Experiencias

Comer palabras, imaginar platos

Es un hecho que la literatura se nos ha infiltrado en la gastronomía. Basta echar un vistazo a las cartas de algunos restaurantes de alta cocina para comprobar que contienen ya más ficción que muchas novelas de Julio Verne.

| 03/06/2016 | 2 min, 49 seg

Platos como la increíble historia del zorro y el jabalí: parmesano, albahaca y tomate de L´escaleta, o el calamar de Navaja que se comió un Chillicrab de Samsha, claros homenajes a la fábula, ola lamprea sin lamprea de El Bulli, un guiño al existencialismo, son buenos ejemplos de ello. Por no hablar de las metáforas de las botellas de vino, que nada tienen que envidiar a las de los poetas surrealistas embriagados de todo el licor del parnaso.

¿Se ha convertido la imaginación en un ingrediente más del plato?

Lo cierto es que cada vez se hace más difícil delimitar dónde acaba el placer sensorial y dónde el intelectual, quién provoca a quién, qué mecanismos activan las oscuras conexiones entre ellos.

También se recorre el camino a la inversa, la literatura está plagada de referencias gastronómicas: mucho antes del actual histerismo gastronómico, los libros de Carvalho ya se leían como recetarios de novela negra, y no en vano uno de los iconos mundiales de la literatura es una magdalena, de la marca Proust.

La relación empieza en la infancia, cuando se descubren aquellos jabalíes bañados en salsa que devora Obélix, y que pertenecen a una categoría ontológica inclasificable: no son del todo ficción porque los jabalíes existen, ni son del todo reales porque ningún jabalí ha sabido nunca ni sabrá como los de aquellas viñetas. O esas rebanadas untadas de queso de Heidi, hechas de nube, hierba y ternura fermentada, o las misteriosas galletas de jengibre de las mellizas O´Sullivan, sabores aún desconocidos que adquieren matices extraordinarios cuando la imaginación se ve conminada a completar esos vacíos que deja la memoria sensorial.

Se consolida de mayor, cuando se saliva ante un libro de Manuel Vicent, ante esas páginas que desprenden dorados y felices aromas del mediterráneo, ante esas palabras que pierden de pronto su categoría conceptual, abstracta para volverse comestibles.

¿Es la gastronomía un ingrediente más de la literatura?

Tanto monta, monta tanto, no importa el sentido del trayecto, sólo la voluntad de viajar por esos territorios fronterizos, tan inestables como fascinantes, donde linda la gastronomía con el discurso, donde se rozan los sentidos y el intelecto, donde se difuminan los límites entre la realidad y la ficción.

Y no puede una dejar de recordar la genial frase del escritor de Son de mar: "Comer es un acto místico, convierte cualquier cosa en ti mismo". Toda una poética de la fagocitación, un monumento al yo carnal y al yo espiritual al tiempo.

Porque qué hay más real que un cuerpo, obligado a alimentarse para vivir. Qué hay más ficticio que ese acto de magia por el que un cuerpo, al comer, convierte cualquier cosa, una berenjena, un arros amb fesols i naps o un jarrete glaseado, en él mismo, en su propia carne, en su mismísimo yo. A mí no se me ocurre nada.

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