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Carla Pereira: "Con animación puedes hacer lo que quieras: eres dios"

11/08/2019 - 

VALÈNCIA. En medio de la huerta se erige una nave que, a primera vista, podría ser uno más de los almacenes industriales que plantan cara a las fértiles tierras de Alboraya. Pero no lo es. En su interior, una puede encontrar escenarios a escala, esbozos, pinceles, muñecos, materiales y un sinfín de herramientas. Es el espacio que ocupa Engranaje, un colectivo artístico dedicado a la animación stop motion y donde nos encontramos con Carla Pereira, cofundadora del estudio y animadora con una vasta experiencia en esta profesión.

Natural de Buenos Aires, Pereira cuenta que acabar estableciéndose en València fue fruto de un conjunto de circunstancias. “El primer trabajo que tuve como animadora fue en Clay Kids, con Javier Tostado; por eso me quedé”, apunta. Noruega, Holanda o México son otros lugares que figuran en su currículum. También Londres, donde trabajó codo a codo con Wes Anderson en la película Isla de perros. “Pero siempre acabo volviendo a València”, confiesa con una sonrisa. No duda en señalar como un factor de peso que esta sea la residencia de su compañero Juanfran Jacinto, con quien ha codirigido Metamorfosis, un cortometraje que verá la luz en España en el Festival Internacional de Cine de Gijón el próximo noviembre. 

“Cuando empezamos a escribir la historia, me gustaba esa idea de estar condenado a que todo se tuerza constantemente por un motivo u otro. El intentar hacer las cosas bien, pero que siempre acaben saliendo mal”, cuenta Pereira, que reconoce sentir debilidad por los personajes “rotos”. El cortometraje, que tiene un tono perturbador e inquietante, contrasta con El diario de Bita y Cora, serie de animación infantil coproducida por À Punt en la que habitualmente trabaja la animadora. El stop motion se va desprendiendo de su relación con el público infantil, pero todavía se enfrenta a multitud de retos.

“De hecho, estábamos pensando hacer ahora una serie para adultos en stop motion, pero lo hablamos con uno de los productores del cortometraje y nos comentó que no tenía mucha salida. Que fuéramos a llamar a la puerta de Adult Swim en todo caso, que es un canal que sí hace animación para adultos”, señala la animadora, que sortea los obstáculos con buenas dosis de humildad y empeño. “Para hacer Metamorfosis, capitalizamos nuestros sueldos. Al final ganamos un poco, pero durante el rodaje Juanfran y yo estuvimos cobrando 300€ al mes. Teníamos claro que íbamos a ser los más perjudicados a nivel económico, pero estábamos dispuestos a correr ese riesgo”, añade.

El por qué no resulta un misterio: “No he sido tan feliz trabajando en mi vida. Nunca”, señala Carla Pereira mientras se le dibuja una enorme sonrisa en la cara. Por ello, cuando se le pregunta por consejos para dedicarse a una profesión tan vocacional, tiene uno que formula alto y claro: “Hay que olvidarse de la mirada ajena y contar lo que se quiera. No hay que avergonzarse de las propias obsesiones o pensar que no se está a la altura. Se tiene que contar lo que realmente se quiera contar. Se nota mucho cuando un proyecto está hecho con pasión y cuando está impostado”. 

-¿Por qué animación y, en concreto, stop motion?
-Es un tema del que hablé hace poco con mis compañeros. Se suele relacionar la animación con la paciencia, pero creo que es algo que repetimos a fuerza de haberlo oído. Al final llegamos a la conclusión de que, si nos dedicamos al stop motion, es porque tenemos un fetichismo por lo matérico: por lo que se puede tocar. Es de alguna manera lo que nos une. Y lo que también hace que el stop motion se diferencie del 2D o del 3D.

-¿Cómo es dedicarse al stop motion ahora, en un momento donde cada vez hay efectos visuales más espectaculares gracias a las nuevas tecnologías? ¿Cuánto hay de artesanal y digital?
-Tengo una anécdota al respecto. Cuando empezamos a rodar nuestro cortometraje Metamorfosis, vino a hacer de asistente de dirección un chico que conocí en Noruega, cuando trabajé en una película de stop motion allí; un chico metódico, muy cerebral. Durante el proceso del corto, quiso convencerme de hacer una escena que hay de un incendio en 3D, pero yo me negaba en rotundo.

Para intentar convencerme, me contó que había un zoólogo que hizo un experimento en los años 50: fabricó unos objetos que generaban reacciones instintivas muy fuertes en los animales. Creó unos huevos de yesos pintados con colores saturados y los pájaros llegaron a abandonar sus huevos reales para ir a incubar esos huevos de yeso; también me contó el caso de una mariposa que quería aparearse con un cilindro giratorio antes que con las hembras de su propia especie. Con ello básicamente me quería decir que nos atrae lo artificial. Todo eso para intentar usar el 3D en una escena [ríe], pero no coló. 

Sin embargo, a raíz de todo esto, sí me hizo cuestionarme una cosa. Él me dijo: “Imagina un futuro hipotético donde un programa de ordenador consiguiera replicar lo que has hecho físicamente, pero en 3D. Igual, sin diferencias. ¿Preferirías saber que lo que estás viendo se ha hecho físicamente o te valdría 3D?”. Y yo contesté que me gustaría que fuera de verdad. Me di cuenta de que sí era una cuestión fetichista. 

-¿Resulta cada vez más difícil distinguir entre lo que es stop motion y lo que no lo es?
-Creo que para el ojo de un animador no. Yo, en ocasiones, sí he pensado: “Me está costando verlo”, pero normalmente sí que lo pillo. Cuando es 3D se nota bastante porque está todo muy controlado, no hay lugar para el error. Eso no me atrae demasiado, quizá porque me gustan las cosas rotas. Cuando todo es tan perfecto, tan fluido, no hay lugar para el accidente. 

Producciones de Laika [compañía de animación stop motion estadounidense, detrás de películas como Coraline] o incluso Frankenweeniem que están tan pulidas y relamidas, casi parecen 3D. Y te llegas a preguntar, entonces, por qué lo han hecho en stop motion. Nunca lo he entendido. Soy muy purista del stop motion sucio, roto; del error, del accidente.

En nuestro caso, en Metamorfosis al final no hicimos nada en digital. Cuando uno de los personajes fuma, hicimos el humo con guata y el fuego con papel celofán. Yo venía de Isla de perros y había visto que era posible hacer todo con materiales. Creo recordar que Wes Anderson hizo poquísimas cosas en 3D. Aprendí mucho de eso.

-Precisamente, ¿cómo fue la experiencia de trabajar en Isla de perros?
-No fui consciente hasta pasados unos cuantos meses. Se me hizo un poco grande. Cuando llegas, te enseñan la animática; te hacen un tour donde te muestran los decorados, los personajes; te llevan al hospital de puppets… Y me acuerdo de estar caminando entre esos decorados y estar todo el rato pensando en qué estaba haciendo yo allí. Era raro. Tuve esto que está tan ahora de moda: el síndrome del impostor (pero elevado al cubo). 

En Isla de perros era asistente de animación. Eso significa que hacía efectos; animé algún perrito muy pequeñito; e hice los estornudos de los perros. Recuerdo que el proceso de trabajo estaba calculado al milímetro: resultaba abrumador. Wes Anderson quería supervisar cada mínimo detalle: todo tenía que pasar por él. Enviaba incluso videoreferencias de los movimientos de los perros. Tenía muy claro el tipo de movimiento que quería, no tan realista, sino más dinámico. 

Foto: ESTRELLA JOVER.

-Comentaste en una ocasión que el cine de animación “es una técnica, no un género”. ¿Por qué existe tantos problemas en considerarlo una técnica? 
-Porque se vincula mucho al público infantil. Ha pasado toda la vida. Imagino que porque los inicios de la animación fueron por esa vía y se ha quedado con esa etiqueta. Ahora tenemos que hacer el camino inverso para intentar despegársela.

Me acuerdo de que fue muy polémico cuando se estrenó en los cines O apóstolo, de Fernando Cortizo, porque había padres que llevaban a sus hijos a verla. Y es una película de terror, aunque sea stop motion. Hace poco unos amigos me mandaron una foto (porque saben de mi interés por estos temas) en la que salía la película Anomalisa en la estantería de cine infantil. Anomalisa es una película donde salen escenas explícitas de sexo. Es esa lucha eterna que tenemos, pero creo que poco a poco se va consiguiendo con películas como Mary and Max, Anomalisa o La vida de calabacín. Se puede contar lo que quieras con stop motion; como decía, no deja de ser una técnica.

-Comparando los proyectos internacionales en los que has trabajado con los de España, y en concreto, València… ¿Cuáles son las diferencias más palpables entre unos y otros?
-La diferencia más grande que veo es que aquí es todo un poco más precario… pero tampoco quiero tirar por los suelos la animación que se hace en València, porque me gustaría que más gente se animara a emprender proyectos. 

Por ejemplo, nosotros en el corto [Metamorfosis] tuvimos un productor francés y otro español. El español trabajaba con las ayudas del Estado español; y el francés, con las de allí. Se dieron situaciones como que mi compañero y yo cobrábamos la mitad que otros miembros del equipo; y eso que éramos los directores y además nos encargamos del trabajo de un montón de departamentos diferentes. A algunas personas del equipo les pagaba el productor español; y, a otras, el francés. Entre ambos ya habían acordado la distribución de sueldos y gastos, y había buen rollo en el equipo, pero sí resultó un poco raro. En eso se nota, por ejemplo, que en Francia se apuesta más por la cultura, hay más ayudas. 

-Un artículo reciente ahondaba en que el gran valor del anime frente a las series de imagen real es su riqueza temática y profundidad psicológica. También, por otro lado, se apuntaba que la animación permite escenas casi “imposibles” que serían difíciles de rodar con actores reales. ¿Qué posibilidades tiene contar una historia a través de la animación?
-Con animación puedes hacer lo que quieras: eres dios. Me parece un mundo mágico también por eso. 

De hecho, al principio en nuestro corto iba a haber muchas más escenas sobrenaturales, pero luego nos dimos cuenta de que estábamos siendo víctimas de las posibilidades que nos daba la técnica. Me di cuenta de que estábamos cometiendo el mismo error que siempre estábamos criticando: el estar muy esclavizados de la técnica. Al final hay un par de cositas que no se habrían podido hacer de otra manera, pero todo lo demás es una madre que vive con su hijo.

-¿Hasta qué punto existe esta esclavitud de la técnica?
-Sobre todo somos esclavos del virtuosismo: de “como la técnica lo permite… Lo hago”. Y luego en realidad te olvidas de la parte más importante, que es qué quieres contar. De esto me he dado cuenta con el paso del tiempo: no quiero que el virtuosismo tape la historia que hay debajo. Puedes hacer algo maravilloso, sí; pero si luego no hay una historia debajo que la secunde, no vale de nada.

-Una de las últimas polémicas en la industria del cine ha sido la elección de una actriz negra para encarnar a Ariel, de La sirenita, en la gran pantalla. ¿Cómo valoras estas adaptaciones de animación 2D a live action que está haciendo Disney con sus películas clásicas? 
-Creo que la única justificación es monetaria. Es imposible no verlos como unos estrategas. Y detrás no veo nada creativo ni artístico. La decisión de coger a una actriz negra ni siquiera creo que sea por un rollo inclusivo, no me lo creo: insisto, hay un rollo estratega. 

Si quieres poner personajes negros, cuenta una leyenda africana, que seguro que hay muchas que son una pasada. Pero para eso no tienes por qué coger un cuento de Hans Christian Andersen, que es danés. No sé. Y si hubiera un rollo inclusivo, diría “chapó”. Pero no.

Es como lo de Toy Story 4. Leí que les habían dicho a los trabajadores: “La pastorcilla es una mujer fuerte y siempre lo fue”. Y no es así, no es real. Veo bien que te quieras subir al carro, porque dentro de lo que cabe está guay aunque no deje de ser oportunista… Pero que además quieras negar lo que hiciste antes… No lo veo claro.

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