Mi prima se comió una mosca una vez. Estaba hablando y masticando al mismo tiempo cuando la mosca entró en su boca, se mezcló con el bocado y desapareció en las profundidades de mi prima ante la estupefacción familiar, que no encontró nada que puntualizarle a la inconsciente insectívora.
Eso es lo primero que me viene a la mente cuando pienso en mi prima, una mujer extrovertida, sin prejuicios, comedora de moscas.
Cuando pienso en la que era como mi abuela, pienso en el cocido. Ella y el cocido son una misma cosa. Cocido con arroz seco y pelota, típico de la zona de Alcoy. Me sucede lo que contaba Ortega y Gasset que sucede con las metáforas: cuando decimos la rosa de tu mejilla, la rosa real deja de ser rosa, y la mejilla real deja de ser mejilla para dar lugar a una nueva realidad que ni es rosa ni es mejilla sino un cruce entre ambas, como aquel ligre del circo, una realidad inédita que contiene, intensificadas, las cualidades de ambas. Así, mi abuela, un cruce entre señora mayor y cocido, adquiere el poder nutritivo y sabroso del cocido, y éste las cualidades amorosas de mi abuela.
Y luego está esa amiga que hacía café por las mañanas. Desde la cama, yo olía el aroma del café, veía la volutas imaginarias de ese vaho que eran iguales que sus rizos, y pensaba en la calidez reconfortante del brebaje bajando por mi garganta, que era la misma calidez de su conversación penetrando mi ánimo. Y tenía ganas de salir de la cama. Por mi amiga café.
Así funcionamos, prima come moscas, abuela cocido, amiga café. Así de azarosa es la construcción de la realidad.
Por no hablar de las parejas que literalmente nos comemos. ¿A qué saben mis pechos?, le preguntaba Penélope a Bardem en aquella película. A jamón, a tortilla de patatas, a cebolla, a ajo, respondía él, la boca llena.
No hay que olvidar que somos animales. De acuerdo, Trump un poco más, pero todos animales. Mamíferos, vertebrados, omnívoros, del suborden de los antropoides, de la especie Homo sapiens.
Y como animales que somos, estamos hechos de una madeja de instintos, de sensaciones, de olores, de sabores, de sentimientos abstractos, que no alcanzan a ser expresados solo con palabras. Una serie de realidades inmateriales, invisibles, que a menudo necesitan de la humilde materialidad de un cocido, de una tortilla de patatas, de un café para poder mostrarse, para adquirir la categoría de visibles.
Ese cocido es mi amor de abuela, ese café es mi amistad.
La comida nos ayuda así a fijar conceptos abstractos como la amistad, como el amor, como el deseo, como la memoria, nos ayuda a nombrar lo que no se ve. Se nos convierte, casi sin quererlo y con el permiso de Ortega y Gasset, en metáfora, una metáfora que, cual nave supersónica, transporta el sentido de la forma más veloz posible, tomando el atajo más hermoso.
No se trata de intelectualizar la comida, de construir un discurso retórico sobre ella -eso lo dejaremos para los redactores de las etiquetas de las botellas de vino-, sino de buscar la magia que hace aparecer lo que es invisible pero está ahí, impepinablemente está.
Cómete la vida, la metáfora está en marcha.