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covid-19 / OPINIÓN

Bitácora de un mundo reinventado (día 47º)

17/07/2020 - 

“Pasado mañana tendrás el resultado, tienes que permanecer en casa hasta entonces”. El enfermero trajina ataviado con las gafas, la FP2, el doble par de guantes y el mandil. Tres chavales esperan en la cola del rincón Covid con esa indolencia de la juventud que puede esconder cualquier cosa. Me quedo un instante captando la escena mientras soplo mi taza de café, me intriga saber a quién le ha tocado hoy la toma de PCRs. La joven en la camilla se revuelve, retira la cara, y la voz familiar del enfermero le pide un instante de calma para acceder a su garganta. “No duele, es sólo una cosquilla…”. Una chica de la cola a la que he pillado estremecerse me ofrece una sonrisa de disculpa, “impresiona verlos así, ¿verdad? Te dices jo, es real, está aquí”. Me ha tomado por paciente, no llevo el pijama ni la bata, indago con malicia un poco más y me habla de una calle del pueblo por la que ya no pasa porque presenció el desembarco de una ambulancia; en sus ojos asoma el énfasis de quien ha hecho un avistamiento ovni. Es real. Está aquí. Eso es lo que transmitimos con nuestro traje de luces.

El timbre del enfermero es el de siempre, campechano y chistoso, el que gasta conmigo cuando irrumpe con una analítica o una nota en el despacho. Ya no usamos la hipérbole para desactivar el pánico de los pacientes. El horror es esto, me digo, caminar con naturalidad entre los escombros de un bombardeo, dar con la rutina en la desgracia. Se habla de que nos hemos profesionalizado y va a ser verdad: convivimos con la pandemia. La gran pregunta de estos días es si hay más casos que antes o si se detectan muchos porque por fin hacemos lo que toca: se testa, se traza, se aísla. Un 83 % de los sospechosos se llevan su prueba. Pero el fin del estado de alarma no es el fin de la pandemia. “Hemos pasado de un estado de mitigación ─destaca el ministro─ a uno de control”. Al leerlo en la prensa he pensado que Rosa, nuestra celadora, lo dice mejor: ¡Señores: el bicho está ahí fuera! El equipo del mostrador alecciona y filtra la entrada, guarda nuestros despachos como si fueran los camerinos de estrellas de rock. No llevan EPI, pero también actúan como un eslogan: es real y está aquí. Hacen un trabajo estupendo.

¿Qué necesita uno ver para captar la mutación de las cosas? Desde el inicio de la pandemia, los malogrados habitantes de Chernobyl me han venido a la mente. Esos granjeros en duelo, tozudos e ignorantes, a los que Aleksiévich sigue la pista en Voces de Chernobyl, tampoco sabían discriminar la nueva normalidad de una silla, un pepino, una botella de Vodka radiactivos. Encontraban la misma silueta, la misma función, el mismo ofrecimiento. Ingerían, bebían. Tomaban asiento. Habían escamoteado los controles para volver a sus granjas y recuerdos apelando al aspecto intacto de su perímetro. No veo que seamos muy distintos. Basta un paseo por la terraza de un bar, un feliz encuentro, un botellón, una visita al probador de los trajes de baño de ese gran almacén que vende primaveras.

Es difícil orientarse entre verdades borrosas. Conduzco hacia casa y me digo que se le llama posverdad a la mentira emotiva, la que desprecia los hechos y apela a la historia profunda de cada uno, a su emoción. Paro en un semáforo y me da por destripar el neologismo, jugueteo con él, lo giro: ¿por qué no bautizarlas como verdades emotivas? ¿Posmentiras? Nos mentimos para calmarnos. El semáforo se pone en verde pero me resisto a arrancar, hay una mascarilla azul entre los coches que se infla cuando arrancan, gira, respira, dibuja un vuelo raso y vuelve a caer; se me antoja el espíritu de los tiempos. Verdades de corto aliento. ¿Cómo vamos a orientarnos?

Iván Moreno, el internista youtuber al que estoy suscrita, dice que no hay que meterle prisa a la ciencia. En el último de sus vídeos denunciaba que ya eran dos artículos del Covid los que se habían retirado de la prensa (del Lancet y del New England). La OMS ha suspendido sus estudios en cloroquina, autores hablan de que los corticoides pueden no ser eficaces, “cosas serias que pasan en estos tiempos de prisa”, lamentaba. Y recela de una vacuna creada a contrarreloj, cuyos stocks ya estarán apilados antes de que el laboratorio declare su eficacia. El médico que filtra en su canal la última evidencia y duda en voz alta para sosiego de sus seguidores ha dejado de colgar vídeos en junio (me gusta imaginarle descansando). Sus cápsulas de ciencia sonaban diáfanas y concluía sus vídeos sin permitir que sus oyentes estuviéramos cabreados o muertos de pánico. Todo un logro. Frente a los alegatos y seguridades de políticos y tertulianos, científicos como él discurren con voz templada, escepticismo y matices, siempre con una expresión reflexiva o perpleja. Por eso Fernando Simón no va a disculparse y lo entiendo. Yo también cambio cada día mis diagnósticos. En ciencia, sólo se le exigen disculpas al que no mira bien, o al que mira rápido y habla demasiado.

Una amiga médico recién licenciada siempre quiso se oncóloga pero de pronto duda. Me pide opinión antes de elegir plaza, ¿cómo no aterrarla más? Ha estudiado en la pública, ni siquiera le pregunto su número. Sé que es entregada, humana, creativa, brillante, sé lo que necesito saber de ella. Pero de pronto teme no ser feliz. “No quiero pasarme el día en el hospital ─razona─, quiero una vida”. La elección de MIR ya corre en Madrid y dermatología, la de los exentos de guardias, no queda. Como muchos licenciados preMIR, mi amiga ha pasado un par de meses echando una mano en Primaria y le ha tomado el pulso al hartazgo, la quemazón, las ojeras. No tengo la foto del gremio que me pide, sólo me viene un puñado de colegas a la cabeza con ansia de vacaciones. “Se trabaja mucho en cualquier campo ─le razono─, y tú no vas a ser distinta. Haz lo que siempre quisiste”. Me encantaría decirle que la psiquiatría es relajada pero no lo es. La riño por preguntar a bocajarro, a dos días de su viaje a Madrid, le advierto del peligro de mis respuestas cuando llevo las baterías bajas. Los resis de Madrid ya están en huelga, pronto los valencianos también. Medio hospital ha pedido permisos sin sueldo, le revelo, pero no hay sustitutos. Y varios compañeros están cerrando sus privadas. Una de ellas, después de quince años en la brecha, me dijo frases parecidas “estoy harta de estar cansada y triste, quiero una vida”.

Foto: EUROPA PRESS

Me pregunto todos los días cómo puedo seguir haciendo una jornada con sentido en un mundo sin sentido. Cómo esquivar el colapso, el cinismo o el blindaje emocional. Juan Simó, el médico navarro que sigo en su lúcido blog (Salud, Dinero y Atención Primaria), denuncia hace un par de años que la falta de médicos en este país no es tal y que, en breve, habrá de nuevo más médicos que plazas MIR ofertadas. Critica los números clausus, la falta de sintonía entre Educación y Sanidad, la explotación (“petróleo barato”) que ha durado décadas y el exilio de médicos que hemos tolerado. Ahora los refuerzos llegan con cuentagotas, sólo hasta noviembre.

Poco a poco los aplausos dan paso a las pancartas, los pacientes tampoco se contentan con una llamada, se mueve el suelo bajo el desinfectante y la colisión con un nuevo brote del virus puede ser dura. Medicina no debería ser una profesión de moda, pero aún lo es. El chico listo de la familia bien es dirigido a las filas de los galenos porque es de primera división; da igual si no deseaba ser médico. No es extraño que los primeros números de MIR elijan sectores empresariales, como la derma o la cirugía plástica, ¿acaso no es la esencia del siglo XXI prescribir cremas y aumentos de pecho? Quizá sea una salida creativa de emergencia para abandonar este Titanic. Al fin y al cabo, son los chicos listos de la familia.

El número uno del MIR se dio a conocer el pasado martes. Sonríe en una revista de sociedad y dice ser un poco friki. Me gusta su sinceridad. No tengo muchos números uno con los que compararlo y su desaliño es el que uno espera de un ingeniero informático. Su camiseta hibrida sus dos pasiones: Pokémon y la serie Juego de Tronos. Admite haber descartado hematología porque los pacientes podían “tener una situación oncológica compleja y no me veía tan preparado”. Llamo enseguida a mi amiga y me llega su excitación: será oncóloga, lo que ella quería. Le doy las gracias a Pokémon en silencio por descartar la onco. Habla de que este año la gente huye de los hospitales madrileños y apuesta por los catalanes “por el virus y porque ya no se oye tanto a los indepes”. València, como siempre, se ha acabado enseguida. Se extraña de mi curiosidad. “Está muy claro ─añade─, es porque aquí se vive muy bien”.

Rosana Corral-Márquez es psiquiatra y escritora

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