Los hay de muchas clases pero todos son un milagro
Siento debilidad por los camareros. Tal vez porque he sido camarera y eso genera unos anticuerpos que impiden para siempre enfermar de falta de respeto o empatía hacia la profesión.
Anteayer almorzamos en La cantina, lo que antes eran los comunistas. Un esmorsaret de lujo, con su picaeta de tomate, tramusos, olivas y cacaos, pataqueta de estofado de toro con huevo, escabeche finísimo, coca con tomate, calabacín y queso azul. Y de poste, cremaet.
Ayer volvimos. Volvimos por todo eso que baja alegre por la garganta pero también por lo intangible, porque el camarero (no se si es dueño) nos trató bien.
Lo mismo que a un pueblo no se llega por la carretera de acceso sino por el camarero del bar, a un bar se vuelve sobre todo por él.
La de sorpresas que pueden esconder, por ejemplo varios premios de poesía guarda Emilio Martín Vargas en su chaquetilla, y lo mismo te pone un café que te escribe un verso Benditos los que no conocen el amor / porque toda su vida han sido camareros, o titula sus poemas Mesa 5, Mesa 9, Mesa 14.
Puedes encontrar a un gran lector tras un camarero. Recuerdo a una chica del Rivendel que nos sirvió unas cervezas y unos platos combinados. Yo le contaba con pasión a mi amigo editor cómo había dado con el punto de giro que me hacía falta en la novela: esto les va a pasar a mis personajes. Cuando pedimos la cuenta, la camarera me dijo: perdona, no he podido evitar escucharte, cuando salga esa novela, por favor avísame que tengo muchas ganas de leerla.
Puedes encontrarte a Ximo, un mago de alto nivel en el bar del mercado de ruzafa, que hace trucos magistrales mientras conduce su bandeja por entre los puestos del mercado.
Claro que hay muchas clases de camareros.
Están los de las grandes cadenas, que se parecen a las auxiliares de las clínicas privadas, que marcan una distancia educada con el cliente, que exhiben una falta de empatía absolutamente profesional.
Están los camareros eternos, con o sin chaquetilla, esos que han ido cuajando una mala leche imprescindible, los mismos que poseen un máster de análisis de la conducta humana por la universidad de Oxford pero nunca pasaron a recogerlo, los que aprendieron a sobrevivir en esa jungla del cliente espabilado, del que pide que le fíes, del que se excede con las copas y con la lengua. Seres de corazón cuñado pero puro.
Todos, absolutamente todos, incluso los robots, habrán tenido que aguantar en algún momento a clientes insoportables
Están los camareros más modernos, los que añoran haber sido médicos de estética rejuvenecedora “chicos, una mesita para cuatro” que tratan a sus clientes como a eternos teenagers, que les hablan con joviales diminutivos, “unas tapitas al centro, un aperitivito para empezar”, no importa si pertenecen a un veterano club de jubilados.
Están los camareros desastre, los que flotan lejos de la barra aunque su cuerpo permanezca allí, los que llevan una venda invisible en los ojos, y aunque te sobrevenga el síndrome del náufrago, y agites los brazos en alto pidiendo un rescate en forma de cerveza, no te ven. Claro que nunca llegarán al nivel de aquella camarera de un local de Campoamor, de cuyo nombre no puedo acordarme, que trajo absolutamente todas las comandas mal, ni un solo plato de los que habíamos pedido. Era tal el caos que armó esa noche en el local que pasamos del enfado a la fascinación y a la risa, cuando el surrealismo lo devoró todo. Al final de la noche nos confesó que su jefe la había hecho trabajar ese día y que no le tocaba, que ella venia de fiesta, bastante puesta de todo.
Están los camareros robots, como en el Crensa en Benimaclet, que llevan la comida a tu mesa, y no te darán ningún problema pero tampoco ninguna sorpresa maravillosa.
Pero lo que es seguro, es que todos, absolutamente todos, incluso los robots, habrán tenido que aguantar en algún momento a cliente insoportables, esos que confunden el respeto con la familiaridad, “jefe, ¿dónde está mi caña?”,o “ tío, la cuenta!”, esos que no te distinguen de sus mascotas y te llaman chistando o silbando, peluqueros frustrados “morena, ponme una caña”, o “rubia, una rubia”, y además graciosos, los que golpean la barra para llamar tu atención, los psicópatas que no se conforman con golpear con la mano sino que lo hacen con el vaso o el culo de la botella, los que te arrancan un brazo al pasar por su lado, para que no te escapes, los que te piden en la terraza un café con leche bien calentito y cuando se lo llevas, se les ha olvidado que era con sacarina, y cuando se la llevas, es que quema mucho, y si le puedes añadir un poco de leche fría, los que te tiran a la barra los billetes de cinco euros arrugados, como si fueras una striper tras una noche en el casino, los que juegan al quimicefa, y echan los restos de azúcar, y los papelitos del sobre descuartizado y lo remueven con el juguito que sobró de las aceitunas mientras cuentan su última aventura con aquella tarada del Tinder, los que piden dividir la cuenta entre veintisiete coma tres periodo y luego súmale la raíz cuadrada de los dos últimos que sólo llegaron a las copas, los críticos gastronómicos formados en forocoches, los que no saben educar a sus hijos, los que no saben beber, los que gritan, los que no saben estar.
Por eso siempre vuelvo a los sitios donde los camareros me trataron bien, porque es un milagro que aún existan.