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La asfixia, la hora de huir, Néstor Mir y ‘Un inmenso e infinito continente’

El músico, escritor y bibliotecario valenciano publica en Che Books una historia destilada de lo más personal en la que la realidad se ha convertido en una rampa de salida hacia otro lugar.

28/12/2020 - 

VALÈNCIA. Llega un momento inevitable en que la inercia del último impulso comienza a dar signos de agotamiento: el avance se ralentiza paulatinamente hasta que los pasos parecen llevar cada vez menos a alguna parte: los pasos se ven de pronto despojados de sentido, se vacían, por así decirlo, como cuando algo falla en la lógica interna de un videojuego y un personaje queda desanclado de las condiciones ambientales, como la fricción, los obstáculos o los límites del mapa, y tras una breve distorsión, queremos seguir caminando pero flotamos, flotamos moviendo las piernas parados en el mismo lugar, que ya ni siquiera se corresponde con el escenario en el que nos encontrábamos antes del bug. Ese personaje, que somos nosotros, ha saltado por error a un plano superpuesto al que debería ser, pero tan real como este: allí se está y no se está. En la dimensión bug las cosas no tienen sentido, y dan un poco de miedo y un poco de agonía, porque por sí mismas, podrían nunca cambiar. Sus reglas anómalas permiten el bucle. En ese punto, solo queda resetear. Moverse. Tomar una decisión. Darle al botón y apostar por otro comienzo. A las personas nos ocurre que también somos víctimas de errores en la programación, en nuestro caso, en la programación que habíamos creído que podría cumplirse, la que habíamos planificado en nuestra cabeza en un tiempo pretérito, o si no planeado, sí soñado, que es una forma mucho más libre de planear. Ocurre que un buen día —quizás veníamos intuyéndolo— damos con nuestros píxeles de carne desnortados, confundidos, dando pasos sin ton ni son en un nivel más allá del nivel, en la potencialmente interminable dimensión de la apatía, la angustia, la pérdida de cualquier horizonte. Y en ese instante cuando uno tiene que detener del todo el movimiento de la inercia, romper la pared dimensional que sea, y apretar el botón que pone en marcha el viaje a un inmenso e infinito continente. 

Un inmenso e infinito continente (Che Books) es, además de un libro, una letanía contenida en un libro, y en valenciano, Un immens i infinit continent, también un disco. Las tres cosas son obra del bibliotecario visionario Néstor Mir, quien también es responsable de muchas de las muy buenas decisiones que se han tomado en la Biblioteca Pública de València, durante el tiempo en que ha podido tomarlas: no todo el mundo entiende las bibliotecas como las entiende Mir. Las bibliotecas públicas se han convertido en territorio comanche de estudiantes en época de exámenes, y si bien es cierto que aunque cada vez menos, quedan todavía —quedamos— defensores a ultranza del silencio —bendita ausencia de ruido, paz, trascendencia—, las bibliotecas son espacios vivos que sirven de nodo de la cultura del lugar en que radican, no meros aularios tomados durante semanas del día a la noche —literalmente— por un único grupo con un único propósito y muchas latas de bebidas rebosantes de cafeína y azúcar en latas con diseños que provocan ansiedad solo con mirarlas. Las bibliotecas del futuro inmediato tienen que ir más allá de tener algunos ordenadores. Tienen que ser bastiones de la cultura donde conviva el silencio sepulcral con la algarabía del encuentro cultural. Pero volvamos a Canadá. Mir publica esta historia en la que un bibliotecario de nombre Ramón siente la poderosa llamada del Wendigo, que desde la espesura de los bosques canadienses le susurra directamente al corazón las posibilidades de una vida muy lejos del sol perenne del Mediterráneo valenciano. Muy lejos de la incomprensión laboral, de la deriva terrorífica de un mundo siempre letal, del canal veinticuatro horas que se llega a consumir como una droga absurda que solo provoca estrés, de los titulares última hora que cuentan el mismo relato antiguo de la humanidad carnicera, más allá de todo eso, existe un infinito e inmenso continente con tierra para dar y tomar, con amplísimas extensiones de la naturaleza que antaño nos fue hostil pero que ahora sentimos como la casa que nunca debimos abandonar. Antes un bosque era la viva imagen del terror y el peligro. Pero ahora ya no es antes.

En Un inmenso e infinito continente reconocemos muchos de los síntomas del bug, uno es el insomnio, porque esta es la era dormidina, el producto estrella de las farmacias; otro es la asfixia, por diversas causas a las que para colmo se ha sumado una nueva, como si no hubiese suficiente ya con el asma, la apnea o la ansiedad. Otro son ciertos achaques propios de una vida dañina y autodestructiva muy bien instalada en el disco. Dice Mir: “Más allá de todo cambio social, más allá de todo ideal de revolución personal, todo aquello giraba alrededor del mero hecho de consumir drogas, no había ningún otro fin; y esto, a Ramón, ya entonces, aunque fuera divertido, en el fondo le parecía triste, le hacía sentir muy triste. De ahí nacía la culpa, del vacío existencial, y de ese vacío existencial emergía la tristeza. Y ante la tristeza sentía la necesidad de huir, la necesidad de resolver su conflicto interior mediante la huida”. Es una de las definiciones más precisas de eso que conocemos como resaca moral. La provocan el speed rosa que aparece en el libro, las pastillas que no se venden en farmacias, la dormidina, la combinación de sustancias así con el menú diario de dinámicas perversas que desencadenan el bug. Uno de los mejores pasajes del libro de Mir se desarrolla en la cama. En la cama, Ramón, piensa, y de su pensamientos se van ramificando subtramas de pensamientos, de desenlaces posibles. Al poco Ramón está tendido en la cama con todo un gigantesco abeto Douglas creciendo desde su pecho, un árbol más y más pesado a medida que las ramas se proyectan hacia el futuro, presente y pasado y futuro y presente y futuro, un árbol al que uno se suele enfrentar con una sierra demasiado pequeña. Ramón apenas consigue dormir, y además a veces sangra. Su terapeuta le ha dicho algo acerca de la mente y la sangre. Y mientras, el viento neuronal trae la llamada que trastornaba a las tribus algonquinas de Canadá, una voz ancestral que acompaña al ser humano y le promete los calores y fríos de una perdición reconfortante

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