VALÈNCIA. El sicario, el asesino a sueldo, ha pasado de personaje secundario y nada matizado, destinado a morir en alguna vistosa refriega, a complejo protagonista de la ficción contemporánea. Aunque hay algunas apariciones previas en el cine negro clásico y, por supuesto, en el cine de samuráis, con Los siete samuráis (Shichinin no Samurai, 1954) de Akira Kurosawa como ejemplo máximo, es en los años 60 y 70 cuando el mercenario comienza a ser el centro de la acción, con películas como Chacal (The Day of the Jackal, Fred Zinneman, 1973) o El silencio de un hombre (Le samouraï, Jean-Pierre Melville, 1967). Pero ha sido sobre todo en la década de los noventa cuando ha empezado a ser protagonista recurrente, con obras de gran originalidad como Leon, el profesional (León, Luc Besson, 1994), Ghost Dog (Jim Jarmusch, 1999) y, especialmente, Fargo (hermanos Coen, 1996), que es uno de los principales referentes actuales.
Luego llegó Quentin Tarantino, con Kill Bill (Quentin Tarantino, 2003) y Pulp Fiction (2004), y ya nada fue igual. Basándose a su vez en ciertos clichés del género de acción de los años 70 y del cine de samuráis y gracias a su enorme talento, capaz de configurar un estilo personalísimo y original a partir del pastiche y la hibridación de materiales casi de derribo, ha impulsado toda una mitología que es objeto de emulación e imitación constante, y también frustrante y cansina, cuando no se tiene la excelencia y la capacidad del autor de Reservoir Dogs (1992), que es lo que sucede la mayoría de las veces. Al margen de tarantinadas varias (y nos referimos a los imitadores) podemos citar Colateral (Collateral, Michael Mann, 2004), Escondidos en Brujas (In Bruges, Martin McDonagh, 2008), Matador (Richard Shepard, 2005), la saga Bourne o John Wick (Chad Stahelski, 2017), ejemplos de la pujanza de este personaje siempre en el límite que, por otra parte y fuera de nuestro ámbito aunque muy vinculado a él, campa por sus respetos en el mundo del videojuego.
Por supuesto, también ha llegado a la televisión. En Los Soprano o en Narcos aparece como una figura inherente y lógicamente vinculada a ambientes mafiosos y delictivos. Pero es sobre todo la colección de sicarios extravagantes y pintorescos que pueblan el cine de Tarantino y de los Coen la que va hacer fortuna en la televisión, con su mezcla de tragedia y comedia y su humor negro y esquinado. Un hito es la serie Fargo, inspirada en la película original de los Coen y tan buena o más que ella. La irrupción de sicarios en la vida cotidiana de una pequeña localidad es un filón. Y su éxito y calidad es la que permite que hoy en día tengamos series como Killing Eve (HBO) y su excéntrica asesina, Buena conducta, con un inesperado Juan Diego Botto ejerciendo de sicario, la producción mexicana Sr. Avila (HBO) o la última en llegar, Barry (tambien HBO, que parece que le ha pillado el punto a la cosa mercenaria).
Barry incide en una de las ideas que tanto películas como series han abordado (Fargo, Escondidos en Brujas) que es la del sicario desubicado, fuera de su zona de confort. No solo porque tenga que mentir y esconder su trabajo, sino porque su falta de empatía y su mirada fría le inhabilitan para comprender y lidiar con la vida cotidiana. Además, Barry está en plena crisis existencial y ya no quiere seguir matando, aunque resulte que solo mata a gente indeseable, un truco muy utilizado en este tipo de relatos para que, cuando nos demos cuenta de que empatizamos con un asesino no nos resulte tan duro: al fin y al cabo solo mata a malas personas, así que oye, ni tan mal.
El mercenario Barry descubre que a lo que quiere de verdad dedicarse es al teatro. Quiere ser actor. Se da cuenta de ello cuando en su último trabajo conoce una pequeña escuela de teatro y tiene una revelación. Así que decide apuntarse a la escuela. Hay un pequeño problema, sin embargo, y no es solo el de compaginar los asesinatos con la asistencia a clase. Si algo hace un intérprete es lidiar con emociones, ejercer la empatía, intentar comprender las motivaciones humanas, y esto no es precisamente lo que se le da bien a Barry. Nuestro asesino es un alexitímico no sabemos si por necesidad, si su incapacidad para la empatía le ha llevado a convertirse en asesino a sueldo, o, al contrario, su dedicación a matar le ha transformado en alguien incapaz de sentir o, por lo menos, de expresarlo. O tal vez solo se ha instalado en esa coraza para no sentir y poder hacer lo que hace.
Barry es, en principio, una comedia, y gran parte de su eficacia cómica, nada forzada y sin discurrir por la extravagancia y la acumulación de rarezas, está en ese contraste entre la frialdad y el estoicismo de Barry y las exigencias del aprendizaje teatral. Pero hemos dicho “en principio”, porque no se trata de un artefacto cómico, podríamos llamarla comedia negra pero eso ocultaría que tiene sus dosis de tragedia y su dureza. No es agradable ver a Barry matar, ni asesinar o vivir de ello resulta un acto frívolo. Además, en sus ocho capítulos va perdiendo la parte divertida, a favor de un planteamiento más dramático, cuando el choque entre el deseo de Barry y su vida real sea mayor. Es una de esas series que ofrecen una amplia variedad de registros, con un sentido del humor perverso y oblicuo que no esconde las barbaridades que expone y que nos hace conscientes de la amoralidad de lo narrado, como sucedía en las ya citadas Fargo o Killing Eve.
El protagonista está interpretado por el cómico Bill Hader, surgido, como tantos otros talentos, de la cantera del Saturday Night Live. A priori, aun con su componente de comedia, parece algo alejado de su especialidad y su experiencia previa, pero es que Hader no solo interpreta, también dirige varios capítulos y es uno de los guionistas y productores. Es decir, es el creador de la serie. Barry ha conseguido seis nominaciones a los premios Emmy que se entregaron hace unos días, de los que ha logrado dos, muy merecidos: uno para el propio Hader como actor protagonista de comedia y otro para el gran Henry Winkler, en la categoría de actor de reparto de comedia.
Es interesante que las dos comedias triunfantes en los Emmys, la serie de Amy Sherman-Palladino The marvelous Mrs. Maisel (mejor comedia, guion de comedia, actriz protagonista y actriz de reparto) y Barry, siendo tan distintas en tono e intenciones, compartan un tema muy común y muy revelador: el teatro, el poder y el valor de la representación. Mrs. Maisel, la burguesa pija harta de su vida, encuentra en la stand up comedy, en los monólogos, su vía de expresión y algo con lo que dotar a su vida de sentido, del mismo modo que lo hace Barry.
En ambos casos, el teatro se presenta como algo liberador, especialmente para gente alejada de él, a las que permite enfrentarse a sus problemas y sus grietas. De algún modo, la representación acaba siendo más real que la propia vida, se finge menos. Y eso que en Barry la visión del mundo teatral no oculta sus sombras y los peligros de la vanidad, la petulancia y el cinismo. Pero aún así está ahí el fulgor de la plenitud, de algo que llena la vida, que engancha, un mundo del que, cuando se conoce, no es posible salir. Aunque seas un sicario aparentemente desalmado.
Fue una serie británica de humor corrosivo y sin tabúes, se hablaba de sexo abiertamente y presentaba a unos personajes que no podían con la vida en plena crisis de los cuarenta. Lo gracioso es que diez años después sigue siendo perfectamente válida, porque las cosas no es que no hayan cambiado mucho, es que seguramente han empeorado