No soy médica de locos. Atiendo a Antonia, a Juan, a Fernando. Cuando me veo obligada a primar los intereses de terceros, ya no sé qué soy. No tengo muy claro lo que significa "gente", "terceros".
¿Qué cosa es la salud pública? Por la salud pública hemos entregado nuestro cuerpo, ya no nos pertenece. Por la salud pública un paciente me habla hoy de que no puede seguir en el hospital junto a su abuela de 92 años porque ha dado positivo. Había ingresado por una cadera rota, no tenía síntomas Covid. Mi paciente la cuidaba y había superado el virus días antes, ya no era contagioso, ¿por qué no puede seguir junto a ella?
En la facultad de medicina nos enseñaban a fabular con supuestos de este tipo. Situaciones exóticas para nosotros, extrañas, que dinamitaban el lado humano de los cuidados. "Por el riesgo de daño a terceros ─argüíamos─ se debe romper el secreto médico". Pero el secreto es el nudo de nuestro trabajo. Algo tan íntimo y delicado que se llama confianza y que los pacientes nos entregan a ojos cerrados se debe sacrificar. Algo que en salud mental puede llevar años. Por "salud pública" pasamos como un rodillo, traicionamos. Debo alertar a las fuerzas de seguridad si un paciente planea un acto violento contra otros. Debo cantar si un adolescente habla en serio de una agresión planificada. Una paciente VIH me hablaba una y otra consulta de su rabia por haber sido contagiada y de su ansia de vengarse contagiando a otros. La paciente ya no es mía. Cambió de psiquiatra, por supuesto.
Estos días desembarcan en mi chat reflexiones que aluden a Foucault. Todo el mundo tiene en boca al filósofo francés de la Biopolítica. La pandemia ha creado una especie de reality siniestro en el que se extreman las condiciones sociales que él desentrañó y denunció. El pensador de la contracultura que puso su lupa en escenarios disciplinarios como cárceles, manicomios, asilos y hasta estructuras familiares y describió su sadismo y arbitrariedad. Quien nos enseñó las trampas de un lenguaje que normaliza lo que el poder quiere que demos por normal. Un grupo de élite, nos diría si asistiera a esta pandemia, ha definido la verdad de la Covid. La verdad del riesgo de contagio. La verdad de los criterios de confinamiento. Quién. Cuándo. Dónde. Atendiendo a qué cifras, a qué curvas, a qué tecnicismos de consenso. Es una verdad cambiante y adopta un color distinto según los países o regiones. Y ha decidido por mi paciente para empujarlo fuera de la habitación donde le daba la mano a su abuela. Me llama aterrado. Imagina a la abuela perdida entre extraños que entran y salen de su habitación, mezclando el sueño con la vigilia y con el pánico.
No hay adioses para los que se van. Me pregunto cuánta ciencia hay detrás de esto, cuánto rigor o cuánta histeria. Los comités dibujan la rayita divisoria entre conducta solidaria o insolidaria, conducta normal o anormal, tal como Foucault describió y vaticinó hace décadas. Alertaba sobre la forma en la que el poder disciplinario mueve nuestros hilos y nos inyecta discursos para articular estos movimientos, verdades que tragamos sin pestañear. Terminología que hacemos íntima como un esqueleto y nos convierte en correa de transmisión, peones que ven ahora como sus seres queridos son engullidos por un mostrador de urgencias o una ambulancia y no ofrecen resistencia.
También habló de los apestados. En la Historia de la Locura nos recordaba cómo, una vez extinguida la lepra, las leproserías fueron recicladas en asilos para los que, tiempo después, se llamarían enfermos mentales. Una definición amplia, depredadora, como una gran boca que asimilaba y "limpiaba" al diferente, al rebelde, al incómodo. En el Siglo XVIII, uno de cada cien parisinos fue encerrado: locos, delincuentes, epilépticos, miserables y hasta madres solteras. Trazar líneas divisorias, dibujar la higiene, marcar la diferencia: es algo que nos ayuda a respirar. La mezcla clásicamente ha suscitado sospecha.
Hoy en día la leprosería está contenida en un diagnóstico: esquizofrenia. Bipolar. Trastorno. Foucault nos recordó que el psiquiatra define al loco y la locura define la normalidad. Necesitamos etiquetas como siglos atrás se necesitaban muros. Las relaciones de poder se establecen con términos opuestos. El normal tiene así poder sobre el anormal. Y el anormal, el que sufre una herida invisible, no tiene un lugar prevalente. Mi paciente no puede cuidar o despedir a su abuela porque su dolor psíquico no tiene lugar frente a las líneas del cuerpo. Me pregunto si no hubiera sido más necesario autorizar los funerales antes que los patinetes en el parque.
¿Volveremos al alegre mestizaje, a la mezcla? Muchos están asustados estos días de que en nombre de la seguridad se dinamiten conquistas que parecían sólidas como el granito. Otros sueñan con la ocasión de oro para acabar con la mano invisible del mercado.
Foucault proponía una actitud contra la hegemonía de la Biopolítica, o sea, contra el éxito del poder en el control absoluto de nuestra vida. Proponía la libertad ética, un modo de resistencia crítica, y un arte de vivir que preconizaba la vida como algo precioso, delicado, irrepetible. El sujeto tomado como una obra de arte.
Mañana intentaré contactar con alguien que permita a mi paciente seguir a pie de cama con su abuela. Me cargaré de argumentos técnicos, de evidencias científicas. La prevención del síndrome confusional. La deprescripción de los calmantes que precise cuando el miedo la haga tirarse de la cama (los calmantes empeoran la neumonía). Si hablo de ética, de humanidad o de duelo, mi discurso corre el riesgo de acabar hecho una bola en la papelera.
Rosana Corral-Márquez es psiquiatra y escritora