El litoral de la Región de Murcia se extiende a lo largo de 250 km dejando un paisaje de acantilados que terminan en playas paradisíacas de arena blanca y aguas cristalinas
VALÈNCIA.- Preparando una escapada playera relativamente próxima a la Comunitat Valenciana, pienso en la Costa Brava e incluso Almería, aunque me pilla más lejos. Inconscientemente salto a la región de Murcia, de la que ya conozco La Manga del Mar Menor y algunos hechos: se come bien, tiene una extraordinaria huerta, presume de ciudades tan monumentales como Caravaca o Cartagena y el dato que me interesa para este viaje: hay unos 250 kilómetros de costa. Indago más sobre la Costa Cálida y algunas fotos y comentarios terminan de inclinar la balanza a su favor. Mi base de operaciones la establezco en Mazarrón por su ubicación estratégica, ya que las playas que he marcado en mi mapa viajero están entre esta localidad y Águilas. Además, aprovechando que estoy aquí, he conseguido entradas para ver la Geoda de Pulpí, ya en territorio almeriense, por lo que un día ya está ocupado con esa visita.
Comienzo las vacaciones en las Gredas de Bolnuevo, unas formaciones moldeadas con formas caprichosas sobre amarillentos bloques de arenisca muy cerca de Mazarrón. Al verlas me recuerdan a la Ciudad Encantada (Cuenca) y esas dos mangas arenosas de más de diez metros me envuelven con su magia. Ocupan un espacio reducido y apenas hay un par de formaciones que llaman la atención, pero aun así tienen un encanto especial; quizá por su proximidad al mar y porque el viento y el agua han ido dando esas formas tan peculiares.
A escasos cien metros está la playa de Bolnuevo, a la que los primeros bañistas comienzan a desembarcar con sus sillas y sombrillas. Estoy tentada en unirme a ese pequeño batallón pero decido explorar la costa más virgen. Mi idea es ir a la playa de Percheles pero me equivoco y llego a otra —más tarde descubro que es la de El Rincón—. No le doy mucha importancia porque he venido a dejarme sorprender por la costa murciana, así que bajo por una pasarela de madera hasta hundir mis pies en una arena fina y gris, algo pedregosa. Es lo que buscaba, así que estiro mi toalla y me zambullo en el mar. Buceando veo que hay más playas alrededor y un camino parece comunicar entre ellas. Ya tengo un nuevo plan, que hoy no voy equipada para hacer la excursión.
Al cabo de unas horas y después de que la sombrilla se volara varias veces —no hay que lamentar heridos—, decido retomar el plan inicial: ir a Percheles. Madre mía, cuántos años sin quemarme al coger el volante y estar un rato en una sauna móvil. Con las ventanas bajadas y por carreteras que transcurren entre invernaderos llego hasta el cartel indicativo de la playa. Allí mismo aparco el coche, aunque luego veo que hay un parking abajo —en temporada alta se llenará seguro—. El ambiente me encanta, gente acampada con sus tiendas o caravanas, grupos de amigos tocando un cajón flamenco, otros se han llevado la propia red de voleibol… Al lado hay otra playa, las Minas, donde las olas irrumpen con más fuerza.
Un mojón me lleva a descubrir un sendero que transcurre entre acantilados, dejándome ver ese paisaje quebrado y montañoso que caprichosamente regala zonas de baño. La ruta termina en Calnegre, una playa de cantos redondos y negruzcos en la que la única urbanización son los dos chiringuitos que hay. Ni rastro de casas, solo grandes extensiones de invernaderos que la convierten casi en una rara avis. El viento y el oleaje impiden el baño, así que tomo una cerveza y unas almendras antes de regresar al coche. No he hecho casi nada pero estoy como si hubiese andado cien kilómetros, no me acordaba de lo que cansa el mar.
Hoy el azul del mar lo cambio por un paisaje apocalíptico de tierra roja dominado por montañas de tonalidades amarillas y ocres que parecen extraídas de otro mundo. Podría estar en Marte pero estoy en las minas de Mazarrón, donde ya en tiempos de los romanos se extraía zinc, plomo, plata y alumbres. Además, su cercanía con el mar y con Cartagena facilitaba su distribución por el Imperio, lo que convirtió a Mazarrón en una de las urbes más ricas de la Península.
Sin embargo, en los años sesenta, cuando la explotación minera ya no era rentable, las cerraron y el tiempo hizo su trabajo de reducirlas a escombros. Aquí, la minería fue principalmente subterránea y se crearon pozos y galerías con profundidades de hasta 500 metros, por lo que hay que extremar la precaución. Voy mirando por dónde piso mientras camino entre viejas maquinarias, chimeneas de fundición, túneles que se adentran en la colina, polvorines, lavaderos... y de repente sale un conejo que me deja con el alma encogida. Repuesta del susto voy al otro lado de la mina. Aquí el graznido de los cuervos es más intenso y en algunas partes el suelo está agrietado por el calor. Si hubiera agua dejaría una especie de laguna de color rojo que le daría un toque aún más apocalíptico.
No sé si es por su variedad cromática, su pasado histórico o su belleza singular de los lugares abandonados pero las minas de Mazarrón me parecen fascinantes. Tanto, que me cuesta ver el momento de irme. Lo hago por el calor sofocante y porque aún queda mucho por descubrir.
Conduzco hasta la playa del Rincón y sigo la senda que une las calas de Bolnuevo, esas que divisé desde el mar. Cojo los víveres para sobrevivir y sigo la pista, que está cerrada al tráfico y discurre al borde de acantilados que terminan en un mar de tonalidades azules y turquesas. Un tramo de litoral natural, despoblado y virgen que va dejando pequeñas zonas de baño, a cada cual más bonita.
La primera es playa Cueva de Lobos, la primera playa nudista que se declaró en España como tal, hace ya más de 35 años. Enfrente, la isla de Cueva Lobos, donde antaño era habitual ver focas monje (en 1971 se avistaron por última vez). Está rodeada por formaciones rocosas y amarillentas que recuerdan al desierto… ¿será una alucinación esa agua? No, porque bajo corriendo hasta ella y me doy un chapuzón. Lo mismo hago en cada una de las calas que me voy encontrando en el camino, como la playa de la Grúa, la cala Leño y la que se convierte en mi favorita: Cala Desnuda. En ella paso más rato porque la arena es fina y no me encuentro con esas piedras molestas que se te clavan al entrar y al salir del agua.
Una costa que me enamora por su belleza paisajística, por ese mar en calma —y el más cálido del Mediterráneo—, por la biodiversidad de sus aguas y ese estado de protección que tiene cada una de las zonas de baño que he ido descubriendo. Son muchos los rincones y ciudades que me quedan por descubrir pero, visto lo visto, seguro que regreso pronto a este pequeño paraíso mediterráneo.
Ubicada en la Mina Rica (Almería), la geoda de Pulpí es una formación geológica que al verla te quedas sin palabras. La magia de esos grandes cristales de yeso (de hasta dos metros) que surgen como flechas del techo, las paredes y el suelo de la cavidad es increíble. Cuando te asomas para verla, el tiempo pasa tan rápido que desearías volver a hacer la visita para seguir admirando tal proeza de la naturaleza. Pero antes de llegar a ese momento, posible desde 2019, visitas toda la Mina Rica para conocer el legado minero de la región. Y es que, en este paraje primero hubo una explotación de plomo y plata (1840) y a partir de de hierro.
La playa de los Cocedores está situada en el límite entre la Región de Murcia y Almería, por lo que ambas comunidades se disputan a quién pertenece desde hace años. De hecho, cada uno de los chiringuitos que hay en la playa luce una bandera diferente de una u otra comunidad. Más allá de la disputa, es una de las mejores playas del litoral mediterráneo. Eso sí, madruga porque no es muy grande y se llena.
* Lea el artículo íntegramente en el número 82 (agosto 2021) de la revista Plaza