Acostumbrarse a la idea de la muerte, llevarla puesta. Los que no estamos en primera línea (urgencias, UCI…) no hemos pasado aún esa fiebre de la acción furibunda, esa disociación. Estamos aún en el umbral entre la consciencia y la inconsciencia. Los del frente la dejaron atrás hace tiempo para convertirse en autómatas, cuerpos de corcho sin muerte encima, cáscaras vacías. Una auxiliar se quejaba de haber visto a un doctor dando una mala noticia al familiar “como quien habla de comprarse un traje”. Enseguida supe que yo quería estar ahí de una vez.
Paso por Interna en busca de R., que hoy necesita voluntarios. Me digo que sí, que he conseguido ser como ellos, pero estoy apretando el paso. El pasillo se me antoja un túnel de lavado con esos escobillones gigantes y ese estrépito que vence en el parabrisas. Un internista entra en una habitación y su séquito de apuntadores envueltos en celofán verde se queda fuera, la voz del médico llena la estancia: “¡Hola! ¿Cómo se encuentra hoy? Soy el doctor tal y cual…”. Me pregunto si antes hablaba con ese tono de mercader ambulante, parece que vaya a abrirse la bata y ofrecer un montón de baratijas. Quizá quiera compensar la pantalla de plástico, tan ofensiva, tan “efecto pecera”.
R. no pide apuntadores para seguirle por la sala, pide amanuenses para la base de datos. La compañera que me lo cuenta arruga la nariz, ella se resiste porque le parece un rollo, prefiere los pacientes. Es tan pizpireta como siempre y me digo que la pandemia no la ha cambiado. Sale de guardia y la riño por seguir ahí. “Sí, ya sé, todos me estáis echando…”. Se ríe y hace una mueca de serie infantil, el moño le saca puntas rubias y tiesas que coronan su cara.
“Esto es lo importante: que sepamos documentarlo ─dice R., solícito, frente a su portátil─. Pasa, siéntate, he limpiado el teclado, el ratón, mira…”. Una nueva forma de hospitalidad se inaugura estos días con el hidroalcohol. “Si no lo registramos seguiremos siendo el clásico hospital que hace mucho y no saca nada…” En las películas bélicas, me digo, los oficiales mandan a sus espías a conocer los movimientos del enemigo, deben anticiparse al ataque. En medicina somos científicos y estudiamos con datos al monstruo. R. es el más metódico del servicio, pasó más de una década en Alemania y se le nota. Los informes que hace de cada paciente son un pelmazo.
Pero estos días se necesita que peinemos las hojas de ingreso y llenemos una base de datos que se estira y se estira. Ruedo el ratón y veo que no acaba nunca. Hay que volcar el retrato de cada paciente a su llegada y filtrar sexo, edad, inicio de los síntomas, fármacos, fiebre, tensión, ruidos, tos... “No puedes pasar más de dos horas con esto, te saldría humo, así que tranquila” Los internistas gastan ahora su paciencia recorriendo pasillos, su planta ha sufrido un crecimiento tumoral y ocupa todo el edificio. Asiento, apunto todo, sonrío metódica. Le confieso que también fui al colegio alemán y queda encantado con mi currículum. Omito el gran detalle y es que soy gafe con las pantallas, soy un virus, capaz de bloquear la aplicación más blindada (mi marido quiere hacerme un exorcismo).
Es curioso el viaje a través del álbum del Covid, mi mente ilustra y colorea las historias como un desplegable infantil: mujer 40 años, niño lactante, antecedentes: no. Fiebre: más de 38, esputo blanquecino…muevo ratón con ansiedad y la placa de RX me salta a la vista. Infiltrado: sí. Bilateral: sí. No debo anotarlo pero todavía está ingresada. Varón 71 años. Sigo. Salto de un programa a otro, feliz con mi desenvoltura. Tabaco: sí. Enólico: sí. Exitus, me salta en rojo, la pantalla de hospitalización es inclemente. R. adivina la congoja en mis ojos y me trae rosquilletas del bar, vienen en una bolsa cerrada.
De vuelta a mi despacho me paro a saludar a un jefe de sección, a alguna que otra enfermera. Soy el coche escoba emocional. El jefe recomienda a su equipo que se dé un garbeo esta tarde por el Prado y vea El Bosco, no quiere oír ni una palabra más de Covid. Confiesa sentirse raro. “No seríamos médicos si no nos sintiéramos raros”. Calla. Sube las cejas. Se conforma. A todos les ha gustado el protocolo de atención psicológica que lanzamos para ellos, pero nadie nos llama por las tardes. Nadie quiere acordarse de una bata blanca cuando está en casa.
El hospital está irreconocible. Los enfermos no eran imaginarios, ¿dónde se meten? Todos se preguntan si vendrán en tromba. Sin arreglo. Tarde. ¿Dónde están las siete apendicitis al mes? ¿Y el dolor precordial? Nadie le dice a la gente que venga si se nota así o asá. No hay valor para anunciar que deben volver a urgencias.
Gran jolgorio por el primer paciente que sale de alta en nuestra UCI. Lo publica el periódico local. En el vídeo avanza sobre una sillita y la imagen parece un cruce entre la exaltación de una fallera y Star Wars. El aplauso es vivo, lo engulle, al hombre no le da tiempo a sonreír a la cámara.
Tenemos hambre de buenas noticias, un hambre depredadora, que está dejando ya de lado el shock de los primeros días. Destapa también la indignación, el cabreo velado. Ahora es cuando te pueden abuchear por sacar al perro o denunciar por una tos tontorrona que atraviese las paredes.
El quebranto mueve sus tentáculos poco a poco y ahora se suman los duelos, la lista crece y hay que telefonear a diario. Es otro tipo de congoja, espesa y negra como una mancha de alquitrán, se mueve despacio.
El campo de batalla sin la batalla. Sembrado de cuerpos.
Me entero de otra colega con neumonía, las llamadas se alargan. No hace domicilios. No explora gargantas. Es inútil ponerse el traje de epidemiólogo y seguir el rastro, sólo cerrar los ojos y cubrirse la cabeza, como en los bombardeos. A las doce hacemos un minuto de silencio por una auxiliar del departamento que no conocí. En la foto que han repartido por el hospital sonríe a la cámara con ojos relajados, remotos. Todos somos esos ojos durante el minuto de silencio.
Aparco, dejo el maletín en el coche, subo a casa. Me descalzo y vuelvo a liar la zona sucia y la limpia, lo empastro todo con mis zapatillas. Entro en la ducha descorazonada y me pregunto si alguien en el chat podría decirme cómo lo hace.
Desisto al rato. El chorro caliente en mi cuello me dice que deje el Whatsapp tranquilo, alguno que otro ya ha sido enviado a casa antes de tiempo por estar todo el día subiendo chorradas.
Rosana Corral-Márquez es psiquiatra y escritora