Caja Negra edita esta antología de textos ultrautópicos en los que la voluntad de trascender lo posible alcanza cotas que más que en la filosofía, podrían encuadrarse en la ciencia ficción
VALÈNCIA. La muerte es un límite incómodo: por lo general, el ser humano no quiere morirse. Por supuesto, hay seres humanos que quieren morir, y que de hecho, se borran del libro de la vida con todas las de la ley. No es el objetivo de este texto cuestionar sus motivaciones —la vida, al fin y al cabo, es un fenómeno muy personal—, porque el afán de seguir respirando es un ejercicio que no admite frivolidades ni razonamientos escuetos. En todo caso, aquí de lo que hablamos es de otra cosa: cabe suponer que en una situación perfecta, sin obligaciones exasperantes ni deudas-soga, ni decisiones o errores que nos asfixien con culpas, el ser humano estaría programado para obedecer a su instinto de supervivencia y tratar de conservarse vivo el mayor tiempo posible. De esa programación nace un deseo muy antiguo como es el de vivir para siempre. Vivir para siempre, claro, no es un objetivo sencillo ni evidente: lo ideal, sin duda, sería vivir para siempre en buen estado, no hecho un guiñapo, y tampoco en solitario.
¿De qué serviría vivir eternamente si el planeta acaba desintegrado por una estrella en fase de supernova? ¿Sería agradable vivir para siempre aquejado de una infinidad de achaques, reducido a un cuerpo catastrófico, víctima de un sinfín de enfermedades y deterioros producto de la edad? Cuando pensamos en la inmortalidad, pensamos también en la invulnerabilidad, en la eterna juventud. Pensamos en la lozanía, y en la capacidad de dotar a nuestros seres queridos de la misma condición. Con todo y con eso, la vida de un inmortal podría llegar a ser extremadamente aburrida. ¿Cómo sería una vida dada por supuesta, incluso si compartiésemos el don con nuestra familia, pareja y amigos? ¿Qué pareja sobreviviría los milenios? ¿Cuántas veces a la semana llamaríamos a nuestros padres inmortales? La inmortalidad es una abstracción que por mucho que nos esforcemos, no podemos llegar a abarcar. Como el infinito.
Pese a ello, en una época previa a este mundo realista y prosaico, hubo quien se planteó —de veras— la necesidad de hacer justicia al Homo sapiens pasado, presente y futuro con el regalo de la inmortalidad. Es posible que la utopía sea hoy día una idea poco práctica, que haya quedado relegada a la división de las ensoñaciones pueriles; en este presente histérico de las velocidades inhumanas la utopía es poco rentable: prima la distopía, el mañana trágico (no hay más que ver el catálogo de cualquier editorial para comprobar que nos van mucho más las historias con desenlaces armagedón). ¿Nos hemos rendido al apocalipsis? ¿Qué dice esto de nosotros, los humanos del comienzo del tercer milenio? Sea como sea, hay alternativas al derrotismo. Una es acudir a la lista de títulos editados por el sello Caja Negra Editora y comprar Cosmismo ruso. Tecnologías de la inmortalidad antes y después de la Revolución de Octubre.
Este volumen, configurado por el filósofo, crítico de arte y teórico de los medios Boris Groys, recoge el pensamiento de una serie de autores rusos de finales del siglo XIX y principios del XX que llevaron la utopía más allá del tiempo y del espacio. De Fiódorov en adelante encontraremos el germen de la voluntad que ha guiado a los CEO de las compañías tecnológicas de Silicon Valley desde los primeros pasos ciberexpedicionarios hasta la antesala del metaverso: si bien podemos señalar a los magnates tecnoutópicos como responsables de haber diseñado la forma hiperconectada y adictiva en la que hoy vivimos, es de justicia reconocerles no solo lo tóxico, sino también el salto prodigioso que nos acerca a un estadio de la civilización imposible de soñar hace tan solo unas décadas.
¿Lograremos manejar las riendas de nuestra inventiva y llevar a buen puerto el futuro cuyas puertas hemos abierto? Está por ver. Lo que sí podemos hacer es comprender de dónde viene todo esto: hace no mucho tiempo, en una galaxia cercana, unos anarquistas radicales consideraron que la utopía no sería auténtica si quienes la habían hecho posible con su esforzado tiempo de vida no se beneficiaban de ella. ¿Fantástico? Sí, desde nuestro punto de vista cansado y poco dado a volar alto. Desde el ímpetu cosmista ruso, se llegó a imaginar esto [piensen lo que piensen, y se alineen en el lado que se alineen, denle una oportunidad al furor utópico de los cosmistas rusos, más tarde debatimos]: “una sociedad socialista no puede ser definida como justa, ya que está fundada sobre la discriminación de las generaciones pasadas en provecho de las futuras. El socialismo del futuro puede pretender el título de sociedad justa solo si se fija el objetivo de resucitar por medios artificiales a todas las generaciones que echaron los cimientos de su prosperidad. Entonces esas generaciones resucitadas también podrás disfrutar de las bondades del socialismo futuro, lo que suprimirá la discriminación de los muertos en relación con los vivos”. Wow. Resucitar a los muertos por la vía tecnológica mucho antes de que Black Mirror se convirtiese en una serie con aires costumbristas.
A estas alturas del artículo será ya difícil disimular la sonrisa condescendiente. Los cosmistas rusos se pusieron el listón increíblemente alto. Ha pasado un siglo y podemos juzgarlos con los ojos vestidos de bolsas del dos mil veintiuno. Sin embargo, qué necesitados estamos de utopías. Incluso asumiendo que por definición las utopías son irrealizables, ¿podemos permitirnos vivir sin sueños? ¿No es mejor poner la meta lejos, muy lejos, para que así allá donde sea que lleguemos, sea siempre un poco menos que lo imposible, que ya es decir? Las esperanzas de los cosmistas rusos suenan naïf, ingenuas, pero son un motor poderoso. En este diciembre de la tercera década del tercer milenio hay quien trabaja en el viejo sueño de la inmortalidad. Volcaremos nuestras sinapsis en un soporte más duradero que el cerebro, nos criogenizaremos o clonaremos el yo. ¿Y de dónde viene todo eso?
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