COSTUMBRISMO Y MOJITOS

Blasco Ibáñez en un chiringuito

Al escritor le pirra ser cronista de las costumbres
del pueblo valenciano, y ni muerto ni de vacaciones ni en bañador va a dejar de radiografiar a la sociedad

| 31/07/2020 | 5 min, 30 seg

Se ha quitado la pajarita, lleva la camisa abierta y ha cambiado el sombrero de fieltro por un panamá, muy más fresquito, mucho más estival. Le quita años, le suma carisma. Piensa que igual hasta se afeita el bigote, que en estos meses es una esponja de sudor y espuma de cerveza. Lo de que en algunas playas se prohíba fumar le fastidia, él sin su puro curvado como su joroba de escritor es que no se siente él. Según con qué pie se levante, va al Pata Sur, La Más Bonita o ElOcho. Si ha quedado con Emilia Pardo Bazán, la recoge con la tartana y trotan hasta el Biko, en la playa del Puig. Ya sabéis que Emilia es una de las grandes gastrónomas de España y no se le puede llevar a comer a cualquier chiringuito. Después de batir récords de venta con La cocina española antigua, quiere publicar algo más fresco, algo que incluya más wraps de salmón y cuscús y menos áspics y gachas.

Como buen costumbrista, Blasco se baja a echar el rato en los chiringuitos, observando a la clientela y al personal. Alguna vez le han llamado la atención, con su edad y esa mirada escudriñadora parece un mirón. Una tarde ligó, pero esa es otra historia. Blasco se pide un doble, unas bravas y una ensaladilla. Arriba el tipismo. Saca la estilográfica y el cuaderno que siempre le acompaña y siempre se le mancha de ajoaceite e impresiones: «La muerte frita no figura entre los suicidios de los hombres de genio. Por eso el caballero de la mesa cuatro, que tiene semblante de poeta y sufre en sus entrañas como uno de los condenados de Dante, opta por una ración de escalibada y una Coca-Cola Zero, una decisión nutricional acorde con su temperamento de índole espartana». Aunque su barriga no lo diga, promulga a los cuatro vientos las bondades de una dieta basada en los productos autóctonos y de bajo contenido graso.


Blasco Ibáñez se sirvió de la mesa para retratar las penurias alimenticias de los pescadores y el campesinado (Cañas y barro, La barraca), el arribismo de la sociedad valenciana (Arroz y tartana) o las idas y venidas de la burguesía y proletariado vizcaíno a principios del siglo XX (El intruso, que está plagado de platos con alubias y patatas). Una bibliografía apegada al territorio y al alimento. Estos días, sentado en un chiringuito que mira al golfo de València, se revienta la mano tomando notas del comportamiento de algunos de los clientes con los camareros, como si por estar sobre la arena, las costumbres sociales fueran tan volátiles como una sombrilla plantada en un temporal.

Fue otro escritor el que acuñó el término “chiringuito”: el madrileño César González-Ruano, más recordado por su faceta de periodista y poeta de tertulia. Y por un par de cosas nazis que hizo. González-Ruano frecuentaba un pequeño bar en la playa de Sitges: Cuatro maderas pintadas de blanco, pescado del día, bebida fría, café y cero pretensiones. Lo bautizó como El chiringuito. Era 1913 y la palabreja se la había sacado de sus viajes a Cuba, donde “chiringo” era el pequeño chorrito que salía al preparar café de filtro con una media —en España, el humilde y primitivo café de calcetín, hay vida antes de la V60 y la Chemex—. Esta preparación de café la consumían los trabajadores de las plantaciones de caña de azúcar durante el siglo XIX. Los campesinos crearon pequeños quioscos de caña y hojas para refugiarse del calor y tomar café. Les llamaron “chiringuitos”.

A César le hizo gracia la imagen de sencillez que evocaba el término, le arreó un artículo y listo. Así nació el primer chiringuito. Del sudoeste de Barcelona hasta Andalucía florecieron chiringuitos y en 1983 la RAE registró la palabra con dos acepciones: “quiosco o puesto de bebidas al aire libre” y “chorrito menudo”.

A Blasco le está dando una hipertermia. Esperad un segundo, que voy a pedirle otro doble.



Vale, ya, se ha repuesto. Le he echado un ojo a sus apuntes y es un catálogo de fauna veraniega: Está el señor prototípico valenciano, de piernas finas y barriga prominente, como de boa constrictor. Tiene un tono moreno jubilación que gira a rojo, con la marca blanca del reloj de pulsera. Es de los que están en el chiringuito a primera hora y en el primer café desliza un chorrito de whisky, coraje para plantar la sombrilla. Según avanza el día, emergen familias y familias de familias con niños sedientos de helados artificiales. También hay grupúsculos de adolescentes que tienen en las urbanizaciones un sueño de libertad —¿Cuántos matrimonios bien avenidos habrán comenzado en el Cala del Perellonet?—. Las tardes son para los mojitos y para que los camareros descansen un rato o contesten a los emails de trabajo. De su otro trabajo, el de oficina y título universitario. Esto lo sabe Blasco y lo sé yo, porque charrando con uno de los camareros, editor y coleccionista de másteres, nos hemos puesto a debatir sobre el informe de Econcult de la Universidad de València que señala el futuro incierto y la precariedad laboral de gran parte de los trabajadores culturales en el escenario post-pandémico. Doctorando en antropología de día, friendo calamares de noche, nos cuenta.

A más luz azul y sillones blancos haya en el chiringuito, más tetes hay. Son el relleno del elenco, la mesa Lack y la estantería Billy de los seres humanos. Están porque tienen que estar, son parte de la cadena trófica de la hostelería valenciana. Si no puedes con ellos, únete. Pide un daiquiri de fresa, baila. J. Balvin es democracia.

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Como dice mi amigo Gonzalo: «Blasco Ibáñez escribió La Barraca, tú chapaste la discoteca Barraca». Feliz agosto, hedonistas. No dejéis de observar en los bares ni de beber sin mesura todo lo que sepa a verano.


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