A veces me pregunto si mi voto ese día fue como un aleteo de mariposa que desencadenó la tormenta que todavía azota la Comunitat Valenciana
Era el año 1991, gobernaba Felipe González y uno pertenecía a esa mayoría de jóvenes entre acomodados y adocenados por una década de felipismo que había cambiado España sin apenas resistencia hasta la huelga del 14-D de 1988. Fue la de mi generación –o así la recuerdo– una juventud obligada a dar las gracias a la generación anterior, sin inquietudes artísticas ni políticas comparables a las del despertar democrático y con nulas posibilidades de relevar a una clase dirigente forjada en la transición y todavía joven para dejar paso.
Las personas cuando llegan a la madurez suelen pensar que fueron jóvenes ejemplares, "no como la juventud de ahora que solo piensa en divertirse", cuando lo cierto es que la juventud siempre ha pensado en divertirse antes que en cualquier otra cosa. La juventud de ahora me parece maravillosa al lado de aquella hedonista de finales de los ochenta y principios de los noventa que tanto disfrutó –que tanto disfrutamos– pero de la que apenas quedó rastro cultural o político. De haber sufrido los problemas de ahora quizá habríamos montado un 15M, pero el caso es que no los sufrimos.
Como estudiantes apenas nos preocupaba el paro, entonces en una tasa del 15% que parecía increíblemente baja, porque veíamos que al terminar los estudios todos acababan encontrando curro. Tampoco nos preocupaba la corrupción entonces incipiente. La sucesión de escándalos en el PSOE empezaba a asomar con el caso Juan Guerra, que da risa al lado de todo lo que estamos viendo ahora, pero el caso Filesa no estalló hasta días después de las elecciones. Luego vendrían Roldán, la parte política del GAL y toda la podredumbre de una década de poder absoluto.
Lo que sí había estallado en Valencia era el caso Naseiro en el PP, el primer gran escándalo de corrupción del que vienen estos lodos, que tuvo el recorrido judicial y electoral por todos conocido.
En esas estábamos, a punto de celebrar los fastos del 92, cuando se convocaron las elecciones autonómicas y municipales para mayo de 1991. Era mi tercera vez y, al igual que en las anteriores y las que vinieron después, llegué a la campaña electoral teniendo muy claro a quién no iba a votar pero sin saber qué papeleta meter en la urna.
A quien tenía muy claro que no iba a votar era a Clementina Ródenas, alcaldesa de Valencia tras la dimisión de Ricard Pérez Casado a finales de 1988 y candidata del PSPV-PSOE a la reelección. El motivo era tan simple como utilitarista: Ródenas había creado la ORA, la zona azul que restringía el aparcamiento a los residentes sin garaje. A mí, que no necesitaba el coche todos los días, me provocaba grandes problemas para encontrar sitio donde aparcarlo fuera de la zona azul.
Y por esa misma razón voté al PP, porque durante la campaña electoral alguien de la candidatura popular –creo que no fue Barberá– prometió eliminar la zona azul que tantas protestas había generado. Inocente de mí. No recuerdo a quién voté ese año en las autonómicas, sé que no fue al PP porque no me gustaba Agramunt.
Como es sabido, Barberá ganó por los pelos en un emocionante escrutinio al conseguir nueve concejales y sumar, junto a los ocho de González Lizondo –Unió Valenciana–, los 17 de la mayoría absoluta, frente a los 13 del PSPV y los tres de Esquerra Unida. Lo de que debe gobernar la lista más votada no estaba entonces en el discurso popular. A veces me pregunto si mi voto ese día fue como un aleteo de mariposa que desencadenó la tormenta que todavía azota la Comunitat.
Confieso que me alegré, aunque el entusiasmo se convirtió en honda decepción muy poco después, cuando lejos de cargarse la ORA el concejal de tráfico se puso a pintar calles de azul y no paró durante 24 años. Lo de la zona azul es lo de menos, una estupidez si se mira con perspectiva. Lo relevante es que esa promesa era la razón de mi voto y me habían engañado. A mí, a un joven con palabra que pensaba que Tierno Galván era un cretino por decir que las promesas electorales están para no cumplirlas.
Me sentí traicionado como pocas veces, puede que hasta me dijera: "Jamás te lo perdonaré Rita, jamás", aunque no había Twitter en el que dejar estupideces para la posteridad. Furioso, juré no votar más a Rita Barberá, que quizás lo habría merecido en su primera década de mandato. Con 21 años recién cumplidos, dejé de creer en los políticos.
Empecé entonces un largo período de voto protesta a candidaturas minoritarias sin posibilidad alguna de obtener representación, una forma de evitar que me volviesen a engañar. Unas veces fueron los verdes –no sé cuáles, porque estaban divididos-, otras el Partido Animalista, hasta llegué a votar al Partido Humanista sin pararme a averiguar si era una formación de intelectuales o una secta. Cuando se me pasó el enfado empecé a votar en blanco hasta que me enteré de que esa opción favorece a los partidos más votados –lo que faltaba– gracias a la Ley d’Hondt y de que además sirve para inflar el porcentaje de voto de todos los partidos, pues este porcentaje se calcula sobre el total de votos válidos descontando no solo los nulos, sino también los votos en blanco, como si no fuesen válidos. Se cuentan, pero no cuentan.
En las últimas convocatorias electorales empecé a confiar en algunos políticos a los que conozco, en las personas, no en los partidos, y busqué alguna utilidad a mi voto sin creerme ninguna promesa. Conozco a políticos que parecen de fiar, aunque no daré nombres porque aquella desconfianza que me inoculó Rita la llevo muy dentro. Todo por una raya azul pintada en el suelo, qué tontería.
Entiendo la indecisión de los jóvenes que votan a tientas por primera vez. Entiendo a los que se sienten engañados y se alejan de la política por un tiempo o para siempre. Entiendo a los indignados y les aseguro que el escepticismo es la mejor vacuna.
Yo voté una vez a Rita Barberá, no me lo tengan en cuenta.