Cómo será la nueva normalidad, quiénes seremos cuando volvamos a ser los mismos
Saldremos. Volveremos a los bares que no serán los mismos bares, como el río no era el mismo río y sin embargo nos bañábamos en él cada verano, como si nosotros fuéramos los mismos niños, llenos de sal y de tendones nerviosos.
Almorzaremos la misma tortilla de patatas que no será la misma, señor, líbranos de la salmonella, pero nos sabrá como si lo fuera. Los mismos la preferirán sin cebolla. Beberemos de los mismos vasos, ahora más vasos que nunca, de las mismas tazas, de loza blanca, inmortal.
Cuando llegue la hora del café, el camarero preguntará: ¿lo mismo de siempre?
Asentiremos. Y removeremos con la misma cuchara el azúcar del fondo, como nuestros pies removían el lodo de aquel río intermitente en el que nos bañábamos.
Pondrá el mismo chupito de mistela, esta vez sí, de la misma botella, la que ha esperado en la oscuridad del silencio nuestro regreso, con la rectitud y la calma que sólo un líquido en reposo despliega.
La misma máquina de tabaco al fondo. El mismo baño, con sus tres azulejos caídos, esa cámara sellada donde la vida se detiene, y el rumor del bar se aleja como un barco de rescate.
Pasaremos el servilletero a cualquiera que nos lo pida, lo mismo que antes. Le sonreiremos lo mismo, puede que sólo con los ojos. Pensaremos en aprender de las mujeres con hiyab a sonreír con los ojos.
Pensaremos en esa misma mano que ha rozado la del otro, esa mano distinta, ese apéndice de pronto inédito que ya no nos llevaremos a la boca, ni a la nariz, pero cuya presencia de mascota nos seguirá a todas partes.
Volarán cientos de sospechas en forma de manos; las del cocinero, las del camarero, las del repartidor.
Nuestros ojos pastarán por los mismos periódicos, rumiarán los mismos titulares, mientras nos crece la hierba en las pupilas.
Reservaremos en nuestros sitios preferidos, en la misma mesa junto a la misma ventana, por la que pasarán un treinta por ciento menos de transeúntes, que serán los mismos extras, dedicados a trasuntar sin descanso.
Querremos tomar lo mismo de siempre, la carne en el mismo punto, el curry con el mismo picante, la paella con el mismo grosor.
Seguiremos conservando nuestros sentidos como si no fueran ellos los que nos guardaran a nosotros: el olor que todo lo posee sin permiso, el sabor introvertido, egocéntrico, el tacto ciego, la vista obvia.
Luciremos más calmados, menos alegres, más europeos. Nos tocaremos lo mismo que un danés, nos besaremos lo mismo que un alemán, nos apiñaremos lo mismo que un suizo.
En la terraza de la misma mesa que ocupábamos hace una pandemia, observaremos el mismo atardecer, el sol rindiéndose al horizonte antiguo, el mismo horizonte de milenios, exactamente el mismo.
En el mercado compraremos en los mismos puestos, las mismas verduras de siglos, la fruta fugaz, la manzana eterna, los mismos quesos, las aceitunas igual de negras.
En el bar del mercado, el mismo camarero nos gastará la misma broma, que le reiremos con los mismos dientes, la misma cocinera atenderá la plancha. Pediremos el mismo bocata. Gritará nuestro nombre, el mismo nombre desde que nacimos, cuando esté listo.
Nos alegraremos de reencontrarnos con los mismos, incluso con los mangurrianes y bocachanclas de siempre.
Será casi verano entonces, la estación de la casi eternidad, del río que no cesa.
Lo invisible seguirá existiendo lo mismo: el perfume, las ratas del subsuelo, los virus, el deseo, el mismo deseo, siempre distinto.
La nostalgia nos sacudirá a ratos, la misma nostalgia pulverizando su fragancia ácida.
La nueva normalidad imitará la casualidad de la vida, nos hará olvidar la extrañeza que antes nos producía la antigua normalidad. Exactamente la misma extrañeza que ahora.
Y nunca sabremos si somos los mismos cuando volvamos a ser los mismos.