Suele atribuirse al Peronismo y a su movimiento justicialista el calificativo de populista. De hecho, el mundo académico empezó a estudiarlo desde que Juan Domingo Perón llegó a la presidencia de Argentina en 1945 y fue depuesto por un movimiento amplio, la llamada Revolución Liberadora en 1955, en que confluyeron sectores conservadores tradicionales, gran parte de la Iglesia Católica, el Partido Radical, comunistas, socialistas y el Ejército. Perón, que había ascendido a general, tuvo que exiliarse en Paraguay, Panamá, Santo Domingo, Venezuela hasta recabar al final en España por la intersección de algunos falangistas y seguiría influyendo en la política de su país hasta conseguir su tercer mandato como presidente en 1974. Murió ese mismo año, pero el peronismo condicionó toda la política de Argentina hasta la actualidad. Ello ha dado lugar a que se ponga como símbolo del movimiento populista, término que se ha extendido con prodigalidad en el siglo XXI al aparecer partidos políticos que reciben esta denominación. Tengo contabilizado más de 500 publicaciones sobre el tema sin que haya un consenso intelectual sobre su significado. En él se incluyen elementos muy diversos que pueden extenderse también a otras organizaciones que se consideran ortodoxas en su tradición y estrategia política. Tampoco sirve la calificación de demagogia que no tiene especificidad política, solo como descalificativo. Una manera de intentar clarificar el concepto es analizar su contrario como antipopulismo y observar que no existe ningún partido que no utilice, con mayor o menor énfasis, elementos tachados de populistas. Al igual que podemos, por ejemplo, definir el antifascismo o el anticomunismo señalando sus diferencias con las democracias liberales y parlamentarias.
Getulio Vargas, que gobernó en Brasil entre 1930-1945 y 1950-1954, fue el primero en ser tachado de populista con efecto retroactivo, y su periodo fue calificado de Estado Novo para diferenciarlo de la “Vieja República” de 1890, en manos de la oligarquía de los exportadores cafeteros que tenían su dominio en Sao Paulo e imponían los precios del mismo, aunque existiera sobreproducción, ya que los excedentes los absorbía el Estado. Sus políticas económicas y sociales comenzaron en plena crisis de 1929 con las nacionalizaciones y la promoción industrial con un discurso nacionalista. En ese contexto los cafeteros fueron desplazados cuando la Alianza Liberal brasileña no aceptó los resultados electorales que daban la presidencia a Julio Prestes. Vargas, tras un golpe militar y desde la entonces capital, Rio de Janeiro, se convirtió en presidente provisional. Posteriormente, con la llamada Revolución Constitucionalista de 1932 que inició la democratización del país y que votaran por primera vez las mujeres en 1933, se convertiría en presidente con la nueva Constitución de 1934. Ante un intento de golpe de Estado en 1937, que el gobierno atribuyó a los comunistas, Vargas reaccionó con un contragolpe y proclamó el Estado Novo con el deseo de modernizar la Administración con una nueva Constitución a la que se le ha atribuido influencias del fascismo italiano de la época. Ante la II Guerra Mundial, y al contrario que el gobierno argentino, se unió a EEUU declarando la guerra a Japón, Alemania e Italia en 1942. En 1945 fue depuesto por un nuevo golpe militar, pero volvió a ganar las elecciones en 1950 y gobernó hasta su suicidio en 1954. Fue una trayectoria convulsa como la del resto de países de América Latina, pero también de España. Tal vez por eso Winston Churchill preguntado sobre qué había que hacer con España que había colaborado con la Alemania nazi afirmó: “¿España? ¡Ah! ese país sudamericano que tenemos en Europa”.
Hoy España está en la UE y Gran Bretaña fuera, después del Brexit, con problemas políticos y económicos. No obstante, la inestabilidad de los países europeos donde la polarización política cada día se acentúa más, y lo que ha ocurrido en Brasil con las elecciones presidenciales entre Bolsonaro y Lula puede asemejarse a lo que puede ocurrir en las próximas generales entre Feijóo y Sánchez, con su tradición de una sociedad dividida entre ese mantra falso de las dos España, porque ese esquema, trasunto de la Guerra Civil, se ha convertido en una leyenda sin fundamento real. No existen dos Españas, sino varias, como hay varias Francia, Rusia o Gran Bretaña con mentalidades y conciencias diferentes que, como el resto de los países, ante unas elecciones, puede dividirse en dos grandes grupos, pero eso no significa que se corresponda con las estructuras sociales de cada zona. Existen problemas globales como la duda sobre la configuración territorial, con la presencia de los nacionalismos en Cataluña y Euskadi principalmente. Hay, por tanto, varias España en términos sociológicos, con una gran mayoría que quiere mantener la unidad del Estado. Por eso, como ha pasado ahora en Dinamarca, donde han ganado los socialdemócratas, pero sin mayoría suficiente para formar gobierno, lo que los llevara a un pacto político con fuerzas centristas, algo que podría promocionarse en España con una coalición entre PP y PSOE que tal vez podría apaciguar la polarización política y dar un cauce a la configuración territorial.