La segunda novela de la escritora valenciana escarba en la trampa del recuerdo para narrar una historia de juventud, amistad, descubrimientos y todas las decepciones que vienen después
VALÈNCIA. Siempre eran otros tiempos cuando las cosas eran luminosas y luego oscuras un poco antes de torcerse o de entumecerse con la pátina gris de la cotidianidad. Eran otros tiempos aquellas décadas en las que las novedades que el cuerpo nos iba presentando todavía eran excitantes y llenas de posibilidades de placer y ocio, solitario o colectivo, y no motivo de preocupación. Con la distancia los otros tiempos se vuelven Ávalon al otro lado de la bruma, un territorio insular e impreciso al que se llega con dificultad, e incluso una vez allí de nuevo no podremos asegurar nunca que en efecto todo está tal y como era antes, porque solo el mero hecho de volver ya modifica el paisaje. No es solo una idea sugerente e inquietante, también es real: recordar es reinterpretar, y sobre todo, reescribir. Cuando volvemos a un recuerdo lo alteramos y lo volvemos a guardar, y así nuestra propia historia va evolucionando de la realidad a la autoficción de un modo inconsciente, suprimiendo matices y añadiendo detalles que ya nunca lograremos desvincular del auténtico tejido de la realidad que fue: un hilo y otro de la historia quedarán indefectiblemente imbricados y pasarán a ser nuestra mutante leyenda personal, el cuento que nos contamos para entender quiénes fuimos y por eso ahora quiénes somos. Si nuestra mente no contase con este mecanismo de supervivencia nuestras vidas serían un infierno de lucidez y remordimientos. Esto es ciencia también: existen personas que viven una terrible condición parecida al síndrome de Savant que se caracteriza por la capacidad para recordarlo todo, o mejor dicho, para no olvidar nada.
Olvidar es fuente de felicidad. Sin olvidar tendríamos presentes hasta el fin de nuestros días esos momentos en que hemos querido que se abriese la tierra y nos engullese y regurgitase después en un punto lejano sin testigos de lo que nos ha llenado de vergüenza, sin olvidar nunca superaríamos el desamor ni los desencuentros, sin la idealización neblinosa de los muertos seguiríamos adelante con una peligrosa mezcla de rabia y echar de menos a la espalda, sin la cualidad difusa de esos fragmentos que almacenamos en nuestro cerebro para poder comprender el mundo todo sería demasiado nítido y asfixiante. La magia de los recuerdos es que son tan imprecisos y poco de fiar que en ocasiones -en muchas ocasiones- recordamos recuerdos de otros, anécdotas que nos contaron, escuchamos y guardamos, solo para que el peso de los años acabase aplastándolas en nuestra corteza prefrontal convirtiéndonos de paso en sus protagonistas. ¿Quién no se ha preguntado en el transcurso del relato de un recuerdo si realmente le ocurrió a él, a otro o si lo ha imaginado? Hasta ese punto es desconcertante la memoria, ese recurso o comportamiento que ahora también tratamos de trasladar, por ejemplo, a los tejidos, para que se adapten mejor a nuestra figura, y con el que cuentan ya de serie algunos elementos inorgánicos: en La memoria del alambre, última novela de la periodista y escritora Bárbara Blasco, lo humano y lo metálico son uno: donde uno no puede volver atrás, el otro tampoco. Cuando uno abandona su estado original al deformarse víctima de fuerzas que nunca se pueden controlar, lo abandona para siempre. El alambre no recupera su primer estado inmaculado y a nosotros nos sigue maleando la vida hasta tal punto que a veces llegamos a no reconocernos en el espejo.
La memoria del alambre publicada por Che Books es la de una protagonista que lanza la vista atrás a petición de una extraña surgida del pasado para embarcarse en un viaje a Ávalon surcando el cauce de las heridas que le infligió la vida que se esfuerza en recordar desde un presente seminómada y cargado de vacíos. En esas heridas yace el nombre de una amiga y de todos los descubrimientos que hicieron juntas, los que supieron y los que se quedaron por el camino, hallazgos de juventud hambrienta de sexo, de drogas, de riesgos, de exponerse a la catástrofe ligera, de poner un pie fuera del borde del acantilado o de asomarse a las vías del tren. En esos recuerdos hay violencia, hay muchos pasajes brillantes, como la tragedia de la panadera, su venganza y confesión póstuma, o la temible bola lenta del futbolín: buena parte de lo que nos sobreviene es como esa bola que se acerca en línea recta a cámara lenta, esa bola que pasa sin esfuerzo entre filas y filas de barreras y que uno no sabe bien cómo detener, que provoca que nos tiemble la muñeca, que aleteemos y perdamos la compostura en lugar de mantenernos en el sitio para impedir lo que pudo haber tenido remedio. En La memoria del alambre hay temblores y parálisis, miedo, entrega, sumisión. Spoiler: no hay final feliz. Hay finales.
A la protagonista de la novela de Blasco relatar -relatarnos- el pasado no la reconcilia del todo con sus aristas pero la conduce hacia una serie de verdades que de un modo u otro ya la construían, pero que es al hablar de ellas, al ponerlas sobre el papel, cuando detonan el artefacto. En el caso de Ahora contamos nosotras #Cuéntalo: una memoria colectiva de la violencia (Nuevos Cuadernos Anagrama), de la también periodista y escritora Cristina Fallarás, no es el papel sino la sustancia intangible de una red social la que sirvió de catalizador para una dolorosa pero necesaria reacción en cadena que llevaría a casi un millón de mujeres -en los primeros diez días- a contar públicamente los episodios de violencia machista que habían sufrido a lo largo de su vida, o que en su muerte han tenido que contar las amigas, hermanas, madres o hijas que quedaron aquí para ejercer de memoria. Nada más y nada menos que tres millones de intervenciones en poco más de una semana en el marco conversacional de un hashtag iniciado por la autora. El libro de Fallarás no hace concesiones a la autocomplacencia masculina ni se muerde la lengua, porque tal y como explica, no contar es letal, habida cuenta de las terribles consecuencias para las mujeres -y para la sociedad, aunque como señala Fallarás, parezca que el problema solo es de ellas- que ha tenido el silencio en el que las ha encerrado no solo la violencia física que han sufrido, sino la sistémica, la estructural, la que a día de hoy impregna cualquier espacio de nuestras sociedades, esa que se traduce en el no creer por defecto sus testimonios, en ponerlos en duda o en frivolizar de una forma nauseabunda con ellos, o desatados los perros de la misoginia, en ataques diarios a personas solo por el hecho de hablar y defender algo tan elemental como el derecho a no sufrir por tener un cuerpo distinto al del agresor. Es el siglo veintiuno, y todavía estamos así. #Cuéntalo. Contémoslo.