pequeña de Ana. Fueron años difíciles y ahí, en mitad de la tormenta, llegó también Marta, la tercera hija. “Iba de cráneo”. Pero la buena noticia fue que Álex superó la leucemia. Dos años después, cuando su madre le ponía una crema hidratante, las manos de Ana, muy sensibles por sus años tratando a las mascotas, detectaron algo raro en los testículos del niño. Otros tres años de hospitales.

Un duro golpe

A los nueve años, Álex era, al fin, un niño sano. Las chicas entraron en el Liceo Francés y los profesores no tardaron en recomendarle a los padres que Patricia adelantara un año. “No sé si es superdotada. Nunca quise ponerle una etiqueta porque tampoco se la quise poner a su hermano”. Cuando Marta ya había cumplido un año, Gerardo animó a Ana a volver a la profesión a su lado. Patricia, una niña que había aprendido a leer sola, saltó un curso. También llegó el divorcio. Tiempos de cambios.

Entonces alcanzaron 2008 y aquel viaje, en verano, a Formentera. Ana se levanta del sofá y llena unos vasos con agua. Pega un trago y vuelve a sentarse. Empieza a tocarse el anillo otra vez y reanuda el relato de su vida. El crudo recuerdo de aquella mañana que dejó a los niños, con un par de adultos, en la casa de su amiga Pepa, cerca de cala En Baster. Las dos amigas se fueron a hacer unas compras y a dar un paseo por Sant Francesc. Al volver, se encontraron al marido de Pepa, a la interna y a los hijos de las dos buscando a Álex por los caminos. Era 12 de agosto y un tórrido y pesado aire de poniente barría la isla. Hacía mucho calor.

Ana y Pepa se sumaron a la búsqueda. Llamaron también al 112. Se movilizaron en busca de aquel niño de nueve años que se había despertado sonriente y con ganas de guasa. Después de un buen rato, Ana recapacitó y pensó que Álex siempre había sido “un comodón” y, además, no le gustaba el calor. No podía estar lejos. “Así que volvimos a empezar desde cero y, al pasar al lado de mi coche, vi sus zapatillas colocadas en el asiento de atrás. Abrí el coche y me lo encontré allí. Tenía una cara plácida, no de sufrimiento, y cerré el maletero porque vi que venía uno de los hijos de Pepa. Fui corriendo hacia mi amiga y ya nos abrazamos y vino la policía. Mandamos a los niños a casa de unos amigos. Y ahí quedó la cosa”.

El forense, en Ibiza, determinó que Álex se había muerto por una hernia de Bochdalek. “Al menos no había sufrido una muerte lenta. Intentamos llevarlo lo mejor posible porque estábamos rodeados de niños y porque soy veterinaria y sé que la muerte forma parte de la vida. Lo que quiero pensar es que fueron unos años buenos en los que Álex nos enseñó muchas cosas, y que, cuando ya nos las hubo enseñado, pues se fue… Tuvo una buena infancia y no tuvo tiempo de sentir el rechazo y la discriminación de la adolescencia. La vida es cambio, es movimiento, y pasan cosas que tienes que asumir”.

La terapia cuántica

Se nota que hay mucho trabajo ahí detrás. Ana no se derrumba al recordar la muerte de su primogénito, un niño repartido en infinidad de fotografías por toda la casa. La vida sigue y la suya continuó empezando de cero. Ana abrió una clínica en el local que había quedado vacío tras la jubilación de su padre. Al poco de abrir, sintió que se había equivocado. Con 45 años no tenía la energía de los 25. El cuerpo le pedía dedicarse a algo diferente. Quizá, desmarcarse del pasado. Fue entonces cuando empezó a explorar el mundo de las energías.

Ana contactó con Rubén Álvarez, que impartía en Barcelona una formación de dos años de kinesiología unificada. “A través de un test muscular, el cuerpo responde a una serie de ‘preguntas’ que le haces a nivel subconsciente. Tienes un sí o un no y a raíz de eso vas explorando para ver si su problema va por el camino físico, emocional, nutricional… Empecé con ese curso y la persona con la que compartía mi vida, mi segunda pareja, salió corriendo de repente. El aprendizaje estuvo un poco limitado porque mi estado anímico no era el idóneo. Durante el segundo año, una de las compañeras me habló de la terapia cuántica, que la iba a hacer y que había una formación en València. Me animé y la hicimos. 

Me gustó mucho y me pareció muy útil. Al trabajar con animales desarrollas unas habilidades que luego te pueden ayudar: las manos, la intuición, el ojo clínico… Todo esto me alineó mucho con esta terapia. Ya estaba fuerte y empecé a practicar con todo lo que tenía a tiro: animales, plantas, personas… Se puede hacer incluso a distancia. La energía son ondas electromagnéticas que están ahí. Yo he tratado a mi hija Patricia cuando estaba en México. El año pasado tenía una paciente de Melbourne. A mi padre, al otro lado de la calle. La cuántica es así. Esto está explicado matemáticamente por el principio de entrelazamiento cuántico”.

Así es como dio otro salto en su vida. Su nuevo oficio acarrea incomprensión y miradas suspicaces de quienes escuchan a qué se dedica: terapia cuántica. Pero Ana cree firmemente en lo que hace y no le importa lo que piensen los demás. Bastante ha soportado ya en esta vida para que le afecten las dudas de otros. “Todos y todo tiene una vibración. Nosotros tenemos que estar en coherencia. Cuando la perdemos es cuando tenemos enfermedades, lesiones, problemas emocionales… Necesitamos equilibrar a la persona para que esa frecuencia siga siendo la correcta. No es magia: necesita su proceso, aunque hay veces que es rápido”.

Ahora es cuando se le nota esforzarse en qué palabras utilizar para describir lo que hace en su nuevo oficio. “Desde antes de nacer vamos acumulando traumas en el ADN. A veces ya naces y están en tu subconsciente, pero no los conoces. Y como nuestra naturaleza es muy sabia, va compensando. Lo vas llevando hasta que un día ya no puedes más. Entonces tienes una problema emocional o una lesión. Y a veces resuelves una lesión y se soluciona un problema emocional, y viceversa”.

Sus nuevas herramientas son muy diferentes a las que había utilizado hasta ahora. Sobre el tablero, flores de Bach, minerales y un diapasón del que se aprovechan los beneficios de su vibración. Un mundo. La desconfianza abunda en España, pero ella cree firmemente en lo que hace. Y habla de los meridianos energéticos (una red de canales que conecta todos los órganos, tejidos y células). O cita a referentes como el neurocientífico Mario Alonso Puig. “Se está demostrando que el 90% de las enfermedades nos las provocamos nosotros con nuestros pensamientos y nuestras vivencias. 

¿Qué hacemos con las cosas que nos pasan? Yo creo que hice un buen duelo con Álex, pero hay otras cosas que me ha costado más asimilarlas. La gente que ha trabajado su crecimiento personal o hace meditación es más permeable a las terapias y es más consciente de los cambios que se producen o las sensaciones que tienen en el cuerpo. Porque la terapia cuántica hace que liberes estos traumas que tienes bloqueados y que el organismo va encapsulando para que puedas funcionar. Con la terapia se van deshaciendo y se libera la energía a través del movimiento de la persona: un movimiento más expansivo, más yang, o un movimiento más yin, quedarte como que no puedes levantar los brazos, sentirte pesado, temblores…”.

Esta es su nueva vida: terapia cuántica, neurociencia, yoga, meditación… Y los recuerdos en fotografías enmarcadas por toda su casa. Sus padres, en blanco y negro, cuando eran jóvenes. Las chicas, que ya dejaron atrás la adolescencia. Y Álex, claro, un niño que te sonríe desde todos los rincones de la casa, una casa por la que entra una preciosa luz a chorro. Porque después de la oscuridad siempre irrumpe la luz.

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