La última semana ha estado marcada por las noticias provenientes de Estados Unidos sobre la quiebra del Silicon Valley Bank, una entidad especializada que captaba a sus clientes principalmente del entresijo de inversores y startups vinculados al sector de la alta tecnología.
La expansión monetaria ordenada por la Reserva Federal durante la pandemia favoreció que bancos como el SVB nadaran en liquidez y apostaran por invertir una porción creciente de ese dinero en activos a largo plazo que ofrecían buenas garantías como los bonos del Tesoro. La primera parte del problema vino a raíz de las subidas de tipos aplicadas por los bancos centrales para contener la inflación a partir del otoño de 2021. Dicha subida ha tenido como consecuencia que los Estados tengan que ofrecer a su vez tipos de interés más ventajosos para poder colocar su deuda pública. Como los bonos emitidos hoy ofrecen mejores condiciones que los emitidos hace dos años, estos últimos se han vuelto más difíciles de revender en el mercado. Quienes los compraron sólo pueden deshacerse de ellos asumiendo pérdidas.
La segunda parte del problema consiste en que los clientes del SVB también han ido padeciendo las consecuencias de la subida de tipos, sobre todo porque muchos de ellos son empresas de pequeño tamaño en desarrollo. Al restringirse el acceso al crédito por la subida de tipos, tuvieron necesidad de recurrir al dinero que tenían depositado. Esto obligaba al SVB a vender parte de sus activos invertidos a largo plazo para atender las necesidades de liquidez a corto plazo de sus clientes, es decir, se vieron forzados a vender parte de sus inversiones financieras por debajo del precio al que las adquirieron generando un desequilibrio en sus cuentas cada vez mayor.
Esta situación debería haberse podido evitar con una correcta aplicación de los esquemas de supervisión que se aprobaron a raíz de la crisis del 2008 recogidos en los Acuerdos de Basilea III y, en el caso de los Estados Unidos, con la aprobación de la Ley Dodd-Frank en 2010. En resumidas cuentas, los bancos aceptaron un mayor control sobre su actividad a cambio del rescate financiero. Sin embargo, desde 2010, y especialmente durante el mandato de Donald Trump, la supervisión sobre el sector financiero se ha ido debilitando progresivamente. El motivo es el de siempre, grupos de presión con buenos contactos y mucho dinero detrás susurrándole a la oreja a los miembros del Congreso y del Gobierno Federal lo que tenían que hacer. Quien estaba detrás de esos lobbies eran, por supuesto, los mismos que habían tenido que acatar esas molestas regulaciones y entre ellos -lo han adivinado- ejecutivos prominentes del SVB. Por cierto, estos días se ha sabido que estos mismos ejecutivos vendieron sus acciones del SVB semanas antes de la quiebra aprovechando que poseían información privilegiada sobre la situación de la entidad.
El Gobierno federal ha aceptado, otra vez, realizar un nuevo rescate financiero para evitar que los depositantes del SVB pierdan su dinero. Quizás usted piense que esto tiene su lógica porque, al fin y al cabo, estos clientes no son culpables de la mala gestión del banco. Quizás se le ocurra también que esto era necesario, como lo fue en 2008, para evitar un efecto contagio que acabara provocando un problema de dimensiones mucho mayores. En realidad ni lo uno ni lo otro es cierto. La quiebra del SVB, una entidad relativamente menor especializada como decíamos en el sector tecnológico, no es equiparable a lo que ocurrió en su momento con el desplome de Lehman Brothers. La clave en este caso, ha sido precisamente que los clientes del SVB eran también inversores y entidades muy bien posicionados que han ejercido su influencia y han amenazado al Gobierno federal, y como han publicado Bloomberg y el FT, con tomar represalias.
A todo esto hay que añadir que la Reserva Federal ha anunciado ya la creación de un nuevo mecanismo de liquidez para evitar que las nuevas rondas de subidas de tipos puedan comprometer la situación de otras entidades del modo que ha ocurrido con el SVB. Dicho de otro modo, se dotará a los bancos de una protección específica sobre los efectos indeseables de las subidas de tipos que la propia Reserva Federal ha venido realizando para contener la inflación restringiendo así la inversión y el consumo. De nuevo, la irresponsabilidad del sector financiero se premia con mayores privilegios.
El seguidismo del BCE a las políticas de la Reserva Federal hace prever que, si fuera necesario, medidas como éstas podrían llegar a replicarse en la Unión Europea, aunque el BCE se ha afanado en decir que no cabe dicho riesgo porque en nuestro caso se han mantenido intactos los controles sobre el sector financiero derivados de los acuerdos de Basilea III. Pero el matiz es importante en este caso, no es que el BCE no estuviera dispuesto a actuar en una línea semejante a la FED sino que no cree que vaya a ser necesario.
De hecho, el BCE acaba de anunciar una nueva subida de tipos de interés que no se ha retrasado a pesar de la comprometida situación que atraviesa el Crédit Suisse. Entidad que se sabe ya que recibirá un rescate de 50.000 millones por parte del banco central suizo y que ha contribuido a desestabilizar los mercados financieros europeos uniéndose a la quiebra del SVB. Sin embargo, esas oscilaciones generan mayores temores entre los gobiernos y la opinión pública que en las propias entidades financieras que, primero, apoyaron con entusiasmo la política de subida de tipos y, segundo, se saben protegidas por la doctrina del “riesgo sistémico” (fina sustituta de la doctrina del “riesgo moral”) que justifica, una y otra vez, la política de privatización de beneficios y socialización de las pérdidas.
En general, las subidas de tipos de interés están siendo un gran negocio para los grandes bancos como se ha venido observando con la evolución de sus beneficios. Y resulta lógico, puesto que no existe ningún otro sector que haya demostrado una capacidad semejante para influir en la orientación de la política monetaria y en el diseño de su propia regulación. Algo que sólo es posible merced al cabildeo, a la presión y al chantaje sobre los poderes públicos, y al intercambio constante de directivos entre las entidades financieras más importantes y las principales instituciones públicas que deben supervisar su actividad.