El país asiático tendrá este año muy complicado alcanzar el objetivo planteado de crecimiento del Producto Interior Bruto (PIB), que se sitúa en el 5,5%
MADRID. El sábado 30 de abril se publicaron las encuestas PMI de ese mismo mes en China. Los datos decepcionaron las estimaciones del consenso de mercado y muestran que la economía china está en zona de desaceleración. Claro que muchos pueden decir que el sector manufacturero está sufriendo directamente el coste de la política de “coronavirus cero” emprendida por el país, y que está tenido especial incidencia en Shanghái y su zona de influencia, confinada desde el mes de marzo.
El área bajo bloqueo total o parcial, entre marzo y abril, genera casi el 25% del PIB del gigante asiático, porcentaje que compara con el 18% que impactaron las áreas cerradas en agosto de 2021, y el 63% que supusieron los confinamientos entre enero y febrero de 2020. Es verdad que en dicha zona comienzan a mejorar las cosas y las autoridades parece que abren lentamente la mano, pero ahora el foco se empieza a fijar en la capital, Pekín, en cuyo entorno, desde el domingo, se están reforzando las reglas de distanciamiento social y se han puesto en marcha una nueva ronda de pruebas masivas, lo que hace pensar que nuevas restricciones podrían estar en camino.
Teniendo en cuenta lo que supone China en las cadenas de producción mundiales, una interrupción más prolongada de la actividad en el país generaría riesgos evidentes no sólo para la economía China, sino también para la economía global. Por ejemplo, hemos visto la reciente guía comunicada por Apple, muy negativa como consecuencia de los problemas que está sufriendo su cadena de suministro y la falta de chips, que se están agravando de cara a la próxima campaña de resultados, llegando a cuantificar pérdidas de entre 4.000 y 8.000 millones de dólares para el próximo trimestre. Apple fue incapaz de pronosticar cuándo podrían frenarse los problemas de escasez de chips.
Pero centrándonos en China, parece evidente que las cosas no andan muy bien por allí. El país tendrá este año muy complicado alcanzar el objetivo de crecimiento de PIB (+5,5%) que se ha planteado, siendo además un año especialmente relevante, en el que Xi Jinping querrá presentarse con las mejores cartas a la reelección en el Congreso, que el Partido Comunista Chino está preparando para el otoño y del que debe de salir la decisión de prolongar por otros cinco años el mandato de su presidente.
Otro de los objetivos que se había propuesto el máximo mandatario chino era superar a la economía norteamericana en tamaño a lo largo de este año. Difícilmente lo va a poder cumplir. Las autoridades chinas llevan meses haciendo promesas de la promulgación de nuevos estímulos para impulsar la economía, pero hasta el momento apenas se han traducido en la relajación de los requisitos exigidos a la banca, en cuanto a sus reservas y muy poco más.
Tanto Liu He, mano derecha de Xi Jinping, como el propio presidente, vienen prometiendo acelerar la inversión en una serie de sectores de infraestructuras críticas, pero sin facilitar calendarios ni cantidades globales. La falta de concreción está provocando frustración en los inversores y malestar en la población china, que ve como su nivel de vida está cayendo al tiempo que aumenta la incertidumbre laboral y la inflación global.
El Gobierno chino tiene miedo a unos disturbios sociales, que ya han comenzado a producirse en algunas zonas del país, como en el entorno de Shanghái, consecuencia de la dureza de los últimos aislamientos… y de la falta de alimentos, entre otras cosas... Una desaceleración económica generaría pérdidas de empleos y aumentaría la probabilidad de protestas, por lo que mantener el crecimiento podría ser la mejor manera de mantener la estabilidad. Este empeño puede ser un arma de doble filo en un país muy poco transparente, que no ha sido capaz de comunicar con claridad cómo ha superado la crisis de Evergrande.
Hace apenas unos años, en 2017, sus mandatarios insistían en que la estabilidad financiera era un problema de “seguridad nacional”, al tiempo que comenzaba una dura campaña para reducir el apalancamiento en la economía, tanto para empresas como para el sector público, aunque fuera a costa del crecimiento. Hoy las cosas han cambiado radicalmente y el objetivo de control de la deuda parece estar en suspenso. Según diversos medios, en las últimas semanas, desde el gobierno se piden “esfuerzos” para estimular el gasto en infraestructura en sectores como el transporte, la energía y la conservación del agua, pero quizás esto no sea ya suficiente.
Antonio Castelo es analista de iBroker