VALÈNCIA. Siempre pensé que no tener un hermano mayor que me condujera por el mundo de la música, como le había pasado a muchos amigos míos, era una desgracia. Todo lo tuve que descubrir solo, sin dinero para revistas y buscando en el dial al azar, prácticamente. Al final, mis conocimientos musicales proceden de las tiendas de segunda mano, cuando todavía eran realmente baratas, y eso hizo que fueran anárquicos, asilvestrados.
Compraba discos de calidad reconocida, pero en una época en la que por cien pesetas te podías llevar también muchos elepés, me daba buenos festines de AOR y tecno pop, por citar dos estilos proscritos en los 90. Era un placer extremo comprar los discos por las pintas de los músicos y, mucho después, con el paso de los años, averiguar quiénes eran realmente. Con Internet, este tipo de comportamientos, por su propia naturaleza, desaparecieron. Yo devoré mucha más música, ya con criterio –al menos con algún tipo de criterio, mejor dicho- pero después de dos décadas y media digitales creo que mi vida perdió mucha salsilla en lo musical.
Sobre todo, discutía mucho con otros melómanos que estaban mejor alineados con los tiempos que yo. He tenido filípicas de toda clase sobre si Stevie Wonder era algo más que Si bebes no conduzcas, que si los Bee Gees por mucho escarnio que hiciera El Informal tienen discos a la altura de los Beatles, que si Elton John es mucho más que sus historietas con Diana de Gales, etc… Pronto que vi que daba igual el argumento musical, lo importante en este terreno era molar. Creer que molas por algo que estás escuchando siempre me ha parecido un ejercicio de masturbación curioso, porque a los demás les importa poco lo que lleves en los cascos, pero hay que admitir que durante toda la vida ha sido el mecanismo de todo este negocio o afición.
Por su puesto, en esas mismas fechas, también empezó a entrarme el AOR. En uno de esos anuncios de madrugada de Teletienda, de discos de las mejores baladas, había fragmentos, tipo los dos segundos y medio de Cachitos, que me enganchaban. Al ir comprándolos podríamos hablar de placer culpable, como se dijo después, aunque para mí lo que operaba era la nostalgia. Tendría 16 o 17 años, pero ya echaba de menos los 80, lo que musicalmente se traduce en las producciones de esos años, cuando yo era niño, es decir, cuando habitaba un mundo mejor.
Y entre unas cosas y otras, caí en la cuenta de que el AOR molaba. Los hits eran obras de orfebrería. En mi cerebro se activaban las mismas zonas que con el power pop. Aunque los powerpoperos eran señores de 60 años y los fans del AOR, los ingenieros de caminos del metal, ambos estilos musicales, al fin y al cabo, en su momento estuvieron dirigidos al oyente de 15 años. Y eso es lo que me gusta, esa pureza, con la que puedes trazar una línea que te lleva hasta el doo-wop y más allá.
No obstante, leyendo catálogos y dejándome los dedos en las cubetas de AOR, siempre hubo una frontera. Había una subcategoría que se llamaba West Coast. Tengo que admitir que, aunque mis tragaderas eran indiscriminadas, siempre recelé de este estilo. Era demasiado. Posiblemente, porque siempre que venía con su nombre bien puesto, West Coast, eran músicos contemporáneos y aquello reunía a sujetos que incluso yo percibía como caspa pura.
Con el tiempo, encontré mis referencias, por supuesto, pero ya con Internet. Soy un enamorado de los álbumes de Jim Messina, especialmente Oasis de 1981, aunque el rompedor fuese Loggins. Creo que sentaron las bases para un hito termonuclear, el All night long (All night) de Lionel Richie. Ciertamente, toda esta me parecía la mejor música posible para una fiesta. Para pasárselo bien no entra la música buena, entra la música divertida. Y rara vez la música de prestigio es divertida. Por supuesto, cualquier persona metida en el garaje, la psicodelia, el indie o cualquier forma de rock, si le comentabas estas preferencias te trataba de zumbao, en el mejor de los casos, y de pobre hombre la mayoría de las veces.

- Yacht rock -
Y así estaban las cosas cuando una nueva generación de músicos estadounidenses y australianos ha empezado a rescatar sonidos y trucos de este género musical para acoplarlo a la música actual. Resulta que con cuatro toques por aquí y por allá, tras el destilado, lo que queda –para sorpresa de nadie, debería ser- es un pop luminoso y excelente. Sin embargo, no hablan de AOR West Coast. Tiran por la chanza y lo denominan Yacht Rock, término de coña que cobró importancia con una serie de parodia nostálgica de 2005 con el mismo nombre.
Con este tuneo, en medios, foros o sectores de opinión melómana donde antes se consideraba este género la basura más infecta y execrable en las estanterías de una tienda de música, ahora se aprecia, se recomienda y se explica con contextualizaciones históricas. El giro de los acontecimientos tener, tiene gracia.
Y por ahí, por la serie Yacht Rock, empieza el documental también del mismo nombre, Yacht Rock, a Dockumentary, que se ha apresurado en distribuir HBO para satisfacer la demanda de los oyentes más atentos a las tendencias. Esos mismos que mañana te explicarán lo que sea que hoy te dicen que está feo escuchar.
Al margen de estas consideraciones, el documental, aunque liviano, se agradece, sobre todo en un contexto en el que solo se habla de música en las plataformas si es de la mano de las celebrities o porque hay un crimen detrás de la historia. Este es un documental de música que va sobre música ¿Te lo puedes creer? Tú y yo lo sabíamos.
Lo cierto es que este género musical no necesita ni la compasión de nadie ni que un pijo obsesionado con ser cool le perdone la vida durante esta temporada primavera/verano. Vendieron discos como churros y llenaron estadios a rebosar. Esos tíos con bigote y americana hoy parecen saltimbanquis, entonces eran dioses; dioses absolutos como no había nadie en la tierra. Eran la máxima expresión comercial de la música popular. El apogeo. Creaciones diseñadas para gustar a la mayor cantidad de gente posible, y lo hacían sin algoritmos, solo esnifando cocaína sobre el cuerpo desnudo de una persona a la que no conocían de nada. Uno de los entrevistados lo define muy bien. Es música que siempre está ahí cuando la necesitas, y también siempre está ahí cuando no la necesitas. Se comieron el mundo, pero dieron mucha turra.
En realidad, ese tono, que deberíamos describir como soft rock, y así viene etiquetado en las guías, es también una maldición en la que, en algún momento, solían caer las producciones de los años 70. Sin tener ni puta idea de música por falta de referencias, era una actividad de riesgo comprar discos de grandes grupos a ciegas porque te podías llevar a casa el álbum soft rock de su trayectoria. Eso era una desgracia absoluta porque los que hacían buen west coast eran los músicos de west coast, cuando grupos de rock sureño o hard rock se pasaban a esto era para ganar dinero rápido con el que pagar deudas o firmar divorcios. Y esos elepés sí que no hay dios que los salve.
Este documental se justifica, de entrada, por lo irónico que es escuchar esa música, el placer culpable y todas esas tonterías de reprimidos, y las imágenes se centran en los conciertos-tontuna de grupos de versiones actuales que, todos vestidos de marinero, causan sensación en la esfera cultural anglosajona. No sería de extrañar que pronto se extiendan por aquí y abunden los implantes de Memory Call de gente que fue yachtrockera en su juventud o conoció yachtrockeros en el Alcobendas de 1978.
Tachan todo ese fenómeno de superficial e inventado y pasan, gracias a dios, a dar voz a los protagonistas. A través de ellos escuchamos que eran artistas de jazz y R&B metidos a tocar pop. Eran músicos de sesión, profesionales virtuosos, que podían tocar lo que les echaras por delante. Y al final, como en la rebelión de las máquinas, se convirtieron ellos mismos en los solistas.
La influencia de la música negra en todos ellos era tan obvia que es muy divertido cuando aparece un negro comentando que había escuchado un disco en la radio, le había gustado como para comprárselo y luego no salir de su asombro al ver en la carpeta que eran blancos. No por casualidad, muchos himnos hip hop de los 90 hacían bases con este material.
En la parte sociológica, se comenta que el éxito de estas canciones, que podríamos denominar como duermemozas, en su día se debía a que los hombres empezaban a expresar sus emociones. En el Yacht Rock, los solistas cantaban letras de corazones rotos, historias de amor que no han funcionado, hombres que se tienen que ir de casa o frustrados que comprueban que a esa chica le gusta otro. Todo ello cantando a lo bestia, sin esconderse, y con toda la parafernalia musical disponible. Tíos devastados por sus sentimientos, como concepto, dicen que no se había visto hasta entonces. Yo tengo mis dudas, pero posiblemente no se hubiese oído tal cosa tan descarada y, especialmente, exagerada.
El punto de inflexión, concluye el documental, llegó con la MTV. Cuando la televisión empezó a ser el canal principal de consumo musical, la imagen de los artistas cobró un valor mucho mayor. Todos estos músicos, que no eran especialmente agraciados físicamente, confiesan que se sintieron como los artistas de cine mudo que se hundieron con el sonoro. Thriller marcó el final de la era, aunque los músicos de sesión eran… los de Toto. La hora y media se pasa rápido y, como de costumbre, se echa de menos más profundidad, pero al menos se ha hecho algo en una televisión absolutamente dominada por los sucesos.