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TRIBUNA LIBRE / OPINIÓN

Concesión y derechos del concesionario

Foto: RAFA MOLINA
9/02/2018 - 

El tema de las concesiones administrativas, como el de las adquisiciones de bienes o las adjudicaciones de obras, ha estado envuelto en polémica desde hace muchos años. Las sombras de arbitrariedad en la creación de una concesión administrativa han sido frecuentes. Sería también absurdo negar que la hispánica enfermedad de la corrupción se ha manifestado a menudo, precisamente, en la actividad contractual de la Administración. Eso ha sucedido y debemos tenerlo presente, pero para encarar el futuro con inteligencia y objetividad se necesitan cumplir dos condiciones.

La primera, y evidente, es que no cabe esperar milagros de las leyes reguladoras de la actividad contractual de la Administración, pero tampoco desconocer el notabilísimo avance que supone la nueva Ley de contratos del sector público, aparecida en el BOE el pasado 9 de noviembre. Esa Ley desarrolla, a su vez, principios derivados de importantes Directivas europeas, alguna específicamente reguladora del tema de las concesiones.

La segunda, como criterio central y comprensible, es que la concesión ha de estar rodeada de garantías en su nacimiento, en la prestación del servicio y en su extinción, para evitar la arbitrariedad en su origen, pero también la arbitrariedad y el abuso en su cancelación. La Administración puede recuperar la gestión directa de un servicio, pero no cuando y como le venga en gana, como hasta ahora ha sido posible, pues bastaba con invocar el interés público, sin mayores explicaciones, para cancelar una concesión y privar a alguien de una actividad empresarial lícita, sin perjuicio de que en ocasiones pudiera ser una decisión justificada por el mal cumplimiento del servicio concedido. Como en cualquier contrato, en el de concesión administrativa, la interpretación de las condiciones no puede quedar en manos exclusivas de una sola parte, y eso afecta al objeto de la concesión, al modo de prestar el servicio y, por supuesto, a la duración del contrato, que puede tener causas de cancelación anticipada, como las puede tener de prórroga de su duración, y ni unas ni otras pueden ser objeto de interpretación unilateral. La nueva legislación de contratación pública impone la seguridad jurídica y la igualdad entre las partes, lo que significa que los derechos del concesionario son tan legítimos como los de la Administración.

La actividad del concesionario de un servicio no es fruto de un “regalo gracioso” que le han dado, sino consecuencia de una relación contractual, que solo puede finalizar porque cualquiera de las partes incumpla sus obligaciones. Si el concesionario está cumpliendo satisfactoriamente con su parte del contrato, y prestando un servicio adecuado, no puede ser gratuitamente privado de lo que es una actividad legítima y protegida por el derecho. Existe la falsa idea de que cualquier recuperación de una concesión es, necesariamente, “progresista”, condenando frívolamente cualquier atisbo de cooperación entre lo público y lo privado. Lo cierto es que la cancelación y recuperación injustificada de una concesión, por pura conveniencia política o populismo, despreciando el estatuto de los concesionarios, como decisión unilateral exenta de justificaciones, es hoy inviable. Eso era algo permitido por la legislación anterior para la que era suficiente la invocación del “interés público”, para proceder al rescate. El concepto de “interés público” es tan solemne como hueco, y, sobre todo, hoy es irrelevante a la luz de la nueva legislación de contratación administrativa, que exige concretar los motivos, exponiendo, especialmente, el incumplimiento del servicio en la vertiente que sea, sin que eso pueda ser sustituido por retóricas invocaciones a los intereses de los ciudadanos para que parezca más sensible y progresista.

Todos, Administración y concesionarios, deben ser conscientes de la entrada en vigor de unas nuevas reglas de juego, más severas, pero más adaptadas al equilibrio entre las partes. Despreciar esas reglas, y actuar como si continuara en vigor el principio de que cualquier concesión puede cancelarse sin dar especiales explicaciones, es posible, pero tendrá consecuencias. Si una concesión es censurable, por mal servicio, por ser injustificadamente gravosa a consecuencia de desviaciones o ilegalidades acaecidas al tiempo de su creación, podrán encontrarse motivaciones bastantes para un proceso de revisión de las condiciones contractuales. Pero será una cancelación arbitraria cualquiera que no se base en el incumplimiento de las condiciones de la concesión, lo que ocurriría si la Administración, renuncia a argumentar y opta por invocar el mentado interés público, o, lo que es lo mismo, la preferencia de la prestación directa de los servicios. Dicha idea es respetable, pero elimina la posible ruptura injustificada de los contratos de concesión, que, a su vez, en su momento nacieron para auxiliar al sector público a prestar los servicio que, por sí solo, no podía ofrecer, hecho normal en las sociedades de nuestro tiempo.

En el campo de las concesiones, las arbitrariedades, al crearlas o al retirarlas, pueden dar paso a consecuencias administrativas y penales. Estas últimas pueden ser de diferentes clases, y, por supuesto, que en ellas cabe que incurran funcionarios y ciudadanos. Si el conflicto surge en el ámbito de la relación directa entre la Administración y una persona física o jurídica (empresa) ciudadano, en la que ambas partes tienen deberes y derechos, la causa solo puede encontrarse en uno de dos motivos: el olvido de la legalidad o la aplicación arbitraria de esa legalidad, en contra de lo prometido en el art.9-3º de la Constitución. De acuerdo con ello, todo paso en el cambio de la relación tiene que ser razonado y motivado, sin espacio alguno para la decisión unilateral, y, por supuesto, una motivación suficiente no se puede reducir a la invocación de la ley y la bondad de la idea de que todos los servicios se presten directamente por la Administración, pues eso no es un argumento, sino una condición previa, a la que ha de seguir la valoración de la actividad del concesionario, que ha garantizado un servicio público, y, por supuesto, la de los intereses de los ciudadanos destinatarios de ese servicio.

Gonzalo Quintero Olivares es catedrático de Derecho Penal

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