“Ya se retira el mar con sus estatuas” fue un verso aparecido en el diario El Mundo un 7 de septiembre de 1997. Lo firmaba, como decía, Francisco Umbral y lo escribió para abrir una columna de título “Elegía”. Cada verano, cada septiembre, regreso a él como las olas, y entiendo su rumor y su tristeza.
VALÈNCIA. También estas letras pasarán pronto. Material fungible. Palabras sueltas. Cartas de mañana, ecos de tarde, apenas un recuerdo al día siguiente. Que el tiempo nos devora, lo sabemos, como un cuadro de Goya, inevitable, pero esta atrocidad de olvidar tanto arrastra hacia la nada la belleza, lo cursi, lo manido, lo importante, cualquier descubrimiento extraordinario, cualquier instante mágico del día. Nunca tuvimos tanto sin saberlo. A veces he encontrado más verdad en un escrito aislado entre noticias.
Aprendimos de Francisco Umbral que es el estilo lo que salva el mundo. Que la forma de las cosas es el mejor bálsamo para septiembre, para los lunes o para las tardes de invierno en que anochece demasiado pronto, en esta insistencia del calendario por que venga el día siguiente. Vivimos consumiendo los instantes, fulminando los acontecimientos que en otro tiempo componían la historia, acumulando hitos y últimas horas. Tenemos sin saberlo la amenaza de no recordar mañana lo que nos emocionaba ayer, de vivir sin continuidad, a fogonazos. Cuantos más archivos tenemos, menos concentración.
Los tangos de hace cien años ya se lamentaban de lo mismo. Y Baudelaire. Y José Martí: “de gorja son y rapidez los tiempos”. Porque el futuro era la promesa de la felicidad y de la plenitud, la satisfacción de ser el resultado de aprendizajes, logros y fracasos que nos moldearían hasta la madurez. Pero ¿cómo vamos a sobrevivir a nosotros mismos sin atar al recuerdo tantas palabras y tantos logros y, sobre todo, tantos fracasos?
“Ya se retira el mar con sus estatuas” fue un verso aparecido en el diario El Mundo un 7 de septiembre de 1997. Lo firmaba, como decía, Francisco Umbral y lo escribió para abrir una columna de título “Elegía”. Cada verano, cada septiembre, regreso a él como las olas, y entiendo su rumor y su tristeza, que es capaz de contener esa época de sol que toca a su fin. “Aquí fuimos felices, paraíso […]. Nuestra dicha se cuenta por veranos”.
Y parece mentira que al 7 de septiembre le siguiera un 8 de septiembre, lunes, en que los diarios informaban de la muerte de Mobutu Sese Seko por un cáncer de próstata, del empate a nueve equipos en la parte alta de la liga o de los funerales de la madre Teresa de Calcuta. “Hay más playa que mar y eso da miedo”… prefiero borrar sus nombres a olvidar por completo este verso que no he entendido nunca.
Es tanto el placer y tanto el sufrimiento para cubrir una página que todo se deteriora al sacarla a la luz. Escribir es, en realidad, un acto íntimo. Por eso, estos versos, las frases entresacadas de ciertos artículos, son patrimonio de la intimidad. Porque nadie volverá a ellos, me da la impresión. Nadie los recordará al día siguiente. Solo nuestra memoria de vez en cuando, ante una alarma o un mecanismo del subconsciente.
Como esa acumulación de frases que es la vida, según Rosa Montero: “La alegría de vivir. Y la fugaz y espléndida belleza. Una noche de angustia. Intuición de la muerte. Una mano en la tuya. La cama es una balsa en mitad del naufragio. Una novela leída al lado del lecho de un enfermo mientras llueve”. Y que cada vez que busco el texto, escojo un fragmento diferente.
Como esa columna de Manuel Vicent en que narraba cómo el coche en el que viajaba salía disparado de una curva y toda la maraña de problemas y de angustia se disolvía en el instante en que estaba a punto de morir, y una vez pasado el trance regresaba a las preocupaciones que no tenían importancia. Lo leí hace quince años y me fascinó como me fascinaría poco después aquel microcuento de Julio Cortázar que se titulaba “Amor 77”: “Y después de hacer todo lo que hacen, se levantan, se bañan, se entalcan, se perfuman, se visten y, así progresivamente, van volviendo a ser lo que no son”.
Fue flor de un día el alegato de Pedro Lemebel contra los chorros antiabortistas del Chile que no cesa (o que no cesa, de momento, a la espera de la refundación constitucional que se entrevé en el país). Su texto brillaba entre tanto argumentario consabido, ante tanta cantinela sin forma, y sin embargo hoy es solo carne de blog y de repositorio académico. “Si no eres dueña de tu cuerpo, mujer, ¿de qué mierda eres dueña?” se preguntaba para orientar a los desorientados. Más allá de la consigna, daría un no sé qué por tener alguna vez, una sola vez, su audacia expresiva: “esa monserga de la vida, del huevito, del feto de días que piensa, canta ópera y recita la Biblia, el feto filósofo que es más que un ser humano. Quién sabe, quién tiene la seguridad del momento cuando empieza el mambo de la vida”.
Desde hace un tiempo solo veo en las librerías recopilaciones de esos textos mínimos, deshechables. Papel para envolver el bocadillo del día siguiente. Enrique Vila-Matas, Manuel Vázquez Montalbán y sus crónicas futbolísticas, Manuel Chaves Nogales y su reflexión diaria… Sobresale un libro de Acantilado, La eternidad de un día, una compilación de artículos literarios publicados a caballo entre el siglo XIX y el XX, con firmas de Walter Benjamin, Thomas Mann, Heinrich Heine, Hermann Hesse, Stefan Zweig o Robert Musil. Los más grandes con lo más pequeño.
A veces creo que el periodismo es la mejor escuela para forjar estilo. Un ejercicio del que nadie se acuerda al día siguiente. Un ensayo para cuando escribamos de verdad. Aunque algunas veces suceda el milagro.
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