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NO ÉRAMOS DIOSES. DIARIO DE UNA PANDEMIA #5 

‘Balconing’

20/03/2020 - 

VALÈNCIA. Me he levantado tarde, a las diez de la mañana. Duermo mejor estos días. Como no tengo muchas cosas que hacer, salvo leer y ver videos, apuro el tiempo en la cama.  Así me aburro menos. 

Desayuno, mando la última entrega de este diario a Valencia Plaza y me pongo a leer Ordesa de Manuel Vilas. Me quedan pocas páginas para acabarlo. Lo compré en un supermercado justo antes del confinamiento. Es una edición de bolsillo. 

Ordesa se inscribe en la moda —bastante periclitada, a mi juicio— de la novela de no ficción. 

La historia narrada por Manuel Vilas es desoladora, hermosa y a ratos aburrida. En esto se parece a la vida. Vilas escribe sobre la muerte, centrándose en las de sus padres y familiares cercanos; también habla de la mediocridad criminal del franquismo y de una España que acababa de quitarse las alpargatas para montarse en un 600. 

El padre de Vilas fue viajante de comercio como el mío. Ellos vivían en Barbastro (Huesca) y nosotros en Albacete. En ambos casos, España profunda, rural y olvidada.   

Vilas recuerda a la clase media surgida en los años sesenta y setenta. Esto fue mérito  del franquismo. Gracias a ello, el país, una vez muerto el dictador, no volvió a las andadas. 

Hijos de una clase media modesta

La familia de Vilas y la mía pertenecieron a aquella clase media de aspiraciones modestas que veraneaba en Cambrils o en La Manga del Mar Menor, según el lugar de residencia. Aquella clase media había accedido a una vivienda en propiedad y era reacia a meterse en política. Daba para lo que daba, pero era mejor que lo que tenemos ahora. 

La clase media española se va a morir. La crisis de 2008 la violentó hasta dejarla irreconocible, muy debilitada; la del coronavirus acabará con ella. Tendremos tiempo para pensar en una oración fúnebre en su recuerdo. 

Clase media asustada guarda cola esta mañana para entrar en una panadería. Nunca he comprado pan porque dicen que engorda, pero desde que estoy confinado voy al horno todos los días. Así estoy más tiempo en la calle y me oreo como una camisa vieja. 

La plaza del pueblo está animada. Muchos vecinos se asoman a las ventanas. Otros toman el fresco en los balcones. Dichosos los que tienen un balcón para solazarse, no como yo, que debo conformarme con una triste galería. 

Dos vecinos hablan, ayer, desde los balcones de sus casas.

Un concierto en la plaza del pueblo

A las doce del mediodía, el patriarca de una familia numerosa comienza a tocar Paquito el Chocolatero con una trompeta en un balcón. Cuatro churumbeles, seguramente sus hijos, le siguen golpeando platillos y tambores. Una mujer los graba desde una ventana. Cuando acaban reciben el aplauso general de los vecinos. “¡Otra, otra!”, reclama una voz masculina y lejana. El de la trompeta se arranca esta vez con el himno de Valencia. 

De regreso a casa, caminando muy a paso lento, descubro que tocar música en los balcones es una práctica extendida, acompañada por el estruendo de los petardos. Es día de san José. Hoy acaban las Fallas. 

Vecinos que sólo se saludaban en el ascensor charlan ahora de manera animada, como si fueran viejos conocidos. Los balcones son el último espacio de libertad que nos queda en este régimen semitotalitario.

Los bárbaros ingleses, cuando se emborrachan más de la cuenta, se tiran desde los balcones de los hoteles. Alguno ha muerto por esta circunstancia. Lo han llamado balconing. En cambio, nosotros, con sangre latina en las venas, amamos tanto la vida que no se nos ocurriría imitarlos por nada del mundo, aunque la vida que llevamos sea una vida de mierda, indigna de tal nombre.

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