¿Cómo evolucionan nuestras filias y fobias culturales? ¿Qué nos hace alejarnos de esas creaciones que nos maravillaron hace años? ¿Y qué tienen ciertos títulos para seguir acompañándonos fielmente?
VALÈNCIA. Comenzaremos con una escena de terror. Interior, noche. Te invade la nostalgia y decides volver a ver una película que hace años te maravilló. Ante tus pupilas desfila una pieza cinematográfica abominable.El trauma adopta el disfraz de un interrogante: ¿esa cinta fue siempre un bodrio o el paso del tiempo te ha hecho cambiar de opinión al respecto? Otra variante en códigos literarios: regresas a esa novela con la que te obsesionaste en tu veintena. Esa en la que puede que basaras gran parte de tu personalidad juvenil. Unas pocas páginas son suficientes para que te embargue el bochorno.
A no ser que vivamos aislados e incomunicados en un cubículo de la Antártida, podemos presuponer que nuestro cronograma vital va incorporando nuevas referencias y desechando otras, pero, ¿por qué algunos títulos y artistas se quedan anclados en nuestras entrañas para siempre y otros se convierten en fantasmas de los que salir corriendo sin mirar atrás?
En el caso del director y guionista Pau Martínez, sus filias creativas “han ido cambiando conforme he ido aprendiendo a vivir o, mejor dicho, sobrevivir. No eres la misma persona con 50 años que con 18 o 25”. Vamos, que eso de mantenerse vivo y hambriento implica muy frecuentemente cambiar de idea, asomarse a nuevos entusiasmos y abandonar frenesís ya marchitos. En esa construcción de los gustos culturales propios, la traductora Gudrun Palomino destaca como factor fundamental Internet: “y, con ello, la cultura anglosajona. Fueron clave Twitter, Tumblr y Youtube. Sigo consumiendo contenido a través de las plataformas y sigo conociendo a personas con mis mismos gustos de igual manera”.
Para la fotógrafa Selen Botto, esas querencias comienzan en la infancia “en casa, con los iconos culturales de nuestra familia. Al hacernos mayores cambiamos de entorno y caemos en otras dinámicas. Es entonces cuando nuestro universo cultural se expande”. En su caso, esa evolución también está marcada por los saltos geográficos: “crecí en Italia y viví allí hasta 2014. Hasta entonces, mis referentes culturales pertenecían a ese entorno. Además, mi madre es turca, así que he viajado todos los veranos a Turquía, algo que también conformó mi mapa cultural”. Con su mudanza a España hace una década, comenzó a establecer unas cartografías “en un país que solamente era mío, ni de mi padre ni de mi madre. Ahí es cuando entré en contacto con productos culturales y artistas muy diferentes. Fue un gran cambio en mi vida”.
También en esa patria que para Rilke es la infancia se centra la escritora y gestora cultural Paola M. Caballero cuando aborda sus intereses primigenios: “de pequeños absorbemos lo que nos rodea, y eso configura, al menos en parte, lo que nos gusta. En mi hogar los musicales eran parte de la vida diaria porque mis padres trabajaron en el teatro. Escuchar esas obras me sumergió en un mundo que, sin darme cuenta, se convirtió en un aspecto esencial de mi identidad”. Como hemos venido a jugar fuerte, plantea una duda existencial: “me pregunto, precisamente, si mi amor por ciertas creaciones nació de una afinidad genuina, intrínseca, o simplemente porque era lo que más accesible”.
Si transformar nuestros afectos artísticos es un proceso habitual del ser humano, toca preguntarse qué elementos intervienen en esas remodelaciones del entusiasmo. Según Martínez, el catalizador es la llegada de nuevas influencias: “cuanto más lees o más películas, ves pones en contexto obras cuyas referencias a lo mejor desconocías o descubres otras que han ido más allá a nivel autoral o creativo”. De hecho, según Botto, esa mutación en nuestras pasiones no solo es necesaria, sino deseable “para avanzar es imprescindible estar abiertos a nuevos puntos de vista. Las personas que no están dispuestas a ampliar sus horizontes se quedan ancladas a ciertos gustos y miradas, no salen de allí. Y eso te acaba haciendo muy conservador”.
‘Eso sí que era buena música y no lo que escuchan ahora, que es todo ruido’. ‘Ya no se hacen películas como las de antes’. Estas sentencias que se rebozan en defender que cualquier tiempo cultural fue mejor no encuentran precisamente simpatía en Martínez: “me da pena la gente que confunde los tiempos felices asociados a su juventud con que el cine o la música de su época es la única que vale la pena. Esa tendencia a recrearse en la nostalgia o el remember me da ‘cosica’, por decirlo de una manera amable”.
“Mis gustos han cambiado porque yo he cambiado – incide Caballero–. Cuando era más joven, me atraían las historias con argumentos fuertes y directos. Al madurar, he desarrollado una mayor afinidad por lo sutil, lo poético, lo que no necesariamente está en la superficie, sino en las capas más profundas. Ahora disfruto más de películas que me desafías a través de su fotografía o que me dejan pensando en sus matices. Esto refleja un cambio en cómo veo el mundo y lo que busco en el arte: ya no es solo entretenimiento, sino una forma de conectar con algo más profundo dentro de mí”.
Aquí Palomino introduce otra derivada: el fenómeno fan: “echo de menos el fervor con el que fui fan en la adolescencia, aunque agradezco vivirlo desde una perspectiva más adulta. Echo de menos dedicar mi tiempo libre con tantísima energía a ser fan, ahora estoy mucho más cansada. No me pasa tanto con la literatura, supongo que la veo ya como parte de mi trabajo. Pero me resulta muy curioso el fenómeno fan alrededor de autoras como Mariana Enríquez (a quien adoro escuchar en entrevistas, y quien más ha defendido el 'fenómeno fan') o con libros de Taylor Jenkins Reid como Los siete maridos de Evelyn Hugo o Daisy Jones & The Six. Por otra parte, ahora, como fan, me centro más en productos audiovisuales que en otro tipo de manifestaciones. Si antes me pasaba horas viendo entrevistas de grupos o cantantes, ahora suelo ponerme de fondo mientras trabajo entrevistas a actores como Paul Mescal o Josh O'Connor (de quien me enamoré con La quimera)”.
Y llegamos a la madre de todos los melones cuando de pasiones culturales se habla: ¿por qué algunas obras o artistas antes nos maravillaban y ahora nos generan, en el peor de los casos, un rechazo total y, en el mejor, una insípida indiferencia? ¿Qué nos hace cambiar de forma drástica nuestra perspectiva sobre un creador y su trabajo? ¿Traicionamos a nuestros yoes pasados al alejarnos de los títulos que amábamos? Entre los sospechosos habituales: separar la obra del artista, explorar contextos, sentirnos decepcionados por nuestros ídolos, recordar cómo nos fascinaron ciertas creaciones en plena efervescencia juvenil… y temer que el reencuentro no sea satisfactorio.
Este ejercicio de buceo interior no es nuevo para Martínez: “intento reflexionar sobre por qué determinados títulos o autores me gustaron tanto en su momento y ahora no me apetece revisionarlos. La respuesta está en mi evolución y no tanto en los creadores. Ahora no me acercaría ni con un palo a nada escrito por Houellebecq, cuando en mi postadolescencia algunos de sus libros me impactaron. Me parece un personaje gracioso como meme, poco más. También me da apuro releer La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera, aunque algún día lo haré. Son libros que, por la manera en que están escritos, supongo que es normal que seduzcan a lectores jóvenes”. Imposible adentrarse en estas coordenadas y que no aparezca Woody Allen: “para mí Annie Hall sigue siendo una película referencial, igual que algunas de sus cintas posteriores. Sin embargo, sabiendo lo que sé ahora del personaje no puedo ni plantearme volver a ver determinadas obras suyas. No quiero ni pensar el rechazo o repugnancia que me provocaría ver a un Allen de 40 años tener relaciones con una chica de 17 en Manhattan”, confiesa.
Palomino no ha vivido un tránsito del amor al odio, pero sí del fervor a cierta apatía: “mis gustos no cambian tantísimo, sino que se pierde poco a poco el interés para dejar pasar otros nuevos. Sigo escuchando a cantantes y grupos que escuchaba con doce. Me ha pasado con los Jonas Brothers: disfruto de la música que sacan, vuelvo a escuchar los discos que me gustaron de pequeña, pero disto mucho en cuanto a aspectos personales de los integrantes (por ejemplo, Nick tuvo a un hijo a través de gestación subrogada) o con gestiones de giras sobre las cuales muchas fans se han quejado en redes sociales. No lo veo como una traición, en absoluto, pero me apena. Con Taylor Swift he ido por épocas: de pequeña me encantaba, fui a verla en directo con 13 años. Pero con 1989, Reputation o Lover dejé de seguirla tanto. La escuchaba, pero me era indiferente. Volví a reconectar con ella con folklore”.
Por su parte, Botto propone reencontrarse con quien una vez fuimos a través de esos gustos perdidos: “si me pongo a escuchar una canción Avril Lavigne, que me encantaba cuando era adolescente (como nos pasaba a muchas chicas de mi edad), me transporta a esa época, es como un viaje al pasado. Ahora no me gusta para nada, pero no la odio”. También encuentran aquí espacio sus contradicciones: “siempre me ha encantado Mina, y lo sigue haciendo, pero muchas de sus canciones de los 60, aunque sean piezas increíbles, no encarnan en absoluto los valores con los que me identifico”.
Para Caballero la palabra clave aquí es ‘contexto’: “antes escuchaba una canción sin pensar demasiado en quién estaba detrás. Ahora, sin embargo, ese entorno importa. Saber más sobre las circunstancias de esa obra puede cambiar mi percepción de la misma y llevarme a un conflicto interno. Algunas películas que antes adoraba ahora me resultan difíciles de disfrutar tras descubrir aspectos conflictivos sobre sus directores o actores. Siempre me ha encantado la música de Gainsbourg, pero conocer su vertiente más problemática hace que ya no pueda relacionarme con ella igual. Esto es algo doloroso, como romper una relación tóxica con alguien a quien todavía quieres. También hay obras que, a pesar del tiempo y los cambios, han permanecido conmigo, son viejos amigos que forman parte de mi vida aunque ya no nos veamos tanto. Igualmente, descubrir más sobre la lucha personal de artistas, como Amy Winehouse, puede hacer que su música me toque de manera más profunda y personal”.
Hay pasiones variables, volátiles fugaces. Y otras que perduran más allá de los calendarios. Pasiones que resisten a la erosión existencial. Nos detenemos ahora en ellas. A veces, ese gozo no solo se mantiene en el tiempo, sino que aumenta: “el cine de Agnès Varda me gustó mucho en mi juventud, ahora incluso lo disfruto más. Me ocurre también con Spike Lee, quien tuvo una enorme importancia en mi decisión de dedicarme al cine. Nola Darling o Haz lo que debas me siguen pareciendo brillantes, aunque él como cineasta actualmente no me interesa mucho”, explica Martínez. ¿Más filias persistentes? “La obra de Kieslowski o Paris, Texas, que intento ver una vez al año. También los relatos de Raymond Carver, que me emocionan como la primera vez. Son artistas que me acompañarán siempre”.
Para Botto ese fervor tiene señas niponas “desde hace años me encanta Haruki Murakami, me hace entrar en una atmósfera muy especial. Puedo leer libros de distintos temas, pero luego necesito regresar a Murakami. Es como volver a un puerto seguro. Me tranquiliza saber que me quedan muchos títulos suyos por descubrir”. “Hay ciertos artistas y obras que han sido un pilar en mi vida, sin importar los cambios que haya experimentado. Estos gustos, profundamente arraigados en mi esencia permanecerán conmigo”, teoriza Caballero. Su constante también porta nombre propio: Robe Iniesta. “Su música ha sido un refugio y sigue resonando en mí de una manera que muy pocos creadores consiguen”. Y, a fin de cuentas, ¿no es esa inusual alquimia lo que buscamos en el arte (y en la vida)?