VALÈNCIA. En algún momento de este siglo me empezó a quedar claro que la cultura no vale para nada. Cuando la gente cae en la hipnosis del egoísmo supremo, no hay nada que le haga detenerse. Especialmente, si está arropada por un grupo o masa. La cultura, que de alguna manera debería ser un represor de los bajos instintos, es algo que se entiende, que se difunde, pero que luego no se aplica cuando le toca a uno cortarse un poquito.
En este momento del siglo, ya no soy tan filosófico. Creo que vamos a pasos agigantados hacia autocracias, que la democracia liberal va a desaparecer e imperará la ley del más fuerte. En Alemania, donde AfD campa por sus respetos en las encuestas, parece que en las últimas elecciones remitió un poco la oleada ultraderechista entre la gente joven. Al menos en su segmento más bajo, pero por lo visto era un voto femenino. Es decir, no esa que se atenúe el fenómeno de la intolerancia, sino que los sectores afectados optan por la autodefensa.
Ignoro si habrá un cambio de rumbo. Ciertamente, hace diez años, me parecía imposible que lo que quiera que sea lo woke, defensa de causas justas pero en no pocas ocasiones desde un moralismo teatral, fuese a dejar de ser hegemónico. Así que, por el mismo camino, quizá, de repente, a los chavales les dé por el naturismo para ser libres en lugar de desear la eliminación de sus vecinos. Pero como todavía no veo señales de cambio, si juzgo con la tendencia actual, mi apuesta es que en el 33 en algún lado acabaremos viendo que se celebra cierto centenario.
Entretanto, llega a Filmin Lo que encontraron, un documental firmado por Sam Mendes, pero con escasa elaboración sobre el material filmado por el Ejército británico en la liberación de Europa. Si me lee alguien que no haya abandonado aún la condición humana por la de perro de presa, decir que son unas imágenes sobrecogedoras y que nunca, de ninguna manera, dejarán de tener efecto por mucho que se acumulen en documentales de toda clase, algunos de consumo de usar y tirar para los rincones oscuros de la TDT o, ahora, las app de plataformas de TV semigratuitas. Al menos en mí.

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Cuando los soldados británicos llegaron a Bergen-Belsen, además de miles de personas desorientadas, famélicas y en estado catatónico, tras de sí había muchas más muertas, tiradas en el suelo de cualquier manera, con signos evidentes de haber sufrido torturas absolutamente inhumanas.
Aunque el relato de este documental está centrado en las víctimas judías, Bergen-Belsen en un principio fue un campo de concentración para prisioneros soviéticos. Estaban en unas condiciones tan deplorables que se ha constatado que recurrieron al canibalismo. No fue hasta 1943 que la instalación pasó a ser un campo especial para judíos de nacionalidades neutrales o con conexiones internacionales. La idea inicial era que sirvieran para intercambios de prisioneros y algunos se produjeron, pero la mayoría de los que entraron ahí no salieron.
El campo se dividió en una sección para los que tenían pasaportes de países neutrales, en 1944 se hizo otra para familias judías neerlandesas y otra para las húngaras, y finalmente se hizo una sección femenina para mujeres deportadas de Auschwitz y Plaszow, entre ellas Anna Frank y su hermana Margot, que murieron allí. Muchas de las imágenes del documental se deduce que pertenecen a esta última zona, dado que los cuerpos sin vida apilados son de mujeres.
Las escenas más trágicas se tuvieron que vivir entre 1944 y 1945, cuando con la evacuación masiva de otros campos, la población pasó de 15.000 a 60.000 personas. El excomandante de Auschwitz, Josef Kramer, se hizo cargo de la instalación en ese momento y llegaron los días más duros. Cortó el agua, la alimentación, la higiene fue nula y los internos fueron víctimas del tifus. Las escenas del documental recogen los resultados de estos últimos días. Lo primero que hicieron las enfermeras británicas fue lavar a los supervivientes. Lo hacían en silencio, nadie hablaba.
Los días bajo Kramer, de febrero a abril de 1945, con un hacinamiento brutal, se registraron 7.000 muertes en febrero, 18.000 en marzo y 9.000 en la primera quincena de abril, cuando se suicida Hitler y se pone punto final a la guerra. Incluso así, por las graves secuelas, fallecieron 14.000 más.

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Antes de la liberación del campo, los oficiales alemanes se acercaron a las líneas británicas con una bandera blanca. Comunicaron al enemigo que había un hospital con enfermos de tifus que convenía evacuar “para no extender la epidemia por Europa” antes de que continuasen las hostilidades. Eran muy conscientes de lo que se había hecho ahí y de lo que suponía, por eso trataban de ocultarlo, pero no les dio tiempo.
Los primeros internos se los encontraron por la calle, deambulando. Al final los alemanes decidieron simplemente retirarse. Los camarógrafos no sabían lo que se iban a encontrar. Cuando uno de ellos le dijo a los presos que él también era judío no se creían que pudiera estar libre.
En los días siguientes, los soldados alemanes apresados tuvieron que enterrar los miles de cadáveres uno a uno. Las imágenes son simplemente eso. Cuerpos retorcidos de formas imposibles arrojados unos encima de otros de forma mecánica, indiferente, por esos soldados. El Guardian califica estas escenas como “las más perturbadoras jamás emitidas en la televisión británica”.
Al final, el cámara, entrevistado, dice que cualquiera podría haber hecho algo así, no solo los alemanes. No le falta razón alguna. Mires donde mires, se gesta la misma tragedia. Cada vez es más fácil reconocer entre la gente cercana a muchos de ellos preparados para algo así, deseándolo instintivamente. Kramer venía de un hogar de clase media, muy católico, y era administrativo. Cuando fue destinado al campo de concentración de Dachau en 1934, se emancipó de sus padres por primera vez.Se casó en 1937 con una taquígrafa y tuvo tres hijos. Los británicos le ahorcaron el 17 de noviembre de 1945. En una carta pidiendo clemencia, dijo que no mató a nadie “por iniciativa propia”. Y eso era cierto.