Yolanda y Marian han elevado el nivel de aquello que se espera cuando entras en una cafetería
Desde que tengo uso de razón cafetero he visto a las hermanas Valero, Yolanda y Marian, las coffee roasters de la terreta (jiji), como una especie de sherpas acompañando al prójimo en ese camino a veces tortuoso de saber diferenciar entre un café sin alma ni misterio ni trabajo, en comparación con el resultado de unos granos ordeñados con tiempo y sabiduría.
Marian en el campo, hace pocos meses subida a las alturas colombianas, y Yolanda en Russafa, han elevado el nivel de aquello que se espera cuando entras en una cafetería. Mientras, llevan meses colándose en restaurantes, bares y hoteles con el ‘doble o nada’ de cambiar el nivel habitual de café con el que acabamos una comida.
El lunes, alrededor de la mesa del fondo de esta ubicación de la calle Buenos Aires donde casi siempre sale soleado, Yolanda me hablaba de la ‘gente lenta’. Regados por el Hawassa, se refería a cómo se puede ser persistir, abrirse un hueco en el negocio, sin necesidad de colapsar, yendo con calma. Oda a la gente que no corre.
Para evitar prisas, desfilaron pausadamente el gofre de pulled pork, col fermentada, huevo pochado y salsa de kimchi; el hummus de remolacha; la tostada de salmón, queso con eneldo y cebolla encurtida. Y más café Hawassa. En una cocinita, pegada a ese patio privilegiado que a principios de siglo fue tetería, las cocineras Anna de Vicienti y Amagoya Benlloch convierten Bluebell en una sala de comidas diarias.
Un símbolo de la maduración urbana de la ciutat. Un buen antídoto frente a la depredación y las prácticas únicamente extractivas. Más Hawassa, por favor.