Ruta de Hemingway, rezaba el cartel a la entrada. Un hotel, el Ayestaran, y un pueblo navarro (Lekunberri) en la letargia de agosto. Eran las vacaciones pasadas y atravesábamos el sopor de la sobremesa cuando descubrimos con júbilo aquella sombra, ese jardín con macizos de hortensias que ni el Nobel norteamericano podía resistir; Hemingway venía al hotel para reponerse de los Sanfermines. Un panel a la entrada y varias fotos icónicas me hicieron sentir molesta al instante. Me preguntaba por qué ese culto impuesto a un americano alcohólico que se dejaba fascinar por lo que yo más detesto: las demostraciones de hombría, la barbarie, el alcohol a raudales. Y, por supuesto, los toros. Estos días de cambio político ando taciturna y haciéndome mil preguntas, por eso me he acordado de Hemingway, ¿qué diría él de un conseller torero? En autor de Por quién doblan las campanas, cultura y toros no parecían un oxímoron.
Adoro sus libros, sobre todo los de relatos. Aquél día de agosto, mi parte mitómana me hacía tomar la penumbra del mostrador como si avanzara por la nave de una catedral. La recepcionista fue amable y nos sirvió ella misma los cafés porque no tenían camarero a esas horas, sólo exigió que lleváramos de vuelta las tazas nosotros mismos. Esa familiaridad ayudó a romper la distancia reverencial, la atmósfera de templo. A mi hija le daban miedo las cabezas de animales disecados, la decoración rancia de maderas macizas y el olor del barniz ajado que subía desde el entarimado, un suelo erosionado por cien años de pasos. Me hizo pensar en cómo nos acercamos cada generación al pasado, ella de un modo, yo de otro. Me hizo preguntarme qué narices hago yo con esta nostalgia del siglo XX que me crece por dentro, esa ambivalencia que despierta en todo el mundo después de haberle cogido grima al futuro; el mundo que quedó atrás se ha convertido en un reclamo incluso para los más jóvenes, los que no lo vivieron, y se puede leer en su intención de voto. Quiero entenderlo pero me cabreo. Me parece que algunos se lo han blanqueado de forma perversa.
Hay una corriente entre las jóvenes estadounidenses que defiende el ama de casa de los opresivos años 40: las tradwifes. Son millenials que llevan dos crisis a su espalda y, ante el descalabro global de valores, se dejan adoctrinar por el trumpismo y pasan por felices casadas vintage. Recomiendan brillar sin hablar, pero hablan de lo lindo en las redes y sus doctrinas corren como la pólvora. Entiendo la tentación. Puedo empatizar con el deseo de que la vida de una se simplifique. El mundo se ha hecho endemoniadamente difícil, la casa podría ser que no. En casa puedes reducir tu perímetro a una receta nueva cada semana y una sonrisa primorosa cuando llega tu marido. Sé que muchas acumulan carreras e idiomas en un cajón y están hartas de intentar meter cabeza en un trabajo que las explota. Yo misma recuerdo ese idilio con los libros de recetas en mi primera baja maternal. El trabajo se había esfumado y parecía un regalo andar todo el día en zapatillas y tener tiempo para que las vendedoras del mercado salieran del mostrador a dedicarle piropos a mi bebé. Creo que la luna de miel no pasó de los dos meses. Se esfumó a la primera discusión con mi marido por algún desastre culinario que ya ni recuerdo.
Con todo, el mundo del ayer me tienta desde que el cambio de gobierno me ha puesto melancólica. No busco toreros ni pin-ups, pero me tienta montarme un maratón de pelis de los 50, sofá y mantita y cajas de kleenex como si me hubiera dejado el novio. No me ha dejado el novio, siento que es mi mundo el que me ha dejado. A Gregory Peck me lo quiero tragar hasta el empacho, quién si no Atticus Finch servido en bucle. Matar un ruiseñor o el Coronel Dax: Senderos de Gloria en bolo intravenoso. Héroes que representan lo bueno en un ser humano. Hombres que miran al mundo a la cara cuando el mundo está mal. Los que yo sueño como capitanes de este planeta en el que cunde la autofagia. Viejas masculinidades pero no la de Hemingway. Atticus y Dax son la civilización hecha carne, templanza, coraje. Sin llegar tan alto, cualquier cinta de aquella época en blanco y negro transmite esa solidez que la sociedad líquida ha perdido, ese “aroma del tiempo”, aquel mundo de cosas pesadas y personas galantes, acicaladas, presumidas. Todo me seduce. Se movían con sombrero y guantes y miraban lento, perdían el tiempo persiguiendo con los ojos las volutas de humo de su pitillo. El “infierno de lo igual”, que denuncia Byung Chul Han, no existía entre ellos. Se podía cultivar lo singular y, mejor que eso, la pertenencia.
Pero pertenecer parece lo último que nos queda. Lo último que nos importa. Cuando intento empatizar con los jóvenes radicales veo un ansia de pertenecer que se ha elevado a grito en esta soledad posmoderna y tan infectada de soledad; es un afán rabioso, lo nubla todo. Liquida los argumentos, antepone los sentimientos: si sientes lo contrario que yo, no opinas igual, no perteneces. Sentir es opinar. Para una tradwife, da igual si dependes de tu marido a pesar de tu doble grado, porque perteneces, para un votante radical no importa que votes en contra de tus propios intereses, porque eres de los nuestros. Suena un ruido de fondo, una banda sonora aberrante que está hecha de palabras como libertad o patria o exterminio o woke. Lo importante son los ismos. Si tu miedo es a que se rompa España, eres de un bloque, si lo es a la involución en derechos, eres del contrario.
El hecho de que un ex torero ocupe un cargo principal no me parece tan grave sino el hecho de que su paquete ideológico niegue la violencia machista, que eleve el número de mujeres asesinadas a un concepto, o que dude en llamar a su nuevo caballo Duce o Caudillo. Que en su programa no apareciera ninguna propuesta cultural y lo nombren Conseller de Cultura. Que esté alineado con quienes impugnan los Acuerdos para el Desarrollo de la ONU y niegan el cambio climático. Y, sobre todo, que los suyos hablen de “pucherazo” antes de conocer el resultado del voto para enmudecer cuando han triunfado.
¿Qué diría Hemingway de un torero Conseller como éste? Intento desentrañar la fascinación de aquél hombre por el toreo. Alguien tan sensible para las letras y la condición humana pero tan de su época, cegado por la vieja masculinidad, por el afán de mostrarse de una pieza. No le dio tiempo a hacer autocrítica, se suicidó antes de conocer que esa educación que niega la emotividad y nuestra parte frágil es una educación que mata. Antes de preguntarse si además de conjurar el miedo frente a un animal con cuernos se podía conjurar de otro modo. También en esos años, Atticus Finch oponía el amor al miedo en vez de la violencia, ya pululaban ese tipo de antídotos contra la masculinidad tóxica y los discursos del odio.
Voto por Atticus Finch, ya tengo mi candidato. Adoro la escena en la que se limpia un escupitajo del violador y le responde con un gesto ecuánime, un gesto que no sólo incluye lástima sino una invitación, un acompáñame. Gregory Peck lo dice sin palabras pero los espectadores oímos algo muy claro: se puede ser muy hombre de otro modo. Se puede ser sociedad de otro modo.