VALÈNCIA.Cuenta la leyenda que Ronald Reagan cambió su política con la Unión Soviética y firmó los tratados de proliferación nuclear después de la emisión en Estados Unidos de la TV-movie The day after. Lo cuenta una leyenda, porque hay quien opina que lo que le llevó a montar aquellos espectaculares encuentros con Gorbachov fue el hundimiento de su popularidad después de descubrirse asuntos oscuros de la venta de armas Irán, la Contra y la relación de la CIA con el tráfico de drogas para financiar lo no financiable. No obstante, eso no quita que The day after fuese un film terrible. Una obra maestra del terror por dos motivos: Uno, lo que planteaba podía suceder en cualquier momento; dos, era espantoso. Cuando la echaron en televisión española, sin estar la Península Ibérica en primera línea de la III Guerra Mundial, nos quedamos todos igual de tiesos.
Un espectador se puede acojonar vivo con un alienígena o unos zombies, pero siempre media un pacto con la película. Lógicamente, nadie en sus cabales cree que pueda aparecerle un zombie a las tres de la mañana cuando sale a echar la basura. A lo sumo, alguien que lleve de speed y eme desde hace tres días. Sin embargo, que un problema político desemboque en una guerra y que esa guerra llegue hasta las últimas consecuencias, una conflagración nuclear, no es tan descabellado. Ya estuvo a punto de suceder en los 60 y, pese a la distensión de los 70, todo el mundo tenía en cuenta que en cualquier momento podía acabar su vida de un chispazo o convertirse en un infierno inimaginable por una guerra nuclear. Por esos derroteros iban fenómenos culturales como el punk, con su eslogan No Future, o películas como El planeta de los simios y el género post-apocalíptico.
El mismo miedo ha vuelto ahora a las pantallas con la serie Chernobyl de HBO, aunque en su caso no plantea una hipótesis, sino el relato de algo que sucedió en realidad, el accidente en la central nuclear soviética en Ucrania. Aunque la miniserie concentre varios personajes reales en uno, como ocurre con el caso de la científica, por lo general el guión no ha necesitado grandes dosis de inventiva. Simplemente, contar lo que pasó de forma cronológica ya es escalofriante.
El protagonista es Jared Harris, en el papel de Valery Legasov, un científico soviético que existió realmente, se encargó del caso y con el que guarda cierto parecido físico. Un actor inconmensurable que entra en Chernobyl como salió de Mad Men, ahorcándose. Sin embargo, hay un problema. El trabajo de HBO y Sky es excelente en cuanto a la ambientación. Una central nuclear con un diseño idéntico al de la accidentada y las calles de mass housing socialista de Prípiat se grabaron en Lituania, en el barrio de Audèjas. La ambientación es perfecta. Está todo milimetrado, menos una cosa: el idioma.
En un país educado en el audiovisual doblado no supone ningún drama, pero no se puede dejar de señalar que es una pena que la serie no esté rodada en ruso y ucraniano. La lengua es fundamental a la hora de expresar emociones. No sufre igual un estadounidense que un británico en la misma lengua, como para no ser diferente un eslavo. Esos trajes, esas ropas, esos barrios, ese politburó, esos agentes secretos, esas ingestas de vodka, nada de eso es igual en inglés que como sería en ruso y ucraniano. El inglés british en ese contexto suena como si viésemos a Gorbachov con flequillo.
En los tres capítulos que llevamos, la tensión que experimentará el espectador es suspense hitchcockiano. Según su teoría, el suspense puede generarse con sustos. Estos pueden estar basados en lo inesperado, o en un truco mucho más cruel. Por ejemplo, que el espectador sepa que hay una bomba debajo de una mesa, pero que los personajes que están comiendo no. Eso hace que, en teoría, uno se retuerza en el sofá. Es decir, que disfrute. Aquí, en Chernobyl, hay un festival en ese sentido por el desarrollo y planteamiento de la serie y porque toda persona medianamente informada o de edad suficiente conoce lo que pasó realmente.
El malo de esta película de miedo es la estupidez humana. Una estupidez basada a partes iguales en incompetencia e ignorancia. Los ciudadanos que sufren el accidente no son conscientes del peligro al que están expuestos, solo lo sabe el espectador. En verles actuar en mitad de la radioactividad, tanto a los ciudadanos que miran, como a los bomberos, como a mujeres embarazadas, reside el gran drama de la historia. Es una tragedia escalofriante a la que los gobernantes le aplican sordina. Intentan que no circule información, que nada se sepa, que nadie dé el cante. Como película de terror es perfecta, la pena es que sea una historia real. Claro que tal vez por eso sea tan redonda.
Al mismo tiempo, hay heroísmo. Muchos de los que tienen que resolver la situación son conscientes de que no van a vivir muchos años más. Hacen su trabajo suicidándose. Especial mención merecen los tres personajes que vaciaron a mano los depósitos de agua que había debajo del reactor averiado. De no hacerlo, la explosión térmica habría arrasado un radio de unos cuantos cientos de kilómetros. Salvaron no a Ucrania y Bielorrusia ni a la URSS, sino a toda Europa de una catástrofe sin precedentes.
Son escenas que recuerdan a las de K-19: The Widowmaker, la película de Harrison Ford sobre un submarino nuclear soviético también basada en hechos reales, en la que miembros de la tripulación tenían que reparar el reactor de la nave a pecho palomo. Son escenas que solo con que te las cuenten te encogen el estómago. Verlas, como es este caso, con una realización británica escrupulosa y detallista, es asistir a un producto audiovisual que quedará en la historia.