Cinco casas de buen producto para que te lo goces en tu hogar. Por si lo que se rumorea del cierre del interior de los restaurantes en los municipios de más incidencia es cierto
Aparte de “colmado”, también me gusta “tienda de abarrotes”, “comestibles”, “tienda de coloniales” “mantequería” y por supuesto, “ultramarinos”. Hasta 1999, en la esquina de mi calle todos los días, a las ocho de la mañana, Ultramarinos Pepita alzaba la persiana y la luz tímida de esas horas bordeaba los contornos de las latas de conserva, las ruedas de madera con sardinas de bota y las garrafas de vidrio retornables de Solán de Cabrás. Pepita vertebraba el barrio. Era esos ojos de la calle de los que habla el urbanismo (Jane Jacobs en Muerte y Vida de las Grandes Ciudades), y que contribuyen a incrementar la seguridad de las ciudades, al menos la seguridad subjetiva, que es la percibida. Pepita era un comercio amigo al que dejarle las llaves de casa si tu hijo adolescente se había olvidado las suyas. También te daban una loncha de jamón si tenías cinco años y desfallecías mientras tu madre o padre compraba lechugas con tierra y bichitos. Además, “ultramar” suena a superpoder, a lata viajada que ha visto especias y aderezos con los que no soñamos. Una vianda que dejó un puerto del Imperio español para surcar los océanos y desembarcar en tu cena.
Los colmados son la cornucopia no mitológica, con sus estanterías apretadas y el desfile de etiquetas en tipografías que ya no se usan. Encierran cajas con cebolla tierna y la cadencia nostálgica que tanto nos pone. Las mantequerías son sus primas hermanas exuberantes y lujuriosas, manirrotas, festivas a más no poder. Ataviadas de noches con buen vino, el mantel bonito, un ramo de flores en la mesa. Las mantequerías se saben nuestro país de denominación de origen en denominación de origen. Sus dueños no te venden una Torta del Casar, te venden una promesa de salvación ante el lineal de supermercado, con su jamón de bodega pálido envasado en lonchas individuales y el queso que en su etiquetado pone que es un producto a base de grasas, proteínas del suero de la leche, sólidos, y aditivos —iba a hacer una referencia explícita a ciertos quesos individuales con cera roja que dejan mucho que desear, pero luego me llaman de su agencia de comunicación y ya no me quedan excusas para no aceptar la invitación a una degustación gratuita de colesterol—.
Si en cocinar para alguien hay cariño, en una tabla de queso, conservas, cecina, dos tonterías más, un tomate trinchado y un plato con salazones y almendras hay hedonismo, piel surcada de arañazos y seducción. Dependiendo de la hora, hasta una declaración de amor.
Aurelia protagonizó uno de los #AmuntEixesPersianes, la campaña del Ajuntament de València para hacer valer la actividad del pequeño comercio de barrio. Aurelia Villena es la mujer de Juan Pardo, que desde hace un tiempo no atiende por motivos médicos. Si vuelves de nadar en La Petxina, recalas para comprar una bolsa de cacahuete del terreno. «Nosotros somos de Alborea, de la provincia de Albacete. Llegamos a Valencia en 1979. Nuestra historia es que mi marido se quedó sin trabajo, se traspasaba esto y nos lo quedamos. Y aquí estamos, aquí hemos hecho nuestra vida, como digo. Una vida que es muy esclava porque tienes que estar siempre pendiente, pero tiene sus ventajas, hay gente que es muy agradecida y sabe valorar el esfuerzo que haces».
Cuando Aurelia puede ir al pueblo se trae embutido. «Se vende muy bien, siempre procuramos tener producto nacional. Hemos intentado dar siempre el mejor servicio en todos los aspectos. En género, en atención. Nunca hemos cobrado nada por llevar un pedido a casa y seguimos sin cobrar, lo llevas por atención a tu clientela. Aunque hay momentos en que haces mucho por la clientela y a la hora de la verdad, cuando tú más los necesitas, te dan la espalda y si te he visto no me acuerdo. Es duro, porque te duele, pero es así. Cada uno es libre de ir donde quiera y hacer lo que quiera».
«La tipografía de los carteles exteriores es brutal. Una caligrafía exquisita». La valoración es de Ana V. Francés, del estudio de diseño Nueve. La rotulación de los productos con sus precios cohabita con los aperos antiguos que cuelgan del techo y las paredes. Me despido de Aurelia y le digo que volveré pronto a por queso fresco de Los Pedrones (Requena) y aceitunas, porque siempre que paso por la puerta del ultramarinos necesito sodio. «Pues nada, aquí estaremos, hija. Con la lucha del día a día y con lo que necesites, hija».
Durante el año que viví en la calle Convento Jerusalén me alimenté de dim sum barato y jamón caro. También de sus croquetas de bacalao, que estratégicamente, daban para degustar antes de la hora de comer. Charcuteros del mundo, mi repositorio de confianza para saber quién corta el ibérico en cada ciudad, asegura que este es un establecimiento de gran tradición con un porrón de premios. El paraíso en La Roqueta tiene esculturas de pecorino, fuentes de gorgonzola, cascadas de appenzeller, ángeles coronados por patas de Jabugo, perros atados con fuets, de lagos de payoyo, templos construidos con foie gras au torchon y latas de anchoas.
El amo habla: «Esto es más antiguo que la cruz. Viene de mis padres, que datan del 1939 y 1940. Llevo desde los 14 años trabajando. Y tengo 72… imagina. Antes trabajaba con ellos, pero en 1982, nos independizamos mi mujer y yo. Primero empezamos en la plaza de aquí, donde ponen la falla y después nos vinimos a este local. Nuestro fuerte es que somos seleccionadores de los productos que luego vamos a ofrecer a los clientes. Primero nos tienen que gustar a nosotros, gustar mucho, para que entren en venta. Nos llega mucho género, pero antes de ofrecerlo, tenemos que catarlo bien».
Doy fe. «Y qué más te puedo decir… pues que he pasado cuatro crisis, pero esta que es de salud es la peor. Aunque hay que estar ahí, dando lo mejor de uno mismo para contentar a la clientela».
«Mi padre se llama Mateo, igual que yo, o yo igual que mi padre». Mateo Crespo está tras el mostrador, sonriendo y con el inventario en la mano. Acaba de hacer un pedido de frutos secos y de productos básicos para repostería. «Nuestra especialidad es la totalidad de lo concerniente en la elaboración de dulces. Tengo todo lo necesario para hacer un buen dulce. Te doy ideas, te digo cómo se hace y te doy el producto». Antes de ser El Niño Llorón era una sucursal de Cafés del Naguabo, una importadora de café y chocolate que tenía como reclamo publicitario un niño con un buen berrinche porque no le habían dado chocolate de esa marca. «Nos compraba gente de huerta, que hacían más dulce. Allí no se apañaban para pronunciar “Naguabo” y empezaron a llamarle “El niño llorón”, y así se quedó».
«Con la guerra, lo de importar, nada. La sede que estaba en Barcelona, cerró y mi padre se quedó con la tienda porque la propietaria directa era soltera y se jubiló». Mateo padre empezó en 1930: «Abrió la puerta y cerró la puerta, porque esto era una tienda de hilos. Hizo la reforma y se puso a trabajar. Vino la guerra y se fue a la guerra, porque estaba en edad de guerra. Y cuando se acabó la guerra, como era hijo de viuda y no tenía que seguir haciendo guerra, ya se vino para aquí. Pasó todo lo que pasó: la guerra, la posguerra y mi hermano y yo. En el año 1970 hicimos un poco de reforma, ampliamos al doble y pusimos embutido, que antes mi padre no tenía. Hoy en día, tengo todo lo que se coma, intento tenerlo. Y lo tengo».
Vicente Ferrero está en zona nacional (calle Sorní), y te lo puedes llevar a casa, o puedes quitarte el plumas, apoyarte en una mesa alta y que te sirva una copa de costumbres clásicas. Es el establecimiento más nuevo de este listado —abrió sus puertas en 2003— y está aquí por su brie y porque un día les compré sobrasada y le vi el sentido a la vida. Vicente y Carlos Ferrero y Pilar recuperan una tipología de negocio que siempre tendría que estar en nuestros barrios y corazones. También organizan catas, asesoran y hacen de curators de chacinas y finas viandas. Antes de abrir este establecimiento, pasaron años cogiendo soltura en mítica Mantequerías Luján. Vicente y Carlos, padre e hijo, son la renovación de la caja mágica del fiambre.
En el distrito 46008, en la calle Mestre Palau, 4, hay un ultramarinos con lo justo y necesario para salvarte el día. Lo regenta Jesús Ramírez, que lleva 50 años trabajando en la tienda. «Toda una vida trabajando aquí. Empecé a los 14 años, y tengo 64. Lo fundó un señor, que ya ha fallecido, en 1957. Se llamaba José Mossí». Si tienes sensibilidad te pirrará la estética del establecimiento: azulejo blanco, conservas nacionales, ganchos para los jamones, morteruelo de Cuenca. «El barrio ha ido cambiando a gente menos señorial. Bonica, te explico lo que era la gente señorial: significa que antiguamente un hombre no llevaba una bolsa de plástico, llevaba un paquete. Hoy en día la gente es más llana. ¿Será mejor, será peor? Eso ya no lo sé. Y también han cambiado las costumbres de comer. En València hay restaurantes indios, la hamburguesa y las pizzas antiguamente no existían, la fruta te la traen de otros laos. Todo es más diferente, pero yo lo que vendo aquí es jamón, quesos, embutidos y vino. La comida buena, las especialidades».