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Ciudades nostalgia: ¿València en el embudo de su propia memoria?

Como un antídoto frente al cansancio de la homogenización urbana, las ciudades comienzan a practicar la nostalgia estética. Un acercamiento a cómo le afecta a València

7/01/2023 - 

VALÈNCIA. Si hay algo que supere la fiebre por la nostalgia es la fiebre por los libros sobre nostalgia. Ojear cualquier mesa de librería permite cargar una bolsa entera con ellos. Un asidero recurrente y universal, pero acrecentado como una erupción cutánea. Tanto que es fácilmente perceptible en la superficie de las ciudades, sobre todo en sus epicentros representativos.

Un paseo ágil por València desde la plaza del Patriarca hasta la Lonja permite caminar a lomos de la ciudad monstruo de 1972 (en La Nau), pasando por un nuevo macrobar en calle Ribera que homenajea al brilli brilli de la cafetería Lauria, Barrachina, Balanzá y el Café Metropol, virando por la avenida Maria Cristina para encontrar una gran cristalera chaflán que imita la estética setentera con la que los valencianos iban de bares, buscar el propósito de les ‘covetes’ por rememorar los viejos comercios en blanco y negro, o terminar comprando regalos en la tienda del carrer Palau donde se compra lo que veíamos en las casas de nuestras abuelas.

No es excepcional ni supone una rareza. En uno de esos libros recientes, Las horas han perdido su reloj. Las políticas de la nostalgia, el ensayista Grafton Tanner atraviesa el impacto del fenómeno nostálgico a nuestro alrededor (¡le ha dado para una trilogía!). También en las ciudades. El concepto que acuñó Hofer a finales del siglo XVII para sellar el “anhelo patológicamente intenso por la tierra natal” ha ido expandiéndose para convertirse, dice Tanner, “en un tipo singular de añoranza por el hogar, lo que supuso que la idea de ‘hogar’ también se expandiera. El hogar ya no aludía al lugar físico donde uno había vivido y crecido, la región en el mapa donde tus seres queridos te esperaban. El hogar se convirtió en un punto fijo en el tiempo, un lugar al que se podía volver pero solo parcialmente, porque los hogares no duran para siempre”.

No es ya que se sienta nostalgia por aquel lugar del que uno se ha marchado, sino por el lugar en el instante, la congelación del tiempo idealizado. 

Incluso entre la conformación de reivindicaciones, València vive echando la vista atrás. Los movimientos de defensa del Saler o del Túria verde son hoy el combustible con el que añorar un tiempo en el que la revuelta social ‘sí’ permitía transformaciones de calado y generaba una intensa masa crítica. ¿Verdad o idealización? Uno de nuestros mayores éxitos literarios, Noruega, no ha podido resistirse a las lecturas nostálgicas con la que muchos lectores han interpretado el escenario de sus cuitas. El propio autor, Rafa Lahuerta, ya advirtió al principio del riesgo. “La nostalgia es la utilización que hace el sistema de la memoria para llevarnos a su terreno”, decía en el diario Público. 

Es el peligro, según Grafton Tanner, que supone “mantener al público en un confortable duermevela nostálgico” el que “puede provocar una amnesia masiva”. No merecerá la pena concebir un futuro esperanzador si es mucho más relajante deleitarnos con una idea detenida de pasado.

A diferencia de otras urbes donde el peso del tiempo se ha vuelto más masivo, en València -y podría suceder lo mismo con nuestro eterno nuevo reverso, Málaga- la nostalgia va acompañada con la creación de un modelo de porvenir. València, incluso visualmente, tiene ya dos almas que basculan entre su provisión de futuro (a partir de posicionamiento como el equilibrio vida-trabajo, la calidad ambiental, la apertura social o las industrias creativas) y el regreso a una identidad enraizada que busca dar marcha atrás al reloj. 

Las propias disputas por las ciudades parecen decantarse ya no tanto por la competición a partir de atracciones rutilantes sino por la reivindicación de un imaginario emotivo con el que conectar con otra época. La València de Pérez Casado o la València de Rita, podría llegar a parecer la síntesis local. 

Eclosiona el folk, dicen los periódicos, como muestra de que ‘la música de los abuelos es lo más moderno’, y la cultura gastronómica parece querer acercarnos a su mismo modo de vida (almorzaremos como almorzaban los iaios). Localmente dedicamos muchos más minutos a Goerlich o al brutalismo que a la nueva arquitectura (a la que, si eso, solemos celebrar en función de lo que se parezca a la antigua). El afán por recuperar el Palau del Real se lleva más protagonismo que cualquier proyecto de nuevo cuño. 

La mirada nostálgica tiene que ver también con la búsqueda de antídotos frente a la homogeneización: la deriva de las ciudades, ofertando productos urbanos demasiado similares independientemente del contexto, se combate mirando a las peculiaridades propias de cuando -se supone- los lugares eran diferentes entre sí. “Encontramos cierto consuelo en los lugares que nos son conocidos, como nuestro hogar o nuestro bar favorito del barrio, cualquier sitio al que podamos ir para ser alguien, para escapar del anonimato durante unos minutos, juntarnos con otras compañías y no limitarnos a estar solos en compañía”, escribe Tanner. 

La habilidad para conservar la memoria propia haciéndola compatible con la construcción de futuros colectivos decantará el porvenir. Uno de los nuevos retos para la competitividad de nuestras ciudades pasa por saber dar respuestas no solo nostálgicas. 

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