VALÈNCIA. La experiencia migrante es, además de la continua lucha contra un sistema que le niega las mínimas condiciones materiales a la mayoría, una prueba de fuego desde el desarraigo que llega a provocar crisis existenciales. Es el gusano que va cavando un agujero invisible, pero que genera algo que no es melancolía, sino una verdadera sensación de pérdida de identidad. Una vez pasas años en un lugar que no es el tuyo, ¿dónde encuentras algo que te define, donde están tus fantasmas o donde no has echado raíces?
En esta encrucijada se encuentran las protagonistas de Blue Sun Palace, flamante ópera prima de Constance Tsang, que explora los vínculos y las preocupaciones de la comunidad china en Nueva York. Más concretamente, cuenta la historia de unas mujeres que regentan un local de masajes (y de “masajes”).
La violenta muerte de una de ellas, Didi, golpea y obliga a resituar en la ciudad a quien aún no estaba colocado. En primer lugar, su compañera y amiga, Amy; en segundo lugar, su amante, Cheung.
La pregunta que lúcidamente se hace Tsang es si el duelo es también un proceso de desarraigo, como el que los personajes están atravesando tras el cambio de país, pero encarnado en una persona que fallece. También, por tanto, si el amor es una manera de echar raíces mucho más allá de las identidades nacionales y los procesos de supuesta integración.
El amor parece ser un escape, una manera de reconocerse a través de la otra persona. Pero, ya sea con la muerte o con una ruptura, la pérdida de esa otra persona puede suponer volver a perder la brújula.
En primer plano, Blue Sun Palace es un drama pausado que se acerca a la intimidad de unos personajes que simplemente están pasando un duelo; pero de fondo, está contado el problema capital para la comunidad migrante: la imposibilidad de generar esas raíces y cómo eso destruye la socialización y desarrollo personal en un país que les es ajeno.
Tsang, de manera inteligente, prefiere generar metáforas a engullir el guion de diálogo. Lo vemos por ejemplo, en la relación con la corporalidad. En el salón de masajes, algunas de las trabajadoras se deben enfrentar a situaciones siempre frías y algunas veces violentas cuando masturban a sus clientes. Apartan la mirada, intentan acabar pronto… Es una relación (obviamente) superficial.
Sin embargo, Cheung consigue traspasar ese muro del frialdad tanto con Didi como con Amy, al pasar una noche con cada una de ellas en su habitación, contraviniendo las normal del salón. La cercanía de los cuerpos contrasta con lo visto anteriormente, y coincide en la película con dos momentos de encuentro, en el sentido polisémico de la palabra.
Por otro lado, la dicotomía violenta sobre el arraigo dependiente queda claro en un brevísimo diálogo. Cheung habla con Amy sobre la desmotivación de reagruparse con su familia en China, y le confiesa que allí no sería él mismo, que no sabría cómo actuar después de tanto tiempo. “¿Y aquí vas a encontrar quién eres?”, le replica Amy, sin ánimo de decantar la balanza, sino con una sincera duda sobre si hay alguna escapada real.
Estos son solo un par de ejemplos de como Tsang ha sabido llevar a la pantalla una reflexión compleja en un tema tan manido en Estados Unidos como es la inmigración —y lamentablemente, tan mediática ahora mismo. Frente a los discursos hechos y las simplificaciones, Tsang consigue que la fuerza de la película no depende de más que ella misma; y como eso sale bien, el espectador se encuentra desarmado y frente al espejo, escuchando todos aquellos lugares comunes y prejuicios sobre la supuesta integración y arraigo de las comunidades migrantes.