El Espacio Luna de València acoge hasta el 20 de agosto una propuesta de Pepet -también vocalista de la banda de punk Finale- que utiliza el ocaso de la trashumancia como metáfora de una civilización en crisis.
VALÈNCIA. El refugio mide más de cuatro metros de ancho y tres de alto. Apenas unos centímetros separan la rusticidad de sus contornos -orgánicos, irregulares, polvorientos- de las asépticas paredes -rectas, blancas, lisas- del edificio que lo contiene. Este juego de contrastes y proporciones incómodas produce una sensación de claustrofobia que no solo es deliberada, sino que de hecho cumple una función esencial: señalarnos que algo está fuera de lugar. ¿Qué hace un refugio de montaña dentro de lo que parece una nave industrial? ¿Qué hace un espacio neutro como este envolviendo una caseta de madera en un abrazo asfixiante? ¿Quién llegó antes? ¿Quién se ha comido a quién, y por qué?
Nos encontramos en el Espacio Luna (Doctor Pérez Feliu, 3-7), uno de los lugares adheridos al colectivo EVAA (Espais Valencians d’Art Associats), que se define por su apuesta por la escena más joven del arte contemporáneo, la que todavía no ha llegado al circuito de galerías comerciales. El artista invitado en esta ocasión es Pepet, conocido también en otros entornos underground como vocalista de la banda de punk Finale.
Nacido en Benifaió hace 25 años en una familia que siempre ha vivido del trabajo en el campo, Pepet es un artista plástico multidisciplinar que centra su obra en la reivindicación de la importancia de la agricultura como base fundamental para la subsistencia humana. También en la denuncia de la opresión que ejercen los caprichosos condicionamientos del mercado en un sector permanentemente condenado a la incertidumbre y en muchos casos al trabajo duro a cambio de un salario de mera subsistencia.
Pepet se declara admirador de artistas como Tàpies, Miralles o el valenciano Jorge Peris, pero sus verdaderos referentes son otros. Su principal fuente de inspiración, nos dice, es gente trabajadora y anónima. Como su abuelo, llauraor; como su abuela, pintora autodidacta, o como Joan Pipa, uno de los últimos representantes de la tradición milenaria de la trashumancia en España. Este pastor catalán -cuyo apodo hace referencia a su inseparable utensilio para fumar tabaco- es el protagonista de El somni (Christophe Farnarier, 2008), documental que recoge el último viaje trashumante que realizó Joan Pipa desde su casa hasta los Pirineos catalanes a lo largo de un año. La película nos acerca al día a día de un hombre que ama su oficio y convive con la naturaleza de un modo que resulta sorprendente y extemporáneo para el urbanita irredento que habita en casi todos nosotros. Un hombre que piensa que no hay mejor vida que la del pastor, pero que asume con resignación que el abandono de la tierra, la industrialización y el crecimiento desenfrenados, la fiebre urbanística, la multiplicación de nuevas infraestructuras y ahora el cambio climático, marcan los últimos compases de la trashumancia y prefiguran un futuro incierto para las personas que viven del sector primario. El documental se pregunta, en resumidas cuentas, si la desaparición de la trashumancia es un signo de progreso o de muerte de nuestra civilización.
“Cuando vi El somni en Filmin me causó mucha impresión, y vi muchos paralelismos con lo que ocurre en la agricultura -explica Pepet-. Precisamente, mi familia acababa de talar un campo de caquis por las exigencias del mercado, que obliga a desplazar unos cultivos por otros por cuestiones que muchas veces son estúpidas. Nuestro campo daba buenos frutos, pero no tan grandes como quieren los consumidores ahora. Al final, el sector primario es el que siempre se ve obligado a pasar por el aro y a empezar de cero, con todo lo que conlleva”.
La instalación Bona ploguda que acoge hasta el 20 de agosto el Espacio Luna trata de conectar las amenazas que se ciernen sobre el pastor trashumante -cuya existencia es ya casi testimonial- con las del pequeño agricultor. La vinculación entre los dos mundos se ha materializado en la construcción de un refugio montañés con los materiales que Pepet tenía a su alcance tras la decisión de su padre de talar su campo de caquis. Se trata de un cultivo con mucho valor simbólico, puesto que esta fruta, que protagonizó hace años una gran expansión en el campo valenciano, ahora atraviesa horas muy bajas debido a los bajos precios que se pagan y a los problemas de plagas, entre otras razones.
Para la construcción de este refugio, Pepet fue recolectando y transportando con su furgoneta desde Benifaió hasta el barrio de Patraix durante más de un mes y medio decenas de troncos de caquis, sacos de tierra y otros elementos que encontró abandonados en su pueblo. Entre ellos, el poste de luz que actúa como pilar central o las viejas vías de tren con las que construyó la estructura del tejado a dos aguas, que se cubrió posteriormente con sacos de arpillera. La masa de paja y tierra arcillosa roja -con restos de plásticos utilizados en las labores agrícolas- sirvió para formar el adobe que sostiene las paredes.
La idea de esta instalación es recrear la situación de un supuesto excursionista que se encuentra con este refugio abandonado en mitad de la montaña, y se adentra en este lugar oscuro y salvaje con la ayuda de una linterna. Dentro descubrirá objetos cotidianos y artefactos creativos que es mejor no desvelar en este artículo. La experiencia inmersiva que buscaba Pepet con esta instalación se ve reforzada por procesos que se han producido al margen de su control. Con el paso de los días, la vida se ha ido apoderando de esta escultura-casa con la aparición de moho, hierbas salvajes, arañas y babosas que transmiten a los muros el brillo de sus secreciones. Si callas y escuchas con atención, puedes escuchar incluso pequeños crujidos que pueden resultar inquietantes al excursionista dominguero, pero no al habitante del campo. La simbiosis entre estos microorganismos y las piezas audiovisuales grabadas por Pepet en el campo completan la experiencia.
“Me interesan mucho las obras vivas y las cosas que surgen de forma no premeditada -nos cuenta-. Cuando entra el espectador, la naturaleza se le mete por todos los sentidos: los olores, la humedad, los sonidos del campo que llegan desde el exterior, la visión de los rebaños de ganado que se ven desde la ventana…”
“La idea de tener que entrar con linterna me parece muy interesante porque añade una perspectiva histórica a la instalación -apunta por su parte Manuel Minch-, ya que la trashumancia es una actividad desuso, y así este refugio se entiende que es un lugar abandonado cuyos restos encuentra el que viene de la civilización”.
El antecedente directo del Espacio Luna fue una web llamada Internet Moon Gallery que impulsó Manuel Minch cuando estaba terminando la carrera de Bellas Artes. Esta página adquirió bastante popularidad en los círculos del arte digital en España, aunque también invitaba a creadores plásticos a trasladar sus investigaciones al entorno digital interviniendo la web durante un mes. Era una especie de proyecto site-specific digital que cambiaba de artista invitado cada noche de luna llena.
“Hace dos años volví a vivir a València y encontré un local en Patraix para instalar mi estudio. Decidí convertir la parte de atrás en un espacio expositivo para seguir invitando a artistas a hacer intervenciones específicas, pero con soportes materiales. Este es básicamente un proyecto sin fines comerciales, que sirve para ayudarnos entre artistas”, recalca. Espacio Luna está integrado dentro del colectivo EVAA junto a otros espacios como a10, ZAPE, Pols, Saceca y algo algo.
Para visitar la instalación Bona ploguda, es necesario reservar plaza a través de la cuenta de Instagram de Intermoongallery. Pepet hará visitas guiadas varias tardes a la semana. La entrada es gratuita, pero se puede ayudar a financiar los costes de producción de la instalación con la adquisición de un fanzine creado especialmente para la ocasión con textos y fotografías en blanco y negro de Guillermo Beses en el que se recoge todo el proceso de creación de la pieza.