No soy especialista en política, sino en felicidad; las concentraciones con bandera patria del pasado fin de semana sólo me hablan de infelicidad. El odio hace pie en esta emoción de base. Tampoco soy historiadora, pero algo sé de emociones y, sobre todo, del miedo. Muchos de los que hoy impugnan la Transición ignoran el miedo que daban las banderas en esos años. Como yo, solo pueden apelar a aquél tiempo a través de fotos en color sepia donde saludaban a la cámara aupados por sus padres. Mi generación no votó la Constitución porque estaba juntando la eme con la a en las fichas escolares. Yo soy uno de aquellos bebés rollizos de los setenta, mi madre llenaba mi tripita de progreso y hacía las delicias de la empresa que promocionaba la leche de biberón. La lucha de los "fachas" y los "rojos" me parece propia del realismo mágico, de un tiempo que gira en redondo, que duda de su condición de secuencia.
Pero una foto caduca no capta ya la emoción del momento. La memoria es una gran productora de cine: edita, condensa, desplaza, distorsiona. Crea. La emoción que lleva una foto remota es la que proyecta el que la está mirando. No veo terror en ninguna de aquellas instantáneas donde mis padres sonríen con cuello de pico y camales de pata elefante, pero sí lo siento cuando la ultraderecha sale a quitarse la mordaza estos días, a despreciar la verdad y lo "políticamente correcto". Siento miedo. El que debieron vivir los artífices de la Transición, ese pacto que ahora se juzga precipitado y cobarde. Sentirlo me hace girar en círculos a mí también, resbalo en la tautología: si la emoción está viva, la Transición no está cerrada, si la emoción no muere, nunca la cerraremos.
Todo el mundo cita El mundo de ayer estos días en las columnas de opinión, el trágico testimonio de Stephan Zweig sobre la reducción de la cultura europea a cenizas. Un diario admonitorio, la cuenta atrás de la intolerancia cuando prende y lleva mecha corta. La cuenta atrás de la desdicha. Por el libro del malogrado austríaco también desfila un grueso de personas silenciosas y concentradas que no pudieron frenar la debacle. No los juzgo, no podían imaginarla. Nosotros sí.
Pienso estos días en quien está, si no ya feliz, que es difícil, ocupado y lleno y además sabe lo que se juega. En los que se pasan el relevo una vez no hay aplausos: los que suben la persiana de sus negocios, los profesores, los juristas. En sanidad nos sentimos menos solos, vemos cómo se amplía el círculo de quienes se concentran y permanecen en la brecha. La calle está ocupada, es de todos, los que inflaman el odio y los que lo desatienden.
Pienso en mi vecina, que se ha hartado a coser mascarillas para el equipo rodeada de sus pequeños (en la tarjeta donde firmamos todos, una compañera escribe la heroína eres tú). En los pacientes del grupo de apoyo, que he podido saludar por Zoom estos días y me trasladan su miedo al ver las terrazas llenas. Concha, mermada por el dolor físico y descolgada del trabajo activo, ha llamado a diario a una paciente suicida con la que puse en contacto; ha desmentido su porcentaje de minusvalía. Isabel, jubilada de su pastelería pero dulce como sus milhojas de manzana, no sabe conectar el audio y nos saluda como si la aislara una pecera. Se la ve luminosa en su terrado, aérea. La alegría de ver a los compañeros la hace hermosa.
Hogar Sí (Fundación Rais), una ONG que se ocupa de los sinhogaristas en España, ha cuantificado en 3 mil los madrileños que quedaron fuera de las plazas de emergencia provistas y cuenta por la radio que han escamoteado como han podido a la policía. Propone una iniciativa de Housing First donde ofrecer la vivienda no es el objetivo, sino el punto de partida.
En el vídeo que hemos terminado de editar estos días en el Seminario SIAP, los testimonios de un grupo de supervivientes se encadenan y dan cuenta de su raíz nudosa, irrompible. "Lo esencial es invisible a los ojos", recordamos. Contra la invisibilización, el estigma y el asistencialismo que imperan, el famoso personaje de Saint-Exupéry nos ha inspirado la idea fuerza. "Nada para mí sin contar conmigo", reza el título. Hay que abrir los ojos y mirar mejor, desatender la bronca y el fuego de artificio, preguntar más, mirar a través del prejuicio. Una mujer a la que no vemos abre el audio y explica que "para mí no es nuevo, la crisis, más o menos lo voy llevando… y juego con lo poco que tengo: hoy tortilla, mañana patatas y huevos, ¿pasado? Arroz con huevo". Una refugiada afgana cuya voz no pasa de los veinte hace inventario de los tesoros que la rodean: ausencia de bombas, de hambre, de aislamiento. Oportunidad de ser útil a su familia. Y una depresiva nos recuerda que debemos confiar los unos en los otros.
Mi amiga Ana Marrades tampoco se agota. Vela desde su puesto en la Universitat de València por una legislación que recoja con justicia los Cuidados. Me invitó un año más al Congreso que organiza en la facultad de Derecho y debía celebrarse estos días pero, como tantos eventos de gran aforo, ha saltado por los aires. Se pospone y recicla como encuentro virtual. El Covid se ha interpuesto y ella se propone integrarlo en la ecuación. "Sólo tienes que hablarnos de tu Bitácora", insiste. Quiere que dé cuenta de los enfermos mentales y me lanza al relato en primera persona. Cuelgo el teléfono y medito un minuto largo. No sé cómo voy a hacerlo.
Son 40 entradas ya las de este blog. Momentos variados y vibrantes que ha traído la pandemia a esta orilla. Días de miedo zampado sin masticar, de inconsciencia, de acierto, de torpeza, de lucidez y atasco. Enredo de voces y memes, EPIs, algoritmos cambiantes, pasillos estirados por el cansancio, héroes y canallas camuflados. Hay helicópteros, libros, pesadillas, recetas, abuelos y niños, insectos, amenazas surreales, pérdidas y esperanza. Cruzan personas vivas y personas que sólo viven en mí o en las páginas que visito.
Corro el riesgo de repetirme, en adelante recogeré las redes. Publicaré cada viernes el sedimento de la semana, la brújula que mejor haya guiado los días. Y espero que, cada vez más, la vida ocupe su merecido primer plano.
Rosana Corral-Márquez es psiquiatra y escritora