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covid-19 / OPINIÓN

Bitácora de un mundo reinventado (día 42º)

12/06/2020 - 

La chica que se fugó al mediodía todavía no ha sido hallada, pero doy el último alta y dejo las urgencias. Las once y media. La segurata se ha reído con ternura cuando he insistido, "fuera de aquí tienes una vida…", ha bromeado antes de echarme del mostrador con tacto. Activo el parabrisas cuando emboco la ciudad y permanezco unos minutos en el coche tras apagar las luces. El cuchicheo de la lluvia apretada ya entra por el balcón cuando saludo a los míos, qué tal, bien, cansada, tienes la cena en el horno. Todos vuelven a sus libros, Noa se enrosca otra vez, mi hijo retoma su pantalla con un gemido. No tan bien, rumio por el pasillo. No porque debo dar con la madre de la chica y decirle que se me ha escapado, su hija era tan obediente y callada que me lo veía hecho. Hago cien llamadas. Juzgado de guardia, Guardia Civil, busco en google. En el retén de la policía nadie guarda tampoco el teléfono de la señora. Sólo tengo una cartera sobada con un carnet de conducir donde no figura teléfono ni dirección.

La lluvia tras el cristal se aprieta. Mastico la cena fría y desatiendo mi reflejo. Otros ojos, en otra provincia, miran la misma lluvia y se duelen como yo de imaginar a la chica calada y entretenida con sus amigos imaginarios. No nos conocemos, pero la madre y yo estamos viendo la misma figura enroscada en un portal. Avanzando por una cuneta con la ropa pegada. Una camiseta verde y unos vaqueros negros, le he dicho a la Guardia Civil, se los ha puesto encima del pijama hospitalario en un plis plas. La enfermera acababa de girarse tras darle los 20 de diazepam y los 10 de olanzapina que luego han aparecido entre las sábanas. Las fotos de Facebook que he mostrado a los guardias (para que peinaran los sótanos y las plantas) enseñaban una joven cetrina de nariz afilada, hombros encajados y sonrisa tímida. Sonrisa orientada a los días por venir. Era en 2015, antes de la enfermedad. Sonreía al futuro cuando éste existía. Instituto tal y cual. Empleo anterior: almacén de fruta. Le siguen: 11. Amigos: 145. Una vida. Pero esa mañana en el box había una señora gastada por la desgracia y la intemperie, con una mata de pelo tieso por el polvo, uñas bastas y negras, gesto cuarteado. Quince años más de su edad real. Quince años de futuro abalanzados sobre su espalda y malbaratados en sólo cinco. Rizos del tiempo. Síncopes en la cronología que ordena el diablo.

Arrebaño mi cena con avidez y musito para mí misma: "por qué demonios…" Le cuento todo a Rafa cuando la casa duerme. "¿Negligencia? ─se escandaliza─ Negligencia fue aquél que tuvieron una semana atado y olvidado en un centro sevillano, o aquella pobre en Oviedo…". Pero yo no dejo de lamentarme por no haber ordenado la sujeción. "No puedes adivinar el futuro", insiste. Repasa los puntos clásicos, pero ignora que yo ya lo he hecho. En el coche he rastreado los consejos que le daba a una internista a la que denunciaron hace unos años. Ya no funcionan. Ahora sé que tampoco a ella le valían de nada. Debí decirle lo que había descubierto en ella: una misma forma de mendigar amor, un mismo talón de Aquiles. Muchas médicas (y algunos médicos) que conozco tenemos esa hechura envenenada: ansiamos el pódium de las buenas chicas. La culpa nos deja fundidas. Plusmarquistas de la palmadita en la espalda, dolientes con la exigencia infinita, nos atraviesa un deseo imposible de colmar. Pero los éxitos de esta profesión se construyen sobre los escombros de tanto fracaso, ¿por qué no me he endurecido aún, después de veinte años? Empiezo a sospechar que no lo haré. Empiezo a saber que nos engañaron de jóvenes, se nos habló de una coraza que nunca llega. Además, no soy animadora infantil, me digo, pululo por un mundo de violencia que no es el mío, lidio con jueces, policías, trabajadoras sociales, peritos. Hay continuos dramas que explotan aquí y allá. Algunos en mis propias manos.

Foto: ELINA KRIMA/PEXELS

"No es violenta, no si nadie se mete con ella…", me dice la madre al día siguiente. He dado felizmente con un fijo después de arañar los recovecos del programa y se ha puesto una voz templada, sigilosa, con más cansancio que indignación. Si nadie se mete con ella, sonrío en silencio. Lo que resuena en mí es el gesto naif de otra paciente, A., mientras su padre confesaba un rato antes que los niños se ríen de ella por la calle. Esta madre parece veterana en su papel y me calma más de lo que yo puedo calmarla a ella. Logra que deje de toquetear la historia electrónica, dejo de husmear cada mañana en busca de una pista, asumo que mi guardia terminó el domingo. La chica no puede ir muy lejos sin móvil, documentación ni dinero, comparto con la madre, sólo queda cruzar los dedos.

En el paseo de las ocho el parque está espléndido, fragante, esponjado. La lluvia de junio está estirando la primavera y la luz tarda en caer, templa a los paseantes, demora las sombras. Noa enloquece con el Kong en la pinada mientras los ojos se nos van al chico de la maleta: ha iniciado un ritual y frota la fuente antes de usarla, lo hace con método, con un fervor maniaco. Rafa es el primero en captar que le habla al vacío, yo sólo atiendo a los círculos que dibuja con el agua antes de repasar su barba y sus dedos. La gente pasa a su lado sin girarse, nadie cambia el gesto. Nadie tiene por qué mientras no grite ni intimide con sus voces: sin violencia no hay loco. Es el falso mito, todo lo que sabe la calle sobre ellos. Rafa lanza la pelota y se centra en la perra, me riñe por mirar inquisitivamente. "Conseguirás que huya, sabes que nos huelen a los psiquiatras". Le insisto en que llame ya y se encoge de hombros, al fin y al cabo es él quien me enseñó a hacerlo. El 112 recoge el aviso, me vuelvo más discreta con las miradas pero lo sigo por el rabillo cuando agarra su maleta rosa y busca otro banco sin terminar el soliloquio. "Podía ser tu paciente, ¿no es así?". No exactamente, pero le sonrío para que sepa que me ha cazado y que sí, también este chico de la maleta tendrá una madre que llama hace días a la policía y los hospitales. Es curioso este cruce de almas y coyunturas, esta carambola según la cual un encuentro lleva a otro y abre la red, amplía la cadena, hace que los eventos remotos se cojan de la mano. Una vez estuve volcada con una paciente desahuciada sin que nadie entendiera mi tozudez; salvándola aspiraba a resarcirme de otra mujer igual que se me había ido de las manos.

Una historia no cierra la otra, pero olvido ambas y hundo el paso en la semana que empieza. Los días traen más parque, más consulta, pasillos impolutos y pies arrastrados. Me dejo enredar en los percances mínimos y valiosos que anclan mi fatiga y mis días a la rotación del planeta. Manuel hace su examen de ingreso online, Rocío supera su prueba de nivel al piano y la veo sentarse a practicar con la espalda recta y las muñecas flotantes (si tuviera un olor sería el agua de Florida que Úrsula Iguarán derrochaba en su biznieto, agua de niño formal y raya al medio). He olvidado por completo el caso de la chica fugada y compruebo que el parte meteorológico se llena de nubecitas, soles y soles con nubecita, los casos nuevos Covid mueven el marcador sin que nadie los atienda y hacer planes de verano ya no es un delirio megalómano. Cuando llega el miércoles estoy otra vez de guardia. "Hay una chica en observación ─me dicen en el pase─, la viste el domingo, veo aquí que se fugó antes del traslado". La mañana se ilumina, me explayo con alegría sobre los detalles del caso. "Ya he llamado a la madre, ─ríe mi compañera─ y me ha preguntado si yo era Rosana".

Rosana Corral-Márquez es psiquiatra y escritora

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