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LA LIBRERÍA

'Apuntes sobre el suicidio', un ensayo de Simon Critchley para entender la autodestrucción

El filósofo británico nos ofrece en este nuevo trabajo una ilustrativa visión de conjunto de un fenómeno poco comprendido, muy criticado y sobre el que habitualmente pesa un gran silencio

11/04/2016 - 

VALENCIA. Es ese gran elefante en mitad de una sala al que todo el mundo ve pero del que nadie quiere hablar, un suceso que cuando tiene lugar cerca genera, además de dolor, una onda expansiva de incomodidad que obliga a mantener sus detalles en secreto por miedo a los juicios de los demás, a la reprobación, a las conclusiones erróneas. Parece que la vida nos pertenece y que eso nos da derecho a ponerla en peligro de mil maneras distintas -conduciendo más rápido de lo deseable, comiendo carne roja, fumando, practicando deportes de riesgo, desempeñando un oficio potencialmente letal-, incluso a sacrificarla llegado el caso por una causa mayor y noble, como salvar la vida de un ser querido, pero no a zanjarla del modo que escojamos por nuestra propia voluntad. El hecho de quitarnos la vida todavía lleva marcado a fuego y en mayúsculas la palabra 'tabú'.

Sin embargo todo el mundo, en su fuero interno, ha imaginado más de una y diez veces qué método emplearía para marcharse del mundo si tuviese que elegir. El ya fallecido artista Miguel Bocamuerta compuso antes de suicidarse una canción desenfadada y pegadiza sobre esta decisión en la que decía que no sabía “si ahorcarme o tirarme desde la azotea, tragarme completa la farmacopea, meterme en el baño a treinta y siete grados, cortarme las venas, morir relajado, robarle a mi hermano que caza venados la escopeta que usa y pegarme en la sien, o tirarme a las vías del tren y morir como un perro”. Puede que a muchos un tema de estas características les genere rechazo, incluso que les parezca de mal gusto. ¿Por qué? Al fin y al cabo, morir es algo tan común como vivir. Que el desenlace sea uno u otro, a priori, no debería ser tan relevante. Pero el suicidio molesta, y el filósofo británico Simon Critchley ha decidido explicarnos por qué en Apuntes sobre el suicidio, un educativo ensayo publicado recientemente por Alpha Decay en el que aborda el asunto con menos distancia de la que podríamos suponer en un principio, teniendo en cuenta que el texto arranca con esta frase: “Este libro no es una nota de suicidio”. 

¿Ser o no ser? Sin estar expresamente censurado en las Escrituras que tanto definen nuestra forma de pensar actual -sí por ejemplo en el Corán-, nuestra herencia cristiana nos ha alejado de consideraciones menos críticas con el suicidio, algunas tan antiguas como Séneca y los estoicos, quienes opinaban que uno debe vivir mientras deba y no mientras pueda. ¿Por qué entonces es pecado el suicidio? Critchley nos da la respuesta: “la vida, para el cristiano, es algo que le es dado a uno -un datum- sobre lo que tenemos derecho de uso, usus, pero no de gobierno, dominium, pues este último sólo puede ser privilegio de Dios. Matarse es ejercer un dominio sobre la propia vida y arrogarse un poder que sólo puede ser propiedad de la deidad. Por eso el suicido es pecado. Un auténtico cristiano ha de luchar contra el dolor y seguir combatiendo como un soldado”.

Pese a que el suicidio ha sido contemplado como un acto subversivo desde hace siglos, por librar en última instancia a quien lo llevaba a la práctica del poder de reyes, emperadores y representantes de dioses, sin que estos pudiesen hacer nada para impedirlo, es la concepción religiosa del mismo la más arraigada en las sociedades que han crecido a la par que los tres mayores credos monoteístas. Esa programación sigue instalada en nosotros, seamos creyentes o no. Por supuesto, también existen otros juicios que lo revisten de un aura maligna; en muchas ocasiones el suicida deja tras de sí heridas graves en sus seres queridos, e incluso situaciones críticas para aquellos que dependían de él, razón por la cual quien se quita la vida es tachado muchas veces de egoísta o de irresponsable. Cuenta Critchley que un día después de que el actor Robin Williams se suicidase, las llamadas al teléfono de la esperanza en Estados Unidos se doblaron desde las 3.500 de un día normal a unas 7.400. ¿Podríamos culparle por ello? ¿Qué tendría que haber hecho? ¿Tiene sentido obligar a alguien a seguir viviendo pese a que se encuentre, por ejemplo, bajo las garras del “horror gélido” de una depresión o sufriendo terribles dolores a causa de una enfermedad terminal? 

El tratamiento que se le ha dado al suicidio, en la prensa por ejemplo, ha ido evolucionando. Del silencio para evitar la fascinación y el efecto contagio -el llamado efecto Werther o copycat-, se ha pasado a publicar cifras que ilustran una tendencia. Ocultar que últimamente se producen una gran cantidad de suicidios motivados por la desesperación que conlleva la crisis o por medidas como los desahucios, solo contribuiría a aislar y marginar a quienes estén considerando hacer lo mismo, que no podrían ver que existen otras personas en su misma situación, lo cual suele ejercer cierta forma de consuelo. Este libro de Critchley, que se une a la no muy conocida bibliografía sobre el suicidio, es un avance en la comprensión colectiva del fenómeno, el cual sí es visto -o ha sido visto tradicionalmente- como una alternativa en otras sociedades como la japonesa, con una larga tradición de suicidios, algunos tan sonados como el de Mishima. Precisamente japonesa es la película Suicide Club, y también el seppuku, el bosque Aokigahara y los kamikazes de la Segunda Guerra Mundial. 

Un punto extraordinario del libro de Critchley es su estudio sobre las notas de suicidio, unas conmovedoras, otras duras, todas ellas tremendamente reveladoras. El autor, que ha llegado a impartir un taller de escritura de notas de suicidio que fue atacado sin piedad, ahonda en las despedidas en papel de quienes deciden irse, “una postrera y normalmente desesperada tentativa de comunicarse, una comunicación final”. Según Critchley, el suicida que deja una nota “no quiere morir solo, sino en compañía de una o más personas, a quienes la nota va dirigida”. ¿Es el suicidio un acto público? ¿Por qué taparlo entonces? “En efecto, el deseo de mantener en secreto los detalles de un suicidio resulta cuestionable. Como todo el mundo sabe, el Golden Gate es un destino popular para los suicidas. Sin embargo, todos los suicidas saltan del lado del puente que mira a la ciudad de San Francisco. Nadie quiere saltar del lado que da al océano Pacífico. Curioso, ¿no?”.

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