VALÈNCIA. Os tengo que confesar que en los últimos días hay un conflicto (beef, que se dice ahora) que me tiene entretenidísimo (living, para que se entienda). El faro de Okuda. Sí, sí, Okuda, el de la falla municipal multicolor. Si no os habéis enterado, yo os hago un pequeño resumen. El gobierno de Cantabria ha visto en el faro de Ajo, que data de 1930, el lienzo en blanco perfecto para que el creador proyecte una de sus obras, una intervención que cambiará por completo el paisaje y que, dice Miguel Ángel Revilla, será un “atractivo turístico” para la zona. Sé que os costará creerlo pero el proyecto ha traído consigo la polémica. Unos dicen que es una maravilla (pocos, la verdad, pero ya sabemos que las redes las carga el diablo) y otros que es una horterada del quince. Lo que todavía no sé es si después de pintarlo hay cremà o no.
Sigo panza arriba en el sofá mirando Twitter y me topo con otra noticia: desaparecen los ‘ojos’ de Malasaña. No, el barrio no se ha quedado ciego, aunque sí las fotos que hasta ahora se echaban frente a la fachada de la tienda Tom Pai. Diría que nunca he estado ahí pero en cuanto veo la imagen empiezo a dudar. Me resulta tan familiar que ya no sé si allí me bauticé, tomé la comunión y me casé. Y eso que no he hecho ninguna de las tres cosas. ¿Tendré poderes extrasensoriales? Pues claro que no. “Siempre se hacían fotos, pero cuando vino Dulceida se produjo un boom brutal. La gente viene de todas partes a sacarse la foto”, explicaba la dueña del local en 2017 a El País. Ahora sus característicos ojos sobre fondo azul han desaparecido con el cierre de la tienda, dejando un muro ocre huérfano de influencers.
:(
Abro una bolsa de gominolas. Quedan pocas. Tengo que ir al súper a reponer. Qué pereza. Sigo buceando por la red y veo que Okuda ha respondido a las críticas por el proyecto del faro diciendo que son una cosa más política -principalmente por el precio, 75.000 euros- y de ignorancia artística. La cosa se caldea. Vuelvo a consultar la foto del proyecto y me acuerdo de su exposición en el Centre del Carme, de la que vi más veces su fondo multicolor en fotos que las propias obras. ¿Iría la gente más por el fondito que por la muestra?¿Qué tendrá de malo una foto en Instagram sobre un fondo bonito?¿de qué me quejo yo si también lo hago?, me pregunto a mí mismo en un debate que nadie pidió. Me como otra gominola. Sigo con la conversación a una voz.
El caso de una tienda de Malasaña o un bar de València me preocupa más bien poco, pero flaco favor hacemos al patrimonio si en la tarea de revitalización o rehabilitación tenemos como principal motivación cómo quedará en las fotos de un puñado de usuarios en redes sociales. El faro de Ajo no es el único caso de destinos confeccionados a medida para Instagram, fotografías vistas en perfiles de influencers que atraen a su horda de seguidores con el objetivo de replicar la instantánea. Incluso cuando estas fotografías son más falsas que aquella vez que Juan Carlos pidió perdón. Mi favorito: el falso lago de Bali hecho con un espejo. Una auténtica fantasía y tremenda decepción para aquellos que van esperando un escenario de ensueño y encuentran una larga cola para una foto que no es como la pintaban.
La cosa es hasta qué punto estamos dispuestos a pervertir nuestro entorno por una belleza forzada, en la que solo importa generar un fondo lo suficientemente atractivo como para sumar likes. Eso sí, bien encuadrado, en el que lo que se sale del marco de la imagen y cómo se integra importa poco. Ojo cuidao o acabaremos haciendo nuestra propia versión de Bienvenido, Mister Marshall:
¡Instagramers, os recibimos con alegría!