Ernesto Cardenal, Elena Poniatowska, Ida Vitale, Nicanor Parra, Fernando Arrabal o Enrique Vila-Matas son algunos de los mitos que todavía podemos ver, tocar y oír
BOLONIA. La misma mañana en que nos dimos cuenta de que Umberto Eco había desaparecido pocas horas antes, una nota de prensa recorrió el orbe digital trasladando otra fatal noticia: la muerte de Fernando Cardenal.
Ante la escasa información llegada de Nicaragua y la repetición de los cuatro datos clave de su biografía, jesuita y revolucionario sandinista, teólogo de la liberación excomulgado por Juan Pablo II, ministro del Frente Sandinista de Liberación Nacional allá por los años ochenta, se publicaron obituarios ensalzando la vida y obra del evangelista de Solentiname. Cundió el desconcierto hasta que apareció una foto de Ernesto Cardenal, el mito de la poesía revolucionaria, velando el cadáver de su hermano, figura fundamental del pensamiento religioso en América Latina.
A un año de la muerte de Pedro Lemebel, el cronista más loco (y más loca) del mundo hispánico, y en la misma semana en que habíamos despedido a Umberto Eco, Harper Lee y José Ricardo Morales, no podíamos quedarnos tan huérfanos de todo. Ernesto Cardenal bajaba la cabeza ante el féretro de su hermano quizás repitiendo la oración fúnebre que proclamara a la muerte de Marilyn Monroe:
Señor
recibe a esta muchacha conocida en toda la Tierra con el nombre de Marilyn Monroe,
aunque ése no era su verdadero nombre
(pero Tú conoces su verdadero nombre, el de la huerfanita violada a los 9 años
y la empleadita de tienda que a los 16 se había querido matar)
y que ahora se presenta ante Ti sin ningún maquillaje
sin su Agente de Prensa
sin fotógrafos y sin firmar autógrafos
sola como un astronauta frente a la noche espacial. [...]
De un mito se habla en presente; de la persona que lo habita, en pasado. Ernesto Cardenal fue capaz de conjugar religión y revolución. Sandinista. De esa Nicaragua abandonada por la historia y atravesada por intereses de potencias extranjeras. En su hibridez profana llegó a escribir: “Bésame bajo los anuncios luminosos, oh Dios”. Formó una comunidad utópica en el archipiélago de Solentiname, extendió la religión a base de marxismo, combatió al diablo y al capital, escribió poesía para los pobres y los suicidas: “Oye Señor mi causa justa / atiende mi clamor. / Escucha mi oración que no son slogans [...] Tú eres el defensor de los deportados / y de los condenados en los Consejos de Guerra / y de los presos en los campos de concentración [...] / Arrebátame de las garras de los Bancos / con tu mano Señor líbrame del hombre de negocios”.
Murió el sandinismo primigenio a manos de Daniel Ortega y a Ernesto Cardenal, siempre fiel a aquella revolución del 79, lo condenaron por injurias al presidente. Su nombre y su poesía no esperan ya reconocimiento mundano: ha pasado a la historia de la utopía latinoamericana en la década de la Operación Cóndor. Pura metafísica. Nunca le dieron el Nobel, pero tampoco el Vaticano entendió su evangelio. A expensas de las instituciones, su legado lo tenemos los pobres en exclusiva.
Los pobres de la tierra, les condamnés de la terre, fueron interés y prioridad para Elena Poniatowska, la mejor cronista, la mejor transcriptora de la vida convulsa del México de los sesenta, setenta y hasta hoy. “Esta es la tercera vez que regreso a la tierra, pero nunca había sufrido tanto como en esta reencarnación ya que en la anterior fui reina”, dice la guerrillera Jesusa al intentar contar su historia en Hasta no verte Jesús mío.
Dice que el ser pequeña le ayudó a colarse en los lugares en los que había cosas que contar y a preguntar aquello que nadie se atrevía. Elena Poniatowska es aún hoy la voz inquebrantable de México contra los narcos, contra las bandas, contra la ignorancia o contra la vacuidad de Enrique Peña Nieto. Levantó la voz por las mujeres de Ciudad Juárez, contra los voceros que las calificaban de prostitutas queriendo atribuirles las culpas de su asesinato y sus torturas. Llamó a una marcha nacional por los 43 de Iguala, la masacre que desapareció a los 43 estudiantes de magisterio de Ayotzinapa en 2014.
La voz temblorosa de Raúl Zurita también habita entre los vivos. Aun abandonados, los hijos de Chile, florecerían. Esa llamada al florecimiento de Chile la orquestó desde el terror de Pinochet, y aún hoy sigue temblando versos. Con sus 101 años a cuestas observa la espina dorsal chilena el antipoeta Nicanor Parra, padre (padrastro) de generaciones posteriores.
Tener a Nicanor Parra significa poder hablar todavía con Pablo Neruda o con aquella generación extraordinaria de toda América: Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Jorge Luis Borges... A esa altura, pero en gamberro. “Hasta la estrella de tu boina / "Comandante" me parece dudosa / y sin embargo se me caen las lágrimas”, le dijo una vez al Che Guevara.
Al otro lado del mundo está con sus versos Ida Vitale. Se exilió de Uruguay en la funesta década de los setenta y así explicó aquella huida de la dictadura: “No regresa a la sangre ni alcanza / a quien debiera. / Se disuelve, tan solo”. Honorable heredera de Idea Vilariño, en ese país de poetas, traductoras y ensayistas, la poesía de Ida Vitale siempre luchó por la memoria y por la vida, a sabiendas de los límites de las palabras; de esa tensión o de esa incapacidad nació su poesía.
Corta la vida o larga, todo
lo que vivimos se reduce
a un gris residuo en la memoria.
De los antiguos viajes quedan
las enigmáticas monedas
que pretenden valores falsos.
De la memoria sólo sube
un vago polvo y un perfume.
¿Acaso sea la poesía?
En nuestro suelo, donde la poesía se ha vuelto un ente transparente y disperso, aún permanece esa pregunta en boca de María Victoria Atencia. Tenaz desde los años cincuenta, los mismos en que Rafael Sánchez Ferlosio entregara a la historia de la literatura Industrias y andanzas de Alfanhuí o El Jarama. Por ellos pasaría a la historia; se convertiría en mito, ensalzado por Miguel Delibes o por Juan Goytisolo, una vez pasaron aquellos años y aquellas novelas, y su escritura se volvió oscura, reflexiva. Y él se convirtió en gigante.
Detestó la cultura mediocre de los ochenta, fugaz y carísima en su opinión. Celebrada a golpe de cóctel y corbata. Considerándola una estupidez y un derroche, su diagnóstico sin embargo tropezó con la expansión democrática de lo políticamente correcto, y solo unos cuantos outsiders le hicieron caso. Gregorio Morán y el resto de corte mandarina . Hombre de alta cultura, su literatura se mezcló con filosofía. Escribió ensayo. Escribió simples notas con que continuar viviendo: “¿Qué es seguir siendo el mismo sino esta agotadora circunstancia de ser despertado siempre a la misma hora de la noche, golpeado siempre contra las mismas piedras, por los mismos demonios y en las mismas llagas?”.
Asombra ver la escasa atención mediática (académica) y la escasa reverencia hacia Ferlosio.
De entre lo disparatado y alucinante que han producido nuestras letras, Fernando Arrabal ocuparía un lugar destacado. Personaje de sí mismo, espectacular en cada presentación pública, artista absurdo y feliz. Trágico como es el poso de su teatro pánico, su palabra que se despega de lo referencial porque a veces lo referencial es un asco. En esa cosmogonía de compromiso de cartón piedra y frases hechas en que se convirtió muchas veces la literatura española de la Grandes (y familia), Arrabal prefirió presentarse borracho a todas las entrevistas. Como gesto vanguardista.
Arrabal es la vanguardia de los veinte en época de Youtubers, es decir, absurdo contra absurdo. Es por eso que hay quien quiso purgar en él la paja de nuestro tiempo. El vacío. La impostura. Viva la muerte. Fando y Lis. Picnic y todo lo que vendría más tarde. No se le perdona seguir un camino autorreferencial y autocelebratorio, anacrónico en muchos aspectos, pero original como ninguno. Y menos que se lo pase bien.
En esa investigación sobre la originalidad imposible, Enrique Vila-Matas continúa produciendo obras extrañas. Singulares diría él. Extrañas diría un país amamantado en la tradición del realismo y de la picaresca y de su actualización guerracivilista a lo Javier Cercas o neorrealista a lo Isaac Rosa, Belén Gopegui, Elvira Navarro... literatura muy de plaza. Vila-Matas encarna, por el contrario, la postura del dandy y la distancia del aristócrata; estética contra las manos manchadas de tinta de periódico, de actualidad o de moda, de fugacidad.
De ascendencia catalana y francesa, furibundo contra esa tradición española y esa voluntad de encajar las letras en ámbitos geográficos, Vila-Matas reivindica una literatura universal en la que todo hubiera sido explicado por Franz Kafka, por Robert Walser, por Robert Musil, por Witold Gombrowicz, por Marguerite Duras o por Cesare Pavese. A través de las conversaciones con la artista Dominique González-Foerster ha construido su nueva novela Marienbad eléctrico, publicada hace un año en Francia y en francés. Es insólito su éxito ante tan difícil clasificación.
En el mismo camino de Vila-Matas, a la misma altura mítica, se encuentra Ricardo Piglia. Es sintomático que ambos escritores se hayan reconocido mutuamente la respectiva valía. Piglia sigue inventando en sus novelas la historia de la literatura argentina, sus orígenes y su devenir. Sus clases sobre Borges se venden con los dominicales de los periódicos en Buenos Aires. Pasó del policial a las clases de Princeton y de ahí a escribir textos complicados como Los diarios de Emilio Renzi.
Algún día todo ello será descifrable. Todos ellos, mitos vivientes, también.