VALÈNCIA. Es más que probable que el lector no haya escuchado jamás el nombre de Daniel Attias. No es un autor reconocido en festivales ni posee una filmografía que haya cosechado numerosos éxitos de taquilla. Y, sin embargo, también es muy posible que todo aquel que esté leyendo estas líneas haya visto alguna muestra de su trabajo. Nacido en Los Ángeles, en 1951, inicialmente estudió interpretación, pero pronto se sintió atraído por la posibilidad de contar historias desde detrás de la cámara. Uno de sus primeros trabajos fue como meritorio de dirección en ¡Aterriza como puedas! (Airplane!, Jim Abrahams, David Zucker y Jerry Zucker, 1980), y a partir de ahí comenzó a curtirse como asistente de dirección en películas como Corazonada (One from the Heart, Francis Ford Coppola, 1981), El hombre de Chinatown (Hammett, Wim Wenders, 1982), E.T. El extraterrestre (E.T. The Extra-terrestrial, Steven Spielberg, 1982) o Perro Blanco (White Dog, Sam Fuller, 1982). El siguiente paso era dirigir por cuenta propia, y lo hizo. Pero Miedo azul (Silver Bullet, 1985) no obtuvo los resultados esperados, y en lugar de esperar una segunda oportunidad, decidió aceptar trabajo en televisión. No podía sospechar que su vida iba a dar un giro radical.
Al año siguiente se encargaba de un episodio de Corrupción en Miami, y ya en los noventa pasó a engrosar la nómina de realizadores en Melrose Place y Sensación de vivir (Beverly Hills, 90210), que le sirvieron como entrenamiento antes de enfrentarse a empresas mayores. Por ejemplo, la mítica Doctor en Alaska (Northern Exposure), de la que dirigió cinco capítulos. A partir de aquí, la cosa se desmanda: Lois y Clark, Ally McBeal, Buffy cazavampiros, CSI: Miami… Hasta que llegan series totémicas de la televisión moderna, como Los Soprano (3 episodios), Alias (7), A dos metros bajo tierra (6), The Wire (4), House (8), Lost (2), True Blood (3), The Killing (4), Homeland (7) y Treme, Anatomía de Grey, The Walking Dead, Deadwood o True Detective (1 en todas ellas). Casi es más sencillo listar las series en las que no ha trabajado. Dan Attias es historia viva de la televisión seriada, ha estado nominado dos veces al Emmy (en ambos casos por El séquito/Entourage) y en 2009 ganó el Premio del Sindicato de Directores de Estados Unidos por Transitions, el cuarto capítulo de la quinta temporada de The Wire. Un cineasta todoterreno con quien pudimos hablar hace unos días en el Festival de Cine de Guadalajara (México).
-Me gustaría empezar hablando de Miedo azul, tu única película. ¿Fue complicado para un director debutante como tú enfrentarse a una adaptación de Stephen King y a un productor como Dino de Laurentiis?
-Yo solo tenía experiencia como asistente de dirección, y lo primero que hizo Dino fue ponerme un director de fotografía italiano, Armando Nannuzzi, que no hablaba una palabra de inglés. Pero era un maestro, había rodado con Visconti y Pasolini, así que me dije que si era bueno para ellos, lo era para mí. Al final nos entendimos chapurreando francés y gracias al operador de cámara, que sabía algo de inglés. El primer guion que leí tenía muchas cosas que me gustaban, porque lo más importante para el director es definir la historia de un modo en que pueda sentirse involucrado en ella, no tanto en el nivel de los hechos que se narran como en el del subtexto. Y me pareció que era una historia que sentía cercana porque hablaba de cómo todos estamos heridos de algún modo, y eso determina nuestra humanidad. Era algo que estaba en todos los personajes: el chico en silla de ruedas, capaz de enfrentar sus miedos; su tío, que ha caído en el alcoholismo porque no ha sido capaz de afrontar sus problemas... Los escritores inteligentes, como Stephen King, saben dejar pistas en sus historias. Otro personaje interesante era el sacerdote, otro hombre herido, sobrepasado por sus impulsos humanos, que emerge como un monstruo. Eran elementos con los que me sentía identificado.
-¿Se desarrolló el rodaje como esperabas?
-Dino estaba convencido de que teníamos que hacer una película de Stephen King, así que hacía falta sangre. Pero yo no estaba interesado en los asesinatos explícitos. Para mí, debía ser una película apta para adolescentes, una aventura juvenil. Había grandes personajes para hacerla, como la hermana del protagonista. Insistí en plantearlo como una aventura para niños, lo cual es gracioso, porque yo había sido segundo asistente de dirección en E.T., estaba familiarizado con el género, pero Dino se empeñó en mostrar la violencia gráfica de los crímenes, me hizo rodar el asesinato de una mujer embarazada, subrayar los planos de garras y piel ensangrentada, porque entendía que era lo que le gustaba a los fans de King. Tuve que hacer esas concesiones y la película es una constante lucha entre esas dos visiones.
-La película es una digna serie B, quizá lastrada por la falta de presupuesto.
-Dino no quería gastar mucho dinero. Para la distribución americana tenía un acuerdo con Paramount según el cual iban a medias, pero estoy convencido de que Paramount lo pagó todo (risas). El presupuesto era muy pequeño, y se puede comprobar observando al hombre lobo. Dino conocía a Carlo Rambaldi, que había diseñado a E.T., pero no había dinero para la criatura, y perdió el interés rápidamente. Venía de trabajar en la película más exitosa de los últimos años y ahora se encontraba con esto. Fue una batalla constante. El actor que interpretaba al monstruo era Everett McGill, que había hecho la maravillosa En busca del fuego (La guerre du feu, Jean-Jacques Annaud, 1981) y era muy físico y acrobático, lo que resultaba perfecto para nosotros, pero estaba claro que no íbamos a tener la posibilidad de usar animatronics en el rostro, así que cuando vimos el traje, todo el mundo se dio cuenta de que lo que teníamos, básicamente, era un tipo embutido en un bañador de cuerpo entero. A Dino tampoco le gustó. Al final, recurrimos a la treta de hacer algo más terrorífico a base de no mostrarlo, y enseñamos al monstruo lo menos posible.
-¿Cómo fue tu relación con Stephen King?
-Fue muy amable. Nos reunimos al principio del proyecto, aunque después no se involucró demasiado. Estaba siempre disponible para mis consultas por teléfono, pero creo que no tenía grandes esperanzas puestas en la película, andaba ya metido en otros proyectos. Me dio libertad para hacer lo que quisiera e incluso me permitió reescribir algunas secuencias.
-¿Te sentiste decepcionado? No has vuelto a dirigir un largo de ficción desde entonces.
-Cuando se estrenó la película y vi las reacciones, me di cuenta de que, como director, eres responsable de todo lo que se ve en pantalla. Se te juzga en términos globales, y me mortificaba no conseguir mejores críticas, así que tomé la decisión de que mi próximo proyecto respondería por entero a mi sensibilidad personal, quería tener mucho cuidado a la hora de elegirlo y desarrollarlo. Pero soy muy crítico conmigo mismo y me bloqueo ante la página en blanco. Creo que por eso encajo en televisión, donde te dan el material y tú puedes tratar de mejorarlo. No hay bloqueos, porque tienes un punto de partida. Me activo más cuando trabajo en colaboración. Y sacar adelante un proyecto cinematográfico siempre es muy costoso, no disfruto el proceso de estar esperando varios años hasta que se concreta, mientras que la televisión es muy gratificante a nivel creativo.
-La televisión actual es muy diferente de la que conociste en los ochenta, cuando Melrose Place o Sensación de vivir eran entretenimiento de usar y tirar. Hoy en día las series están consideradas una forma de arte, e incluso hay quien dice que le han tomado la delantera al cine.
-En mis primeros años, trabajé en series de gran éxito, como Corrupción en Miami o Ally McBeal, pero creo que Los Soprano fue la que lo cambió todo. Es interesante cómo modificó el modelo y abrió nuevas posibilidades. En primer lugar, era una serie para la televisión por cable, lo que significa que no había restricciones morales: Podías mostrar y decir lo que quisieras. También es importante el hecho de que se emitiera sin interrupciones publicitarias. Lo normal era que el episodio de una serie tuviera cuatro y hasta cinco cortes para los anuncios. Obviamente, querías que la gente regresara después de la publicidad, lo que significaba que había que incluir cinco cliffhangers por capítulo. Es decir, mantener en tensión al espectador ¡cada ocho minutos! HBO cambió todo eso. Permitía contar una historia. Y una temporada de doce episodios te daba la oportunidad de centrarte en los guiones, de desarrollar mejor a los personajes, darles matices, tratar cada episodio como el capítulo de un libro. Es una experiencia más rica para quienes hacemos las series, pero también para la audiencia.
-Esa definición de los episodios como capítulos encaja con la idea de que las series utilizan una narrativa que remite a la literatura por entregas del siglo XIX, lo que significa un retroceso evidente respecto a las arriesgadas formas de contar que ha alcanzado el cine en la época actual.
-Es un punto de vista interesante, y lo respeto. No me gusta quedarme estancado, pero al mismo tiempo creo que no se puede caer en la ceguera de rechazar los valores del pasado, que han superado la prueba del tiempo, porque lo que nos define como seres humanos es la historia. Las formas narrativas convencionales han cambiado a lo largo del tiempo, pero existen desde la época en que la gente encendía hogueras en una cueva. La mitología clásica no tiene una estructura diferente de las historias que contamos ahora. La mayoría hablan del viaje del héroe, lo mismo que Star Wars. Las cosas cambian muy rápido, y no sé si eso es siempre saludable, sigo creyendo en la narración clásica.
-Es más fácil empatizar con el espectador mediante historias como A dos metros bajo tierra que con Twin Peaks, ¿no?
-Es una cuestión interesante, porque aprecio los puntos de vista únicos y personales. Tengo mucho respeto por gente como Wes Anderson, que ha creado un increíble estilo visual, es toda una experiencia ver sus películas, pero no es algo que me active a nivel personal, me interesa más trabajar la interacción entre los personajes y su faceta humana. Mi objetivo es entenderme a mí mismo, y por eso me apasiona entender a mis personajes, aunque admiro a aquellos que tienen la capacidad de crear esos mundos visuales.
-La gente tiende a olvidar Doctor en Alaska, pero fue una rara avis para su tiempo. ¿Estás de acuerdo? A diferencia de series como The Walking Dead, donde solo has dirigido un episodio, aquí te involucraste mucho más.
-Totalmente. The Walking Dead no es lo mío. Hice un capítulo porque le gusta a gente a la que respeto, pero tu sistema nervioso se acaba viendo afectado cuando te pasas el día desmembrando cuerpos y reventando cabezas. Doctor en Alaska es mi favorita de todas en las que trabajé antes de Los Soprano. En su momento fue muy bien recibida, pero posteriormente parece que ha caído en el olvido. Josh Brand y John Falsey, sus creadores, eran brillantes. Concibieron la idea de hacer una serie sobre conocer al otro, les interesó algo que la televisión americana no había hecho antes, hasta cierto punto una noción subversiva, sobre todo para aquellos que piensan eso de “América primero”. A ellos les fascinaba conocer al otro, y crearon esta historia sobre un joven médico judío de Nueva York que aterriza en este paisaje salvaje de Alaska, donde se encuentra con los nativos, gente que es casi de otra civilización. Lo que me gustaba es que estaba inspirada por un punto de vista muy poco americano. Era tremendamente inusual.
-En el cine, siempre consideramos al director como el máximo responsable del resultado final. Sin embargo, en ficción televisiva parece que esa figura es la del showrunner o creador de una serie. De hecho, a menudo cada episodio está firmado por un realizador diferente. En ese sentido, ¿crees que, de algún modo, el director televisivo es como un eslabón más de la cadena?
-Dirigir televisión seriada puede ser una experiencia muy humilde. Es cierto que, por regla general, en el cine el director es el rey. Es quien más a menudo recibe el crédito por el éxito o es culpado por el fracaso. No obstante, incluso una película es producto de un proceso colaborativo, y considerarla el trabajo de una sola persona es siempre engañoso. De manera similar, en televisión, el creador o showrunner de un proyecto es quien se lleva los honores o las críticas, pero también depende de muchas otras personas, aunque es cierto que en televisión esa persona es quien tiene mayor influencia en la calidad de la serie. Mi trabajo como director no se limita a hacer lo que ordena el showrunner. Él o ella no suelen ser realizadores y no necesariamente tienen que saber cómo traducir sus ideas a cuestiones como el trabajo con los actores, la puesta en escena o el montaje del plano. Mi labor consiste en entender su visión e interpretarla a partir de mis propios conocimientos del mundo, la naturaleza humana o cómo puede sentirse la audiencia a raíz de una situación determinada. Mi misión es asumir la responsabilidad de ser el narrador de la historia y encontrar la manera de introducir al público en la experiencia. Se podría pensar en el director de televisión seriada como “un eslabón de la cadena”; sin embargo, creo que eso significa ignorar el modo en que cada director en particular se enfrenta a un guion y unos actores e infunde su propia y única calidad al material. De tal manera que el director tiene la oportunidad de hacer contribuciones personales que el showrunner nunca habría imaginado o anticipado.
-Uno de esos creadores estrella de la televisión contemporánea es, sin duda, David Simon, con quien has trabajado en The Wire y Treme. ¿Fue una experiencia diferente a las de otras series?
-David es un showrunner brillante, por supuesto, y siempre tiene una visión muy definitiva sobre todo lo relacionado con el contenido de sus proyectos. Pero en lo que se refiere a la interpretación, resulta mucho más fácil confiarle al director la tarea de determinar cuál es la mejor manera de comunicarse con el actor y en qué dirección puede ir su actuación a nivel emocional. Creo que la principal diferencia entre David y otros creadores de series es que a él le encanta el análisis social, y valora el mensaje quizás incluso por encima del arte, aunque sus shows también son siempre grandes logros artísticos.